Capitulo 2:Eché una mirada a las largas mesas rebosantes de comida. Antes del inicio de la recepción, me había asegurado de que luego todo 1o que sobrase fuera llevado a una serie de centros asistenciales de Houston, una idea que fue aprobada elogiosamente por mi familia. Pero ni aun así conseguía dejar de sentirme culpable, un sucedáneo de jovencita liberal que hace cola mientras espera a que le sirvan su ración de caviar.
— ¿Sabías —le pregunté a Benjamin mientras íbamos hacia la fuente del vodka— que para encontrar un diamante de un quilate antes tienes que pasar por el cedazo el equivalente a una tonelada de tierra? Así que para producir todos los diamantes que hay en esta habitación, tendrías que excavar gran parte de Australia.
Benjamin fingió quedarse perplejo.
— Pues la última vez que miré, Australia todavía estaba en su sitio.
—Me pasó la punta de los dedos por el hombro desnudo—. Tranquilízate, Lali. No tienes que demostrar nada. Yo ya sé quién eres.
Aunque ambos éramos naturales de Tejas, nos habíamos encontrado en Massachusetts. Yo había ido a Wellesley y Benjamin fue a Tufts. Lo conocí en una fiesta de vuelta-al-mundo organizada en un viejo caserón de Cambridge. Cada una de las habitaciones estaba dedicada a un país distinto, y ofrecía barra libre de la bebida típica nacional. Vodka en Rusia, whisky en Escocia, y así sucesivamente.
En algún lugar entre Suramérica y Japón, uno de los traspiés que yo había empezado a dar con alarmante frecuencia me llevó a tropezar con un chico de pelo rubio oscuro, ojos pardos y una sonrisa que irradiaba seguridad en sí mismo. Tenía la musculatura delicadamente nervuda de un corredor de fondo y pinta de intelectual.
Para mi deleite, me habló con acento tejano.
— Quizá deberías hacer una pausa en tu vuelta al mundo. Al menos hasta que no te cueste tanto ver por dónde vas.
— Tú eres de Houston —dije.
Su sonrisa se ensanchó en cuanto oyó mi acento.
— No, milady.
— ¿San Antonio?
— No.
— ¿Austin? ¿Amarillo? ¿El Paso?
— No, no, y gracias a Dios, no.
— De Dallas, entonces -dije con pesar—. Lástima. Casi eres yanqui.
Benjamin me había acompañado fuera, donde nos sentamos en el escalón de la entrada principal del caserón y pasamos dos horas largas hablando a pesar de que hacía un frío que pelaba.
Nos enamoramos en un abrir y cerrar de ojos. Yo estaba dispuesta a hacer lo que fuese por Benjamin, a ir a cualquier sitio con él. Iba a casarme con él. Sería la señora de Benjamin Amadeo. Lali Esposito de Amadeo. No iba a permitir que nadie se interpusiera en mi camino.
Cuando por fin me tocó el turno de bailar con mi padre, Al Jarreau estaba cantando Accentuate the Positive con esa voz suya que es pura melodía. Benja había ido a buscar una copa con mis hermanos Victorio y Agustín, y se reuniría conmigo en la residencia familiar dentro de un rato.
Benja era el primer chico que llevaba a casa de mis padres, el primero del que me había enamorado. Y el único con el que me había ido a la cama. Nunca he salido demasiado. Mi madre murió de cáncer cuando yo tenía quince años, y durante los dos años siguientes me sentí tan deprimida y tan espantosamente culpable que ni siquiera podía pensar en llegar a tener algún tipo de vida sentimental. Y de pronto me encontré en una universidad sólo para chicas, algo que le sentó de maravilla a mi educación pero no tanto a mi vida amorosa.
Sin embargo, no fue sólo ese entorno exclusivamente femenino lo que me impidió llegar a establecer relaciones con el sexo opuesto. Muchas de mis compañeras de estudios asistían a fiestas fuera del campus, o conocían a chicos porque se habían matriculado en cursos extra en Harvard o en el MIT. El problema radicaba en mí. Era como si careciese de cierta habilidad esencial a la hora de atraer a la gente, de dar y recibir amor sin necesidad de esforzarse. Me costaba horrores, en serio. Era como si ahuyentase precisamente a las personas que más ganas tenía de conocer. Con el paso del tiempo, comprendí que lograr que alguien se enamore de ti es como tratar de convencer a un pájaro de que se te pose en el dedo... No sucederá hasta que dejes de empeñarte en que suceda.
Así que al final lo dejé correr, y como todos los tópicos encierran su pequeña verdad, fue precisamente entonces cuando sucedió. Conocí a Benja y nos enamoramos. Benjamin era el hombre al que amaba. Eso debería haber sido suficiente para mi familia, pero a los Esposito no les bastaba con eso. De repente me encontré teniendo que responder a preguntas que ni siquiera se formulaban, lo que me obligaba a decir cosas como «Nunca había sido tan feliz», o «Benjamin va a licenciarse en económicas», o «Nos conocimos en una fiesta universitaria». El que mostrara tan poco interés por él, por su pasado o por el futuro de nuestra relación, me enfurecía y frustraba. Era como un juicio en sí mismo, aquel ominoso silencio.
Mogli, mi amigo del alma, lo entendió enseguida en cuanto lo llamé para quejarme. Él y yo nos conocíamos desde los doce años, cuando su familia vino a vivir a River Oaks. El padre de Mogli, Tomas Phelan, era un pintor que había expuesto su obra en todos los grandes museos, incluidos el MOMA de Nueva York y el Kimbell de Fort Worth.
Los residentes de River Oaks nunca habían acabado de entender del todo a los Phelan. Para empezar eran vegetarianos, los primeros que yo conocía. Vestían prendas de algodón hindú y solían calzar sandalias. En un vecindario donde predominaban dos estilos de decoración de interiores, casa de campo inglesa o tejano-mediterráneo, los Phelan habían pintado de un color diferente cada una de las habitaciones de su casa, llenando las paredes con franjas y motivos ornamentales exóticos.
Aún más fascinante que eso, los Phelan eran budistas, una palabra que yo había oído todavía menos a menudo que «vegetariano». Cuando le pregunté a Mogli qué hacían exactamente los budistas, él me explicó que dedicaban mucho tiempo a la contemplación y a meditar sobre la naturaleza de la realidad. Mogli y sus padres incluso me habían invitado a ir al templo budista con ellos, pero para gran disgusto mío, mis padres dijeron que no. Yo era baptista, me recordó mi madre, y los baptistas no dedicaban sus ratos libres a meditar sobre la naturaleza de la realidad.
Mogli y yo siempre habíamos estado tan unidos que la gente daba por hecho que salíamos juntos. Nunca habíamos llegado a desarrollar el menor atisbo de relación romántica, pero el sentimiento que nos unía tampoco era estrictamente platónico. No estoy segura de que ninguno de los dos hubiera podido explicar lo que significábamos el uno para el otro.
Mogli era probablemente el ser humano más hermoso que yo había conocido jamás. Esbelto y atlético, de facciones muy delicadas y pelo rubio. Y poseía una indefinible cualidad felina ajena a los andares arrogantes tan típicamente tejanos de todos los hombres que había conocido hasta entonces. Una vez le pregunté si era gay, y él respondió que le daba igual si alguien era hombre o mujer, que le interesaba más el interior de la persona.
— ¿Así que eres bisexual? —le pregunté, y él se rió de mi insistencia en ponerle una etiqueta a todo.
—Supongo que soy bi-posible —contestó, y me dio un cariñoso besito.
Nadie me conocía o me entendía tan bien como Mogli. Era mi confidente, la única persona con la que podía contar incluso cuando discrepábamos sobre algo.
—Es justo lo que dijiste que harían —dijo, cuando hube acabado de contarle por teléfono que mi familia ignoraba a mi novio—. Tampoco es ninguna sorpresa, ¿verdad?
—El que no sea ninguna sorpresa no significa que me guste.
—Eh, recuerda que este fin de semana no va de Benja y tú. Va de la novia y el novio.
—Las bodas nunca van de la novia y el novio —dije—. Para las familias disfuncionales, las bodas son exhibicionismo social.
—Pero incluso las familias disfuncionales tienen que fingir que la cosa va de la novia y el novio. Así que tú sígueles la corriente, pásalo bien en la ceremonia, y no le hables de Benja a tu papá hasta después de la boda.
— Mogli —pregunté yo con voz quejumbrosa—, tú has conocido a Benja. Te cae bien, ¿verdad?
—No puedo responder a esa pregunta.
— ¿Por qué no?
—Porque si todavía no lo has visto, nada de lo que yo te diga podrá hacértelo ver.
— ¿Qué es lo que tengo que ver? ¿A qué te refieres?
Pero Mogli no había abierto la boca, y colgué sintiéndome perpleja y bastante enfadada.
* * *