Escribiendo Hojas En Un Libro
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Escribiendo Hojas En Un Libro

“Escribir es como mostrar una huella digital del alma” Mario Bellatín,
 
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 El Tutor (LyP)

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me0589
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me0589


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MensajeTema: El Tutor (LyP)   El Tutor (LyP) Icon_minitimeSáb Sep 17, 2011 7:10 pm

Aca traigo una adaptacion que me parecio muyy copada!!! Es media subidita de tono... medio bastante pero nada fuera de lugar jajaja
Bueno espero que les gusteee



CAPITULO 1

Peter no consentiría que ninguna mujer lo chantajeara, y no le importaba lo fuerte que pudiera ser su necesidad de satisfacción sexual. Se apoyó contra la puerta de la biblioteca y observó con los ojos en¬trecerrados a la mujer que estaba de pie frente a las puertas acristaladas que daban al jardín. Ligeros retazos de bruma se extendían entre ella y las cortinas abiertas. En contras¬te con éstas, como columnas de seda amarilla, la mujer pa¬recía un oscuro monolito enfundado en lana negra.
Mariana Amadeo .
De espaldas, no la reconoció, cubierta como iba de pies a cabeza con un sombrero y una gruesa capa negra. Pero en realidad no la hubiera reconocido ni desnuda frente a él, con los brazos y las piernas abiertos invitándole lascivamente.
Él era el Jeque Lanzani, hijo ilegítimo de una con¬desa inglesa y de un jeque árabe. Ella era la esposa del ministro de Economía y Hacienda y su padre el primer mi¬nistro de Inglaterra.
Personas como ella no se mezclaba socialmente con gente como él, salvo a puerta cerrada y bajo sábanas de seda.
Peter pensó en la mujer de oscuros cabellos cuya cama acababa de dejar hacía apenas una hora. La marque¬sa de Clairdon lo había seducido en el ballum rancum, un baile de rameras, donde había danzado desnuda igual que el resto de las asistentes. Lo había usado para alimentar su excitación sexual, y durante algunas horas se había con¬vertido en el animal que ella deseaba, embistiendo, aplas¬tando y machacando en el interior de su cuerpo hasta en¬contrar aquel momento de liberación perfecta en donde no existían ni pasado, ni futuro, ni Arabia, ni Inglaterra, sola¬mente el olvido cegador.
Tal vez habría poseído también a aquella mujer si és¬ta no hubiera forzado la entrada de su casa deliberadamente a través de la coacción y el chantaje. Con los músculos tensos por la cólera contenida, se apartó despacio del frío con¬tacto de la caoba y atravesó silencioso la alfombra persa que cubría el suelo de la biblioteca.
— ¿Qué es lo que pretende, señora Amadeo, invadien¬do mi hogar y amenazándome?
Su voz, un áspero murmullo de refinamiento inglés que ocultaba la ferocidad árabe, rebotó en el arco formado por las puertas y alcanzó la barra de bronce de la cortina que bordeaba el altísimo techo circular.
Pudo sentir el sobresalto de temor de la mujer, olfa¬teándolo casi por encima de la neblina húmeda.
Peter deseaba que sintiera miedo.
Deseaba que se diera cuenta de lo vulnerable que era, sola en la guarida del Jeque Lanzani sin que su marido o su padre pudieran protegerla.
Quería que supiese de la manera más elemental y pri¬mitiva posible que su cuerpo le pertenecía para dárselo a quien quisiera y que no admitiría chantajes a la hora de con¬ceder sus favores sexuales.
Peter hizo una pausa bajo la lámpara encendida y esperó a que la mujer se diera la vuelta y se enfrentara a las consecuencias de su manera de actuar.
El gas que quemaba siseó, causando una pequeña ex¬plosión en el gélido silencio.
—Vamos, señora Amadeo, no ha sido usted tan reser¬vada con mi criado —dijo, provocándola suavemente, sa¬biendo lo que ella quería, desafiándola a pronunciar las palabras, palabras prohibidas, palabras conocidas: «Quiero gozar con un árabe; quiero disfrutar con un bastardo»—. ¿Qué podría querer una mujer como usted de un hombre como yo?
Lenta, muy lentamente, la mujer se dio la vuelta, un remolino de lana entre las brillantes columnas amarillas de las cortinas de seda. El velo negro que cubría su cara no pu¬do ocultar la impresión que le causó mirarle.
Una sonrisa burlona se adueñó de los labios de Peter.
Sabía lo que ella estaba pensando. Lo que toda mu¬jer inglesa pensaba cuando le veía por primera vez.
Un hombre que es medio árabe no tiene el color verde de sus ojos
Un hombre que es medio árabe no se viste como un caballero inglés.
Un hombre que es medio árabe...
—Quiero que me enseñe cómo darle placer a un hombre.
La voz de la mujer estaba sofocada por el velo, pero sus palabras fueron diáfanas.
No eran las que había esperado.
Durante un minuto que pareció eterno, el corazón de Peter dejó de latir dentro de su pecho. Imágenes eróticas desfilaron ante sus ojos... una mujer... desnuda... poseyén¬dolo... de todas las formas en que una mujer puede poseer a un hombre... por el placer de él... y también por el de ella.
Un fuego abrasador estalló entre sus piernas. Podía sentir, contra su voluntad, que su piel se hinchaba, se en¬durecía, trayéndole recuerdos que ya nunca volverían, exi¬liado como estaba en aquel país frío y sin pasión en donde las mujeres lo usaban para sus propias necesidades... o lo despreciaban por las suyas.
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belene
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MensajeTema: Re: El Tutor (LyP)   El Tutor (LyP) Icon_minitimeDom Sep 18, 2011 1:40 am

muy buena quiero masssssss
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me0589
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me0589


Mensajes : 4
Fecha de inscripción : 18/08/2011

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MensajeTema: Capitulo 2   El Tutor (LyP) Icon_minitimeDom Sep 18, 2011 2:16 pm

Una furia primitiva se adueñó de su ánimo.
Contra Mariana Amadeo , por invadir su hogar para su propia satisfacción egoísta bajo la apariencia de querer aprender cómo dar placer a un hombre.
Contra él mismo, que a los treinta y ocho años to¬davía sentía la necesidad de coger lo que ella podía ofrecer, aún sabiendo que era una mentira: las mujeres inglesas no estaban interesadas en aprender a hacer gozar a un jeque bastardo.
Con una lentitud deliberada, Peter se aproximó a la mujer, escondida detrás de un manto de respetabilidad.
Para su sorpresa, no retrocedió ante su furia.
Y también para la de ella, él se contentó sólo con arrojar su velo hacia atrás.
De cerca y sin la fina tela negra que impedía su vi¬sión, la mujer pudo apreciar claramente su estirpe árabe. Tenía la piel oscura, tostada por el mismo sol que había dorado su cabello.
Ahora ella se daría cuenta de que su apariencia de caballero inglés era sólo eso, una apariencia. Había apren¬dido a ser hombre en un país en donde la mujer vale la mi¬tad de lo que vale un hombre... podían ser vendidas, viola¬das o asesinadas por atreverse a hacer mucho menos de lo que aquella mujer se atrevía a hacer ahora.
Mariana Amadeo debía sentir miedo.
—Ahora, dígame de nuevo lo que desea —murmu¬ró seductor.
Ella no retrocedió ante el aroma que él emanaba: brandy mezclado con perfume, sudor y sexo.
—Quiero que me enseñe cómo darle placer a un hombre —repitió serena, alzando la cabeza para mirarle a los ojos.
No medía más de un metro sesenta... tenía que levantar mucho la vista.
La señora Mariana Amadeo tenía la piel muy blanca, el tipo de blancura estimable que en una subasta árabe representa la esclavitud para una mujer. No era joven. Peter juzgó que debía de tener más de treinta. Se apreciaban ligeras arrugas en los extremos de sus pálidos ojos color avellana. El rostro que se alzaba hacia él era más redondo que oval, la nariz más respingona que aguileña y sus labios muy voluptuosos. Tenía las pupilas dilatadas, pero apar¬te de eso, su cara no reflejaba ni rastro del temor que se¬guramente estaba sintiendo.
Ela’na. ¡Maldita sea! ¿Por qué no lo demostraba? Un músculo se movió nerviosamente en su mandíbula.
— ¿Y qué le hace creer que soy capaz de enseñarle semejante proeza, señora Amadeo?
—Porque usted es el... —vaciló un instante ante su apodo, el Jeque Lanzani. Podía ser lo suficientemente atre¬vida para intentar chantajearlo a cambio de sexo, pero no lo suficiente para llamarle bastardo a la cara.
—Porque usted es el único hombre que... —Ni si¬quiera era capaz de terminar la frase, que él era el único hombre en Inglaterra famoso por haber recibido un harén al cumplir los trece años.
Levantó todavía más la barbilla.
—Porque oí por casualidad a una... a una mujer de¬cir que si los esposos estuvieran dotados sólo con la mitad de sus habilidades, no habría una sola mujer infiel en toda Inglaterra.
La brutalidad de Peter estalló en un mordaz sar¬casmo.
—Entonces envíeme a su esposo, señora, y lo ins¬truiré para que pueda usted serle fiel.
Los labios de Mariana Amadeo se endurecieron, con¬trayéndose por la inquietud... el temor o la ira.
—Veo que no me dejará conservar ni siquiera un po¬co de orgullo. Muy bien. Amo a mi esposo. No es él quien necesita adiestramiento para evitar que yo me extravíe, sino todo lo contrario. No deseo acostarme con usted, se¬ñor. Sólo quiero que me enseñe cómo darle placer a mi es¬poso para que él se acueste conmigo.
Todo el calor del cuerpo de Peter se disipó.
— ¿Usted no desea ensuciarse con las manos de un árabe, señora Amadeo? —preguntó suave y peligrosamente.
—Yo no deseo serle infiel a mi marido —respon¬dió sin alterarse.
A Peter se le hincharon las aletas de la nariz con una reticente admiración. A Mariana Amadeo no le faltaba valor.
Había rumores de que el ministro de Economía y Hacienda tenía una amante.
Benjamin Amadeo era un plebeyo. Si perteneciera a la cla¬se de los aristócratas, la sociedad no estaría interesada en sus relaciones extramaritales, pero sus votantes eran de cla¬se media y exigían que sus representantes políticos fueran tan intachables moralmente como lo era su reina.
Sin duda, Mariana Amadeo estaba más preocupada por la posible ruina de la carrera de su esposo que por perder sus atenciones en el dormitorio.
—Las mujeres que aman a sus esposos no piden a desconocidos que les enseñen cómo darle placer a un hom¬bre —dijo cortante.
—No, las cobardes que aman a sus esposos no pi¬den a personas desconocidas que les enseñen cómo darle placer a un hombre. Las cobardes duermen solas, noche tras noche. Las cobardes aceptan el hecho de que sus esposos encuentren placer con otra. Las cobardes no hacen nada, no así las mujeres.
La palabra cobardes retumbó en el repentino silencio.
Un vaho gris en intervalos breves y rápidos entibió el rostro de Peter... el aliento de la mujer. Un hálito gri¬sáceo semejante, con pausas más largas, se mezcló con el de ella en el aire frío del invierno... su propio aliento era impo¬sible saberlo. La mujer tenía el rostro de una esfinge.
Mariana Amadeo parpadeó rápidamente.
Durante un instante eterno, Peter pensó que había pestañeado en un burdo intento de coquetear; pero luego vio el brillo de las lágrimas, que formaban una película so¬bre sus ojos.
—Me resisto a ser una persona cobarde. —Irguió los hombros. El movimiento provocó que las ballenas de un corsé demasiado apretado crujieran—. Por ello, una vez más, le ruego que me enseñe cómo darle placer a un hombre.
La sangre golpeó las sienes de Peter.
De alguna manera, las mujeres árabes y las inglesas se parecían.
La mujer árabe usa velo, la inglesa, corsé.
Una esposa árabe acepta a las concubinas de su es¬poso con resignación. Una esposa inglesa acepta a las amantes de su esposo ignorándolas.
En ninguna de las dos culturas, una mujer pacta des¬caradamente instrucción sexual con otro hombre para ase¬gurar las atenciones de su esposo.
Peter notó un olor desagradable que provenía de la capa de Mariana. Habían lavado la lana recientemente.
Las mujeres venían a él envueltas en perfumes. Nin¬guna se le había acercado jamás oliendo a benceno.
Peter se preguntó de qué color sería su cabello... y cuál sería su reacción si estirara la mano y le quitara de la cabeza el horrible sombrero negro que la ocultaba. Dio un paso atrás con brusquedad.
— ¿Y cómo podría enseñarle a dar placer a su esposo si yo mismo no me acuesto con usted, señora Amadeo? —le espetó.
Los ojos de ella permanecieron imperturbables, in¬diferentes a la curiosidad sexual que se apoderaba del cuer¬po de Peter.
—Las mujeres que viven en los harenes, ¿aprenden a darle placer a un hombre yéndose a la cama con otro?
Por un segundo, Peter se trasladó a Arabia, cuan¬do tenía doce años. Una concubina de rubios cabellos, la aburrida favorita de un visir, había sentido la curiosidad de probar con el hijo infiel, todavía sin circuncidar, del jeque. Peter, atrapado entre el sueño y los pechos perfumados de opio, había pensado que era una hurí, un ángel musul¬mán enviado para hacerlo disfrutar del paraíso.
La concubina había sido lapidada al día siguiente.
—Una mujer árabe sería condenada a muerte si lo hiciera —dijo Peter rotundamente.
—Pero usted ha estado con esas mujeres...
—He estado con muchas mujeres...
Ella ignoró su brusquedad.
—Por lo tanto, si es posible que una mujer árabe aprenda a darle placer a un hombre sin contar con la ex¬periencia personal, no veo motivo por el cual usted, un hombre que se ha beneficiado de esa preparación, no pue¬da a su vez instruir a una mujer inglesa.
Muchas mujeres inglesas le habían pedido a Peter que mostrara las técnicas sexuales que los hombres ára¬bes usaban para darle placer a una mujer. Pero ninguna le había pedido jamás que le enseñara las técnicas sexuales que las mujeres árabes empleaban para darle placer a un hombre.
Fueron los efectos de los fuertes licores consumidos mezclados con una noche de sexo intenso los que provo¬caron la siguiente pregunta de Peter. O tal vez fue la mis¬ma Mariana Amadeo . Y percibir una punzada de dolor ante lo que ninguna mujer, ni oriental ni occidental, arriesga¬ría por él como lo que aquella afrontaba por su esposo. Po¬nía en juego su reputación y su matrimonio para aprender a complacer sexualmente a un hombre para que no tuvie¬ra que recurrir a una amante.
¿Qué haría falta para que una mujer como ella, una mujer respetable, quisiera a un hombre como él, nacido en Inglaterra y acogido en Arabia, y que ahora no pertenecía a ninguno de los dos lugares?
¿Cómo sería tener una mujer dispuesta a hacer cual¬quier cosa para obtener mi amor?
—Si yo me hiciera cargo de su instrucción, señora Amadeo, ¿qué es lo que quisiera aprender?
—Todo lo que pueda enseñarme.
Aquel todo vibró en el frío aire matinal.
La mirada de Peter se clavó en la suya.
—Sin embargo, usted ha dicho que no tiene ningún deseo de irse a la cama conmigo —dijo con dureza.
El rostro de Mariana permaneció impasible. Era el rostro de una mujer que no está interesada en la pasión de un hombre, ni en la suya propia.
—Estoy segura de que usted posee suficiente co¬nocimiento para ambos.
—Sin duda. Pero mi conocimiento se centra en las mujeres. —De repente, su inocencia le repugnó—. No ten¬go por costumbre seducir a los hombres.
—Pero las mujeres... coquetean con usted, ¿no es así? —insistió ella.
El cuerpo desnudo de la marquesa había brillado su¬doroso mientras danzaba al ritmo de su deseo. No poseía ninguna delicadeza... ni fuera ni dentro de la cama.
—Las debutantes coquetean. Las mujeres con las que yo me acuesto no son vírgenes —examinó con insolencia la voluminosa capa negra de Mariana Amadeo , que no de¬jaba entrever ni el vigor de los pechos ni la curva de las ca¬deras para seducir a un hombre—. Son mujeres experi¬mentadas que saben lo que quieren.
—Y dígame si es tan amable, ¿qué es lo quieren?
—Placer, señora Amadeo. —Fue intencionadamente ordinario y grosero—. Quieren el placer de una mujer—Y usted cree que como soy mayor que esas muje¬res y mi cuerpo no es tan perfecto como el suyo... ¿cree que yo no deseo también placer, lord Lanzani?
La mirada de Peter se encontró con la de ella.
Una corriente eléctrica de deseo puro e inocente re¬corrió súbitamente su cuerpo.
Emanaba de Mariana Amadeo .
Anhelos sensuales, deseos sexuales...
Y su rostro continuaba siendo una máscara sin ex¬presión.
Una mujer virtuosa no venía a buscar a un hombre para aprender a darle placer a su esposo.
Una mujer virtuosa no debía admitir que deseaba sa¬tisfacción física en su matrimonio.
¿Quién era Mariana Amadeo para atreverse a hacer lo que otras mujeres ni siquiera soñaban?
—Un hombre es algo más que una serie de palancas y resortes que deben ponerse en funcionamiento para re¬cibir satisfacción —exhortó Peter de forma brusca, pro¬fundamente consciente de la fría perfección de aquella pá¬lida piel femenina y de la sangre caliente que palpitaba entre sus piernas—. El goce de un hombre depende de la habi¬lidad de una mujer para recibir placer. Si usted anhela es¬to último, él obtendrá lo primero.
Mariana se puso rígida y su corsé crujió de nuevo de modo revelador. La ira asomó a sus ojos... o quizás fue¬ra el reflejo de la luz de la lámpara que se encontraba so¬bre ambos.
—Tengo dos hijos, señor. Soy plenamente consciente de que un hombre no está hecho de palancas y resortes. Además, si la satisfacción de mi esposo dependiera del deseo de una mujer, entonces no habría abandonado mi lecho. Por última vez, lord Lanzani, ¿me enseñará usted có¬mo darle placer a un hombre o no?
El cuerpo de Peter adquirió una cierta tirantez.
Mariana Amadeo le estaba ofreciendo la suprema fan¬tasía a la que aspira un hombre. Una mujer a la que podía enseñarle todos los actos sexuales que siempre había soña¬do que una mujer hiciera... con él... a él.
—Le pagaré —ofreció ella torpemente.
Peter la examinó cuidadosamente, intentando ver más allá de aquella máscara sin emoción que era su rostro.
— ¿Cómo me pagará, señora Amadeo?
No cabía duda de la grosera sugerencia.
—Con moneda inglesa.
Ni tampoco podía haber error en la ingenuidad de¬liberada que ella había empleado.
Peter dirigió una resuelta mirada a la biblioteca, a los estantes que iban del techo al suelo rebosantes de libros encuadernados en cuero, a los costosos entrepaños reves¬tidos de seda distribuidos en las tres paredes restantes, al aparador con incrustaciones de nácar, a la chimenea de cao¬ba tallada, verdadera obra de arte de la ebanistería inglesa.
—Ésta es una de las ventajas de que mi padre sea un jeque. No necesito su dinero —replicó con desinterés fingido, preguntándose a la vez hasta dónde llegaría ella en su búsqueda de conocimiento sexual, y hasta dónde él en su búsqueda de olvido—. Y a decir verdad, ni el dinero de nadie.
La mirada de la mujer no vaciló frente a la suya.
Ella podía chantajearle... pero no suplicaría.
— ¿Sabe lo que me está pidiendo, señora Amadeo? —le preguntó suavemente.
—Sí.
La ignorancia brilló en sus claros ojos color avellana.
Mariana Amadeo pensaba que una mujer como ella, una mujer mayor y sin el cuerpo «perfecto», una mujer con dos hijos, casada respetablemente, no podía presentar atrac¬tivo alguno para un hombre como él. No comprendía que la curiosidad de un hombre pudiera convertirse en una fuer¬za motriz o que el deseo de una mujer pudiera provocar una atracción poderosa.
Peter conocía estas cosas demasiado bien. Y tam¬bién sabía que el deseo mutuo podía unir a un hombre y a una mujer de manera más fuerte que los votos pronun¬ciados en una iglesia o en una mezquita.
Un opaco resplandor ambarino penetró por los cris¬tales. En algún lugar sobre la neblina amarillenta que anun¬ciaba otra mañana londinense brillaba el sol y el comienzo de un nuevo día.
Girando bruscamente, Peter cruzó la alfombra y estiró el brazo para coger de uno de los estantes un pequeño volumen forrado en cuero.
El jardín perfumado, del jeque Mohamed al Nef¬zawi.
En árabe se titulaba Al Rawd al atir fi nuzhat al kha¬tir, El jardín perfumado para el deleite del alma. Había sido traducido más popularmente como El jardín perfu¬mado para el esparcimiento del alma.
Peter lo había memorizado y repetido tantas veces como los niños en Inglaterra lo hacían con las gramáticas griega y latina. Aunque la gramática preparaba a los niños ingleses para leer a los autores griegos y latinos, El jardín perfumado había proporcionado a Peter los conocimientos suficientes para satisfacer a una mujer.
También brindaba excelentes consejos para las mu¬jeres que querían aprender a complacer a un hombre.
Sin detenerse a reconsiderar aquel acto, volvió a la ventana y le ofreció el libro.
—Mañana por la mañana, señora Amadeo. Aquí. En mi biblioteca. —Muhamed había dicho que había llegado a las...—. A las cinco en punto.
Una pequeña y delgada mano enfundada en un guan¬te de cuero negro surgió entre los pesados pliegues de su ca¬pa de lana. Los delicados dedos aferraron con firmeza el libro.
—No comprendo.
—Usted desea que yo la instruya, madame; por lo tanto, lo haré. Las clases comienzan mañana por la maña¬na. Éste será su libro de texto. Lea la introducción y el pri¬mer capítulo.
Mariana bajó la cabeza; el velo doblado hacia arri¬ba mantenía su rostro en sombra, ocultando su expresión.
—El jardín perfumado, del... —desistió de intentar pronunciar el resto del título —jeque Nefzawi—. Supon¬go que no es un libro sobre el cultivo de las flores.
Los labios de Peter se contrajeron en una divertida mueca.
—No, señora Amadeo, es evidente que no.
—Seguramente, tampoco es imprescindible comen¬zar las clases tan pronto. Necesitaré tiempo para asimilar lo que lea...
Peter no quería darle tiempo para asimilar.
Quería impresionarla.
Quería excitarla.
Quería arrancarle aquella aburrida capa negra y su fría reserva inglesa y encontrar a la mujer que había debajo.
—Usted me pidió que la instruyera, señora Amadeo. Si he de hacerlo, debe seguir mis indicaciones. Sin contar con el prefacio y la introducción, hay veintiún capítulos en El jardín perfumado; mañana veremos la introducción y el primer capítulo. Pasado mañana discutiremos el segundo, y así sucesivamente, hasta que termine su instrucción. Si precisa más tiempo para reflexionar sobre sus lecciones, tendrá que buscar otro tutor.
El portazo distante de una puerta en el ático reso¬nó a través de las paredes; como si hubiese sonado en el momento justo, le siguió un estrepitoso sonido de metal, una sartén colocada con fuerza sobre la cocina de hierro mientras el cocinero preparaba el desayuno para los sir¬vientes que ya se habían levantado.

El libro y su mano enguantada desaparecieron den¬tro de la negra capa de lana. El corsé crujió perceptible¬mente por el brusco movimiento.
—Las cinco es demasiado tarde; tendremos que co¬menzar a las cuatro y media.
A él le importaba poco la hora en que se llevaran a cabo las clases; su único interés era ver cuánto aprendería una mujer como ella de un hombre como él.
—Como usted desee.
Su cuello era delgado, como la mano. Los zapatos que asomaban por debajo de su protectora capa eran estrechos.
¿Qué deseaba encerrar tan estrechamente dentro de los límites de aquel corsé, la piel... o el deseo?
—Toda escuela tiene sus reglas, señora Amadeo. La regla número uno es la siguiente: no usará corsé mientras esté en mi casa.
Su fina piel blanca se volvió de un color rojo carmesí.
Peter se preguntó si adquiriría ese mismo color en¬cendido cuando se la excitaba sexualmente.
Se preguntó si alguna vez su esposo la había excitado sexualmente.
Mariana giró con fuerza la cabeza hacia atrás.
—Lo que yo use o no use, lord Lanzani, no le in¬cumbe...
—Por el contrario, señora Amadeo. Usted me ha bus¬cado para enseñarle lo que da placer a un hombre. Por lo tanto, lo que usted se pone sí me incumbe si va en detri¬mento de la consecución de ese objetivo. Se lo aseguro, un ruidoso corsé no causa placer a un hombre.
—Tal vez no a un hombre de su naturaleza...
La boca de Peter se endureció involuntariamente.
Infiel. Lanzani. No había nombre que no le hubie¬ran llamado, en árabe o en inglés.
Se sentía extrañamente desilusionado al comprobar que ella tenía los mismos prejuicios que los demás.

—Ya comprobará, señora Amadeo, que cuando se tra¬ta del placer sexual, todos los hombres son de una cierta na¬turaleza.
Echó hacia atrás la barbilla en un gesto que cada vez se hacía más familiar.
—No toleraré ningún tipo de contacto físico con usted.
Peter sonrió cínicamente. Había cosas que afec¬taban a una persona mucho más que el simple contacto.
Palabras.
La muerte.
Dabid...
—Como usted quiera. —Inclinó fugazmente la ca¬beza y los hombros en una pequeña reverencia—. Le doy mi palabra como hombre de Occidente y de Oriente que no tocaré su cuerpo.
Aunque parecía imposible, Mariana se puso todavía más rígida; le acompañó el crujir de su corsé.
—Estoy segura de que usted comprenderá que nues¬tras clases deben ser mantenidas en el más estricto secreto...
Peter pensó en la ironía de la formalidad inglesa. Ella lo había chantajeado y, sin embargo, pretendía que él se comportara como un caballero y fuera reservado con aquella indiscreción.
—Los árabes tienen una palabra para un hombre que habla de lo que sucede en la intimidad entre él y una mu¬jer. Lo llaman siba, y está prohibido. Le aseguro que en ningún caso la comprometeré yo a usted.
Ella apretó su boca con el control del que los ingle¬ses hacen gala en momentos difíciles. Era evidente que no confiaba en el concepto de honor árabe.
—Que tenga usted un buen día, lord Lanzani.
Peter inclinó la cabeza.
—Ma’a e-salemma, señora Amadeo. Estoy seguro de que conoce el camino de salida.
La partida de Mariana Amadeo fue patente por un mo¬vimiento áspero de lana y el clic seco de la puerta de la bi¬blioteca, que se abrió y luego se cerró. Peter observó con detenimiento la neblina amarilla que se arremolinaba en el exterior y se preguntó cómo había llegado hasta su casa. ¿Un coche de alquiler? ¿Su propio carruaje?
Se imaginaba que habría sido un coche de alquiler. La mujer se daba cuenta perfectamente del peligro que co¬rría si se descubría la relación entre ambos.
Ibn.
El estómago de Peter se contrajo de rabia.
El hijo.
Él era el Jeque Lanzani. Él era lord Lanzani. Y él era el ibn. El hijo... que había fallado. Nunca más llevaría el tí¬tulo de Peter ibn Jeque Lanzani, Peter, hijo del Jeque Lanzani.
Se dio la vuelta, con el cuerpo tenso como no lo ha¬bía estado en los últimos treinta minutos.
Muhamed llevaba un turbante, pantalones holgados y thobs, una camisa suelta hasta las pantorrillas. Estaba con Peter desde hacía veintiséis años. Un eunuco para pro¬teger al hijo bastardo de un jeque que a los doce años no había sabido protegerse. Y tampoco había sabido a los vein¬tinueve.
Peter buscó en su abrigo y encontró allí la tarje¬ta. En el ángulo inferior derecho estaba impresa una di¬rección con una decorativa letra.
—Sigue a Mariana Amadeo , Muhamed. Asegúrate de que no se meta en más problemas de los que ya se ha me¬tido.
La expresión de Peter se endureció.
A los hombres como el ministro de Economía y Ha¬cienda que se casaban con mujeres virtuosas para que les dieran hijos no les agradaría que su esposa realizara esos mismos actos sexuales que ellos buscaban en sus amantes.
Peter había sido desterrado del país de su padre; no tenía ningún deseo de serlo también del de su madre. Si su ins¬trucción le acarreaba problemas, debía estar preparado.
—Cuando ella esté dentro, a salvo, vigila la casa. Si¬gue a su esposo. Quiero saber quién es su amante, dónde y cuándo se encuentra con ella, y cuánto tiempo lleva man¬teniendo esa relación.
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