Escribiendo Hojas En Un Libro
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“Escribir es como mostrar una huella digital del alma” Mario Bellatín,
 
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 La Cortesana

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MensajeTema: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeSáb Nov 12, 2011 7:02 pm

La Cortesana

ARGUMENTO:

Peter Lanzani es todo un aristócrata y un hombre muy peligroso. Es un maestro del disfraz, un ladrón brillante, un amante insuperable —todo por el bien del rey y de la patria—, y, bien sabe Dios, que está harto de todo ello. Su última misión consiste en hacerse con un fajo de cartas incriminatorias que posee una célebre mujer. Después de eso podrá regresar a Londres y conocer a alguna heredera de carácter dulce, no a una mujer aventurera y en desgracia.
Lali Esposito ha conseguido superar un corazón roto, el desdén y el escándalo. Es independiente, es feliz y, sin duda alguna, es una mujer en desgracia; y ha aprendido que los «caballeros» dan más problemas de los que son merecedores. Y ahora es consciente de que su nuevo y muy atractivo vecino no le causará más que problemas.
Pero, por malo que sea Peter, hay otros mucho peores que también buscan las cartas de Lali. Y de pronto todo se vuelve complicado; sobre todo la casi incendiaria química que surge entre las dos almas más hastiadas y pecaminosas de Europa. Y entonces se dan cuenta de que puede merecer la pena arriesgarlo todo con tal de conseguir el verdadero amor.



Hola chicas!!!!!
Me extrañaban??? jajaja
Pues volvi con otra adaptacion sobre Lali y Peter.
Os dejo el argumento, espero que os guste y que dejeis comentarios.
Muchos besos para todas, si comentais dentro de poco subo el prólogo.
Nos leemos por aqui o por twitter...
Ione.
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeSáb Nov 12, 2011 8:48 pm

PRÓLOGO

Quiero un héroe...

LORD BYRON
Don Juan, Canto I

Roma
Julio, 1820


Subió la escalinata que conducía a su dormitorio, quitándose la ropa por el camino.
Eugenia Suarez era ágil, desde luego. Con esos ojos oscuros clavados en los de Peter, fue subiendo los escalones de espaldas sin dar un traspié. El tono aceitunado de su piel resaltó la blancura de sus dientes cuando, entre carcajadas, se quitó la máscara, el velo y la capa que ocultaba lo que supuestamente debía de ser un vestido: una prenda muy fina, poco más que una recargada camisola, con unas cuantas cintas y lazos fáciles de desatar.
Se dejó las esmeraldas puestas: el pesado collar con el enorme colgante que se balanceaba entre sus pechos, los pendientes a juego y la pulsera.
Peter se detuvo para quitarse la chaqueta y se tomó su tiempo. Se la echó sobre un hombro mientras subía tras ella, manteniendo en todo momento la pose de mera curiosidad que había utilizado como anzuelo.
Acostumbrada a conseguir lo que quería, Eugenia era incapaz de resistirse a un desafío, y a Peter no le hacía falta esforzarse en su interpretación para retarla. Si le daban a elegir, no la tocaría ni con un palo muy largo. Pero como no tenía esa opción, se había limitado a dejar patente su reticencia. Detalle que, tal como esperaba, había herido la vanidad de la mujer.
Era atractiva, tenía que admitirlo. Se decía que lord Byron le había escrito un poema, aunque no para publicarlo. Era la clase de mujer que el poeta admiraba: morena y apasionada. Lo que Byron llamaría «un magnífico animal».
A él no le gustaba tanto esa clase de mujer. Tenía treinta y un años, y Eugenia no era su primera aventurera apasionada, extranjera, desinhibida y sexualmente diestra. Sin embargo, y siempre y cuando sobreviviera a ese encuentro, sí sería la última. Si no sobrevivía, cosa igual de probable, también sería la última.
«Pase lo que pase, salgo ganando», pensó Peter.
Si no llevaba a cabo la misión con éxito, tendría una muerte lenta y dolorosa. No lo honrarían como a un héroe. Nadie sabría que había muerto intentando salvar el mundo. Seguramente nadie llegaría a encontrar su cadáver... o lo que quedara de él.
«Por el puñetero rey y la puñetera patria —se dijo cuando la puerta se cerró tras él—. Una última vez.»
Se quitó el chaleco y lo dejó, junto con la chaqueta, sobre una silla cercana a la puerta mientras continuaba avanzando y ella retrocedía sin pausa hacia la cama.
Era evidente que se conocía el camino de espaldas y en la penumbra, si bien el dormitorio no estaba sumido en la oscuridad. Los criados debían de haber pasado antes por allí, porque había velas encendidas. Y debían de saber que ella esperaba compañía, porque solo habían encendido dos.
De todas formas, esa luz bastó para reflejar la blancura de los dientes de Eugenia cuando esta separó los labios. Y bastó para que las esmeraldas relucieran y para arrancar destellos irisados a los pequeños diamantes que las rodeaban. Aun sin luz, Peter habría adivinado su posición, pues el perfume de la mujer inundaba la estancia con un toque demasiado dulzón, como el de las rosas marchitas.
Eugenia se acarició los voluptuosos pechos con las manos y luego las deslizó hasta las caderas. Su cuerpo era magnífico, y ella lo sabía.
—Ya lo estás viendo, no te oculto nada —dijo Eugenia—. Me entrego completamente a ti.
Su dicción le indicó que había pasado la mayor parte de su vida en el sur de Italia y que había recibido muy poca, más bien poquísima, educación. También detectó un deje extranjero, de su Chipre natal, sin duda alguna. Al igual que la suya, la herencia de Eugenia Suarez era mestiza; sin embargo, en su caso hablaba un italiano, la lengua de su madre, perfecto. Dado que había heredado el pelo negro y rizado de su madre, y el perfil aguileño de su abuelo materno, Eugenia no sospechaba que era el hijo de un aristócrata inglés, además de un agente del gobierno de Su Majestad.
En resumidas cuentas, Peter Lanzani era un impostor mucho mayor que la incitante pantera que tenía delante. La cuestión era asegurarse de que ella no se enterara.
—No del todo —repuso al tiempo que se desabrochaba los pantalones—. Estas piedras son bonitas, pero tu belleza no necesita de adornos y lo sabes muy bien.
Por no mencionar que las pesadas joyas serían un incordio durante un buen meneo. «Verás cómo te quedas tuerta cuando esos pedruscos te aticen en un ojo», podría haberle dicho, empleando el lenguaje poco refinado que había aprendido durante su azarosa juventud.
La oyó reírse.
—Ah, un halago por fin. Creí que jamás iba a oírlo de tus labios.
Se quitó los pantalones.
—La imagen que tengo delante me estimula la lengua—le aseguró.
—Bien. —Bajó la mirada—. Y ya veo que tu hombrecito también se siente estimulado.
Por supuesto que lo estaba. Aunque estuviera harto de las mujeres como ella, no dejaba de ser un hombre y ella era una mujer muy excitante. Las más letales solían serlo.
La vio quitarse los pendientes, que dejó sobre la mesita de noche. A continuación se quitó la pulsera y la dejó caer al lado de los pendientes.
Él se sacó la camisa por la cabeza.
Se dio cuenta de que Eugenia estaba intentando quitarse el collar.
—Déjame a mí —le dijo.
Era un cierre antiguo, seguramente el original, y requería de mucho tiento y un buen ojo. El conjunto no se había diseñado para una cena ordinaria, sino para cenas de Estado. Había sido creado para una reina hacía más de dos siglos. Sus propietarios actuales, expulsados por Napoleón, tuvieron que esconder sus tesoros y huir a un lugar seguro. Los tesoros iban de camino a su nuevo hogar, protegidos por una persona de confianza, cuando Eugenia y dos compinches, disfrazados de monjas, las robaron.
La antigüedad y la historia de las esmeraldas no tenían la menor importancia para ella. Eugenia Lanzani había crecido en las calles. Sabía leer, aunque a duras penas, y era amoral e implacable. Tenía debilidad por los hombres apuestos y adoraba las esmeraldas.
Eso era lo único que sabía de ella y lo único que necesitaba saber para realizar el trabajo que le habían encomendado.
Conseguir las joyas, salir de la casa, devolverlas a sus verdaderos dueños y dejar quedos diplomáticos se encargasen de los detalles.
Una vez que las joyas estuvieron amontonadas sobre la mesita de noche, Peter entró en acción. O más bien se lanzó al combate.
Al fin y al cabo, aunque pertenecía a un ejército que nadie reconocía, era un soldado. Nadie colgaba medallas a los hombres como él, ni tampoco los mencionaban en la correspondencia oficial.
Y si lo capturaban, nadie acudiría a rescatarlo.
«Lo mejor, querido Pitt, es que, hagas lo que hagas, nunca dejes que te atrapen», se dijo.
A continuación, procedió a dar a esa mujer lo que quería, y a manos llenas. Sintiera lo que sintiese por su trabajo, al menos seguía siendo capaz de disfrutar de una mujer atractiva y apasionada como cualquier otro hombre.
Cuando por fin pareció quedarse saciada, al menos de momento, le susurró:
—Me muero de hambre. ¿Y tú?
—Ah, sí—murmuró Eugenia—. Vino, algo de comer... así recuperaremos las fuerzas. La campanilla del servicio está en tu lado.
—Mejor que sigan durmiendo —dijo—. Prefiero encargarme de mi comida.
Ella soltó una carcajada soñolienta.
—Desde luego. Supe que eras un cazador nada más verte.
«Qué bien me has calado», pensó Peter.
Se levantó de la cama. Tenía los pantalones muy a mano, ya que se había asegurado de que así fuera. Se los puso antes de coger la camisa. De espaldas a ella, se la pasó por la cabeza antes de coger las joyas de la mesita de noche, aprovechando el movimiento de la tela para ocultar lo que estaba haciendo.
El resto fue absurdamente sencillo. El dosel de la cama impediría a Eugenia ver la puerta y la silla donde había dejado el chaleco y la chaqueta. Recogió las prendas y salió del dormitorio.
Cualquier otro habría esperado a que ella se durmiera para marcharse. Él, en cambio, era de la opinión de Macbeth: «¡Si todo acaba cuando se hace, será mejor hacerlo rápido!».
Lo mejor sería quitarse de en medio rápido. Eugenia no tardaría en darse cuenta de que las joyas habían desaparecido, y se tomaría fatal la traición. El último hombre que la molestó había perdido sus partes íntimas. Las perdió muy despacio, trocito a trocito.
Tal vez disponía de unos minutos para escapar. Tal vez solo de unos segundos.
Bajó la escalinata a toda prisa.
Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete...
—¡Detenedlo! —la oyó gritar—. ¡Cogedlo! ¡Rompedle las piernas!
Peter acababa de dejar atrás el descansillo cuando vio que un tipo muy corpulento subía la escalera. Alzó un brazo hacia el lado y lo tensó con todas sus fuerzas. El criado lo vio demasiado tarde. El musculoso brazo le dio de lleno en la nuez. Cayó de espaldas y rodó escalones abajo hasta aterrizar de cabeza.
En lo alto de la escalinata, Eugenia Suarez llamaba a gritos a sus hombres en griego, diciéndoles que no lo mataran, que tenía planes para él.
Un cuchillo pasó rozándole la cabeza.
A chillido limpio, Eugenia le describió lo que le haría, y las partes que le cortaría primero.
Pete sorteó el cuerpo inerte del criado y atravesó corriendo el vestíbulo en dirección a la puerta.
Oyó que alguien abría una puerta de golpe y otro de los secuaces de Eugenia salió en su persecución. Volvió a extender el brazo con todas sus fuerzas, pero en esa ocasión fue para asestar al rufián un golpe en el pecho. Al tipo se le doblaron las rodillas y cayó de espaldas.
Lo oyó lanzar un alarido de dolor. Seguramente se había roto una rodilla.
Claro que sus chillidos eran una minucia en comparación con los de Eugenia.
Peter siguió corriendo.
Salió por la puerta apenas un instante después.
En un abrir y cerrar de ojos, se había fundido con la noche.
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Vero_me
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeDom Nov 13, 2011 10:30 am

Hola holaaaa!!! wow!! jaja! Y bueno... ya estoy enganchada, promete mucho y quiero saberlo todo!! de verdad me encanta. Quiero mas guapísima!!!!! te dejo poquito por que me voy a trabajar otra vez. Besitos!!!!!
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeDom Nov 13, 2011 6:35 pm

CAPÍTULO 01


¿Alguna vez has visto una góndola? Por temor a que no lo hayas hecho, te la describiré al detalle: es una embarcación alargada muy común aquí, con la proa esculpida, ligera pero compacta; conducida por dos remeros llamados «gondoleros», se desliza sobre el agua con un aspecto tétrico cual ataúd transportado en una canoa, y no se puede ver ni oír lo que sucede en su interior.
LORD BYRON
Beppo

Venecia
Martes, 19 de septiembre de 1820


Penes. Por doquier.
Lali Esposito observaba el techo con actitud pensativa.
Un par de siglos antes la familia Neroni se había dejado llevar por la fiebre ornamental. Las paredes y los techos del palazzo que había alquilado estaban cubiertos por un impresionante despliegue de frutas, flores y cortinajes esculpidos en yeso. Pero lo más fascinante eran los niños con alitas a los que los italianos llamaban putti. Gateaban por los techos, alzando las cortinas de yeso trepando por sus pliegues, buscando Dios sabría qué. Se aferraban a las molduras de los frescos y a los medallones dorados que adornaban los dinteles de las puertas. Su presencia eclipsaba a las cuatro mujeres de torso desnudo recostadas en las esquinas y a los cuatro hombres musculosos que aguantaban el peso de las paredes.
Todos eran niños y todos estaban desnudos. De ahí que al mirar hacia el techo la vista predominante fueran los penes. Penes diminutos cuyo número ascendía a cuarenta la última vez que lo comprobó, aunque ahora parecía haber más. ¿Se reproducirían de forma espontánea? ¿O estarían haciendo de las suyas las damas pechugonas y los viriles adultos cuando no había nadie en el palazzo?
A lo largo de los tres años que llevaba en Venecia, Lali había entrado en un buen número de residencias ostentosas. Sin embargo, la suya se llevaba la palma en cuanto a desmesura ornamental; por no mencionar la increíble profusión de órganos reproductores masculinos inmaduros.
—No debería hacerles caso —dijo—, pero llaman mucho la atención. Las primeras visitas qué recibí después de instalarme se pasaron todo el rato contemplando boquiabiertas las paredes y los techos. Tras meditar el asunto largo y tendido, he llegado a la conclusión de que a Dante se le ocurrió escribir su Infierno después de hacer una visita al palazzo Neroni.
—Que los miren todo lo que quieran —repuso su amiga Rocio, quien, barbilla en mano, contemplaba el desquiciante techo sentada en un sillón—. Mientras las visitas están distraídas mirando los putti, tú puedes observarlas a placer sin temor a que te tachen de grosera.
Lali y Rocio se complementaban a la perfección en cuanto a su apariencia. La primera era baja y de aspecto exótico; la segunda, alta y de apariencia dulce. Rocio tenía el rostro en forma de corazón y unos inocentes ojos color miel que le otorgaban el aspecto de una jovencita. Sin embargo, tenía veintiséis años, uno menos que Lali, aunque en experiencia podría decirse que la superaba en siglos.
Lali Esposito sabía muy bien que nadie la tildaría de dulce. Había heredado los rasgos faciales de su madre, entre los que destacaban los ojos con su inusual color marron y su forma almendrada. Su abundante pelo castaño era herencia de su abuela paterna, una dama francesa. El resto procedía de sir Carlos Esposito, el sinvergüenza de su padre, y de sus antepasados. Los Esposito eran altos y ella no lo era; al menos comparada con la mayoría de las mujeres. Esos centímetros de más le habían otorgado el sobrenombre de «la Enana» en las ofensivas caricaturas que inundaron los folletines durante su proceso de divorcio.
Habían pasado cinco años desde su divorcio, que puso fin a su matrimonio con Mateo Talarico —quien acababa de obtener el título de barón hacía poco tiempo, de modo que en esos momentos era conocido como lord Rinaldi—, al igual que había puesto fin a todas las tonterías que en aquel entonces creía sobre los hombres y sobre el amor. A esas alturas de la vida se conducía con la cabeza bien alta, con porte orgulloso y vestida en todo momento para resaltar todas y cada una de las curvas de su voluptuosa figura.
Los hombres la habían traicionado y abandonado en el pasado.
Ya no lo hacían.
En ese momento se postraban de rodillas suplicando su atención.
De hecho, aquel día aguardaba la visita de varios caballeros, impulsados por ese expreso propósito. De ahí que no estuviera charlando con su amiga en su gabinete privado, una estancia más pequeña y menos opresiva, contigua a su vestidor. El gabinete, prácticamente libre de putti, era mucho más cómodo, pero estaba reservado a los íntimos y todavía no había decidido quién ascendería a dicho estatus de entre los caballeros que estaban por llegar.
No tenía ganas de tomar ese tipo de decisión.
Abandonó el sofá donde había estado recostada (una postura que habría horrorizado a su institutriz) y se acercó a la ventana.
El canal que discurría bajo esta no era el Gran Canal, sino una de las vías secundarias o rii, como los llamaban los venecianos, que conectaban de forma laberíntica las distintas zonas de la ciudad. Aunque su residencia no estaba muy lejos del Gran Canal, el vecindario era uno de los más tranquilos de Venecia.
La tranquilidad quedaba interrumpida esa tarde por el repiqueteo de la lluvia en el balcón y, de vez en cuando, por las rachas de viento que azotaban los cristales. Miró hacia el exterior y parpadeó.
—Por el amor de Dios, creo que ahí en frente hay señales de vida.
—¿En Ca' Munetti? ¿De verdad?
Rocio se puso en pie para reunirse con ella frente a la ventana.
Entre la lluvia vieron que una góndola se detenía en el embarcadero de la casa que se alzaba en la orilla opuesta del estrecho canal.
Lali sabía que el término «Ca'» era la apócope de «casa». En el pasado solo el Palacio Ducal ostentaba el título de palazzo, de modo que el resto de las residencias eran casas. En la actualidad, no obstante, cualquier casa era un palazzo, ya fuera grande o pequeña. La construcción que tenía enfrente podría denominarse de esa manera sin problemas. La fachada que daba al canal era similar a la suya, ya que contaba con un embarcadero por el que se accedía al vestíbulo de la planta baja y que estaba conectado al portón de la calle posterior. Los balcones del salón, situado en el primer piso, estaban orientados hacia el canal. En la segunda planta se encontraban las dependencias privadas; y encima, en el tercer piso, los aposentos de la servidumbre.
Ca' Munetti llevaba un año desocupada.
—Un solo gondolero —dijo—. Y dos pasajeros, según parece. Es lo único que distingo con este dichoso diluvio.
—No veo ni rastro de equipaje —señaló Rocio.
—Es posible que lo enviaran con antelación.
—Pero la casa está a oscuras.
—Eso significa que todavía no han contratado a la servidumbre.
La familia Munetti se había llevado a la servidumbre consigo cuando se mudó. Aunque no tenían tantos problemas económicos como el resto de la nobleza veneciana, la vida en Venecia les había resultado demasiado cara y aburrida por culpa de los austríacos que regían la ciudad. Al igual que los dueños del palazzo Neroni, preferían alquilar su casa a los extranjeros.
—Es extraño que vengan a Venecia en esta época del año —dijo Rocio.
—Tal vez la hayamos puesto de moda —aventuró Lali—. O, lo más probable y puesto que seguro que son extranjeros, no saben lo que les espera.
Todos los que podían permitírselo abandonaban la ciudad durante el húmedo verano y se trasladaban a sus villas en el mes de julio. Nadie solía regresar de su villeggiatura, de las vacaciones estivales, antes del 11 de noviembre, el día de san Martín, celebración que marcaba el inicio oficial del invierno.
Lali había abandonado la villa que el conde de Magny tenía en Mira antes de tiempo, debido a un altercado con lord Quentin, un invitado inglés. Aquí, en su propia casa, podía hacer lo que quisiera sin que nadie especulara sobre su persona como si no hubiera otro entretenimiento mejor. De todas formas, nunca le había gustado la vida campestre. Prefería la ciudad. En ocasiones incluso echaba de menos Londres, aunque no tanto como al principio. Claro que jamás admitiría que añoraba algo relacionado con Inglaterra.
En ese momento entró un criado y se dispuso a preparar la mesa para el té.
—Arnaldo, ¿sabes algo sobre Ca' Munetti? —le preguntó.
—El equipaje fue enviado con antelación y llegó ayer a última hora de la tarde —contestó el criado—. Poco más. El gondolero que han contratado, Zeggio, es primo de la prima política de nuestro cocinero. Según él, el nuevo inquilino está emparentado con los Albani y quiere estudiar con los monjes armenios, como su amigo lord Byron.
Rocio la miró con las cejas enarcadas y ambas se echaron a reír.
—Byron estudió con los monjes armenios —recalcó Giulietta—, pero no tenía ni un pelo de monje.
—Solo tienen dos criados... —dijo Lali, mientras veía que la puerta de la casa se abría.
—Es posible que el nuevo inquilino sea veneciano —añadió Rocio—. Son demasiado pobres para poder permitirse una servidumbre numerosa. Solo los extranjeros y las putas pueden permitirse tener un buen servicio.
Arnaldo salió y ellas pasaron del italiano al inglés.
—Mi nuevo vecino podría ser un extranjero tacaño —dijo ella—, o un ermitaño.
—Ninguna de las dos posibilidades lo hace apto para nosotras.
—Desde luego que no —convino Lali al tiempo que estallaba en carcajadas.
Su risa era tan famosa como su inusual físico; tal vez incluso más.
Después de que el divorcio la expulsara de los círculos respetables de la sociedad, había aprendido a manipular a los hombres. Y había aprendido rápido. Fanchon Noirot, su mentora francesa, afirmaba que poseía el don.
La lección más valiosa que aprendió con ella fue cómo hablar con los hombres. O, para ser más exactos, cómo escucharlos.
Sin embargo, cuando Lali Esposito reía, los hombres la escuchaban y se olvidaban de todo lo demás.
—Cuando te ríes —le había dicho Byron—, los hombres contienen el aliento.
—Si contuvieran otra cosa, sus bolsillos se lo agradecerían —fue su réplica.
Y Byron se echó a reír, porque, aunque triste, era cierto.
Lali Esposito era una cortesana, y tan cara que pocos hombres podían permitirse mantenerla. Lord Byron no era uno de ellos.

Mientras tanto, en la otra orilla del canal...

De todas las ciudades del mundo, esa mujer tenía que ir a parar a Venecia.
Terriblemente incómoda.
Y húmeda, para más inri.
La góndola en la que Peter viajaba había partido del puerto bajo una llovizna y había atravesado el Gran Canal bajo una lluvia torrencial tan intensa que les había obligado a cerrar las puertas batientes del felze, la cabina de la embarcación. Lo único que vislumbraba por la rendija eran las imágenes borrosas de las casas y de los pilares de piedra de los embarcaderos. No se oía absolutamente nada, salvo el repiqueteo de la lluvia en el techo de la cabina y en la cubierta de la góndola.
En ese momento casi podía imaginar que estaba en el inframundo en el que sus antepasados romanos creían; que la góndola surcaba las aguas del río Estigio, entre las almas de los muertos.
La imaginación se dio de bruces con la cruda realidad, o más bien cayó en picado al agua, cuando oyó que el golpeteo de los remos contra el agua reverberaba a su alrededor y la voz del gondolero anunciaba:
—Ponte di Rialto.
El gondolero se llamaba Zeggio. A simple vista parecía demasiado joven para ser un guía, demasiado guapo para realizar trabajos pesados y demasiado inocente para que alguien lo tomara en serio. Esa apariencia explicaba por qué sus asociados lo consideraban el mejor guía de la ciudad. En realidad, Zeggio tenía treinta y dos años, hacía mucho que había dejado atrás su inocencia y esa no era la primera vez que contaban con sus servicios.
Era un agente local altamente recomendado. Sin embargo, aspiraba a convertirse en la versión veneciana de Peter Lanzani.
Pobre desgraciado.
Abandonaron el Gran Canal y enfilaron otro más pequeño, y después tuvieron que internarse en otro más estrecho aún antes de detenerse en Ca' Munetti.
—¡Ah, Venecia...! —exclamó Peter mientras contemplaba la vista (lo poco que veía de la misma) a su alrededor. Los edificios y las góndolas solo eran oscuras manchas informes bajo la lluvia—. Maravillosa, sin duda, salvo por la humedad.
Su criado, García, masculló algo al oírlo. Era un tipo bajo y de aspecto tan común que nadie solía reparar en él casi nunca. Craso error, y el último para muchos.
—¿Qué has dicho, García? —le preguntó.
—Que me gustaría estar en Inglaterra —murmuró su antiguo ordenanza.
—¿A quién no? —respondió James.
En Inglaterra haría más frío y los días serían mucho menos soleados que en Venecia, pero a pesar de todo estarían en Inglaterra, no en otro dichoso país lleno de extranjeros.
Aunque no podía considerarse un extranjero en Venecia precisamente. Su madre estaba emparentada con la mitad de las familias importantes de Italia y su linaje era tan distinguido como el de su padre, lord Westwood.
Venecia, sin embargo, no era Italia.
Era... Venecia.
La góndola se detuvo en el embarcadero del palazzo y Peter alzó la vista hacia la casa situada frente a la suya, donde vivía ella.
Ella era, ni más ni menos, Lali Esposito, hija del infame y difunto sir Carlos Esposito, el estafador; ex esposa de lord Rinaldi, reconocido por todos como el parangón de la moral; y en la actualidad, la puta más cara de Venecia.
Para algunos, ganarse ese último título carecía del lustre que conllevaba unos... trescientos años antes. Venecia había perdido la posición preeminente que ocupaba en el mundo, sobre todo en las últimas décadas. La Esposito, como la conocían en la ciudad, sin embargo, ostentaba la fama de ser la más cara de las damas de su índole de todo el Véneto y posiblemente de toda Italia. Algunos incluso afirmaban que del continente entero.
La pregunta, por tanto, era qué se le había perdido a la reina de las cortesanas en Venecia. La afamada ciudad era pobre, gran parte de las familias de la nobleza la había abandonado y la afluencia de visitantes había quedado reducida a un patético goteo.
¿Por qué no se había marchado a París, ciudad donde había alcanzado su fama tres o cuatro años antes y donde podría elegir a su siguiente víctima de entre una multitud de acaudalados caballeros? ¿O a Viena? ¿O, al menos, a Roma o a Florencia?
Acabaría averiguando la respuesta tarde o temprano, en caso de que fuera necesario. Y mejor que fuese pronto, porque tenía planes y esa mujer los había interrumpido.
Después de recuperar las esmeraldas de manos de Eugenia Suarez y de entregarlas a su legítimo dueño, este había firmado un importante tratado con Inglaterra en reconocimiento por el favor prestado. A Peter le había correspondido una jugosa recompensa.
Supuestamente, esa iba a ser su última misión. Supuestamente, debía estar de camino a casa para disfrutar de una jubilación merecidísima.
Pero no.
Estaba mandando al infierno a la ex esposa de lord Rinaldi cuando la puerta del palazzo se abrió y la góndola se detuvo en el embarcadero.
Desembarcó directamente en las losas de piedra y mármol de la planta baja. Las paredes estaban forradas de madera oscura. La estancia era muy fría y el olor a humedad lo impregnaba todo.
Siguieron a Zeggio escalera arriba en dirección a la planta principal y se detuvieron al llegar a un amplio distribuidor, o portego, como lo llamaban los venecianos, que se extendía de un lado a otro de la casa. Saltaba a la vista que su fin era impresionar al visitante. Una hilera de arañas colgaba del centro del techo y a lo largo de una de las paredes se alineaban sobre sus respectivas consolas unos inmensos candelabros, realizados con el famosísimo e impresionante cristal de Murano. Cuando las velas estuvieran encendidas, su luz resaltaría de forma magnífica los tonos dorados, los bajorrelieves de las paredes, las esculturas y los cuadros.
—Y todo esto, encima del agua... —dijo García, meneando la cabeza mientras echaba un vistazo a su alrededor—. Digo yo: ¿qué tipo de gente va y construye una ciudad en un grupo de islas en mitad de una zona pantanosa?
—Italianos—contestó Peter—. Hay un motivo por el que antiguamente dominaron el mundo y otro por el que Venecia dominó los mares. Al menos deberías reconocer su genialidad a la hora de construir.
—Reconozco que buscaban un modo fácil de contraer la malaria —repuso el antiguo ordenanza—. Y el tifus.
—Pero en esta época del año no hay enfermedades —les aseguró Zeggio—. La malaria llega en verano y el tifus en primavera. Estamos en la época más saludable del año.
—Bueno, siempre está la neumonía —señaló García—. Las afecciones severas de la garganta. Las congestiones pulmonares...
—Ese es mi García—terció Peter—. Siempre mirando el lado positivo de la vida.
Zeggio los condujo a través del gran recibidor hacia una de las estancias orientadas al canal.
—Ya lo verán —insistió—. Venecia es más agradable que cualquier otra ciudad de tierra firme durante el otoño y el invierno. Por eso todo el mundo vuelve el día de san Martín.
Todos, salvo ella.
Antes de regresar a la ciudad estaba en Mira, en la villa veraniega del conde de Magny, un amigo de su etapa parisina y posiblemente un antiguo amante... que todavía lo era. Había rumores contradictorios al respecto. El problema era que a finales de agosto y después de mantener una serie de conversaciones con el superior de Peter, lord Quentin, la «dama» había dejado a Magny al cuidado de las bellezas autóctonas de la población y había regresado a Venecia con todo su equipaje. Puesto que Quentin había sido incapaz de persuadirla de que le entregara ciertas cartas que obraban en su poder y un buen número de agentes habían sido incapaces de hacerse con ellas utilizando otros métodos menos directos, Su Ilustrísima había instado a James a que volviera al trabajo antes de que sus baúles estuvieran siquiera en la bodega del barco que lo llevaría a Inglaterra... lejos de una vez por todas de las conspiraciones, de los asesinos y de las putas despiadadas.
¿Cuándo había sido la última vez que habló con una persona respetable y normal, que tuviera secretos normales y corrientes? ¿Cuándo había sido la última vez que estuvo entre un grupo de hombres y mujeres que no tuviesen nada que ver con los aspectos más sórdidos de la existencia humana? ¿Cuándo había sido la última vez que miró a los ojos a una mujer inocente que no fuera su hermana? No lo recordaba.
Su mirada recorrió la estancia donde se encontraba.
Aunque las sedas, los terciopelos y el tono dorado abundaban por doquier, el salón era mucho más modesto que el portego. Y más acogedor en un día tan atípicamente frío, ya que habían encendido el fuego antes de que llegaran.
Sin embargo, en conjunto tenía un aire deslucido.
—Pasado de moda y deslucido —sentenció García después de mirarlo todo con ojo crítico.
—Venecia es como una hermosa cortigiana, como una cortesana... —Zeggio hizo una pausa y frunció el ceño como si estuviera buscando las palabras adecuadas—, en la hora de la dificultad.
—En tiempos difíciles —lo corrigió Peter.
—En tiempos difíciles —repitió el gondolero, tras lo cual lo hizo unas cuantas veces más, pero en voz baja—. Lo entiendo. Es lo mismo, pero no es igual.
Peter se acercó a una ventana para mirar al otro lado del estrecho canal. Una silueta femenina pasó por delante de una ventana iluminada en el palazzo vecino y regresó poco después para detenerse tras el cristal. Aunque la lluvia lo oscurecía todo y tenía por costumbre mantenerse siempre alejado de la luz, por no mencionar que la tracería de la ventana lo mantenía prácticamente oculto, se internó en las sombras.
—La signora está hoy en casa —informó Zeggio, que se acercó a la ventana—. Su amiga también estará con ella. Sí, justo como pensaba. Esa es la góndola de la signorina Igarzabal. Toman juntas el té casi todos los días. Son así. —Alzó una mano y unió los dedos índice y corazón—. Como hermanas. Las amigas de madame la han seguido a Venecia, porque cuando ella se marcha, cualquier sitio es aburrido. Pero aquí nunca nos aburrimos. Aunque estemos a mediados de septiembre tenemos ópera, ballet, obras de teatro. Y poco después de Navidad, el carnaval.
Peter mantuvo la vista clavada en el exterior.
—García, si el carnaval empieza antes de que nos marchemos —dijo—, haz el favor de pegarme un tiro.
—Sí, señor —respondió el criado—. En ese caso supongo que querrá ponerse manos a la obra de inmediato.
Peter asintió con la cabeza.
—Zeggio, averigua adónde irá esta noche. Quiero vestirme adecuadamente.
—A La Fenice, sin duda —respondió el aludido.
—Ah, sí. El espléndido teatro de Venecia —dijo Peter—. El mejor lugar para lucirse.
—Es que esta noche representan “La Gazza Ladra” —explicó Zeggio—, la obra de Rossini.
—“La urraca ladrona” —tradujo Peter para que García lo entendiera, ya que entre los numerosos talentos de este no se encontraba el don de lenguas.
—Siempre, siempre va a esa ópera —dijo Zeggio—. Pero lo preguntaré para estar seguro. Después dispondré que alguien Ir lleve a su palco para que los presente, ¿de acuerdo?
—No quiero tener contacto con ella hasta conocerla mejor—advirtió—. Primero quiero estudiar el terreno; con un par de días me bastará.
—El jefe quiere vigilar sus movimientos para conocerla mejor —explicó García a Zeggio—. Pero las mujeres nunca han sido un problema para él. Estoy seguro de que la engatusaremos muy pronto.
—Más nos vale —señaló Peter justo cuando una góndola enorme conducida por dos remeros se acercaba al palazzo Neroni—. ¿Quién es?
Zeggio la observó un instante.
—¡Ah, ese! Llegó pocos días después de que ella volviera. Es el príncipe heredero de Gilenia. Muy guapo con sus rizos rubios. Un poco bobo, pero dicen que madame siente predilección por él.
Gilenia era apenas un puntito invisible en el mapa de Europa, pero parte del trabajo de Peter consistía en conocer todos esos puntitos invisibles.
—El príncipe Pablo —dijo—. Un muchacho de veintiún años nada más, ¿no?
—Con todo el respeto, señor, usted tenía seis años menos cuando fue reclutado —le recordó García.
—Cierto —confirmó Zeggio—. El signor Lanzani es una leyenda. Yo casi lo creía un mito hasta que lo vi en persona.
—Entre el problemático hijo de un aristócrata inglés y el heredero de una de las monarquías más antiguas de Europa hay una considerable diferencia—apostilló él—. Los miembros de las casas reales están mucho más protegidos. Y los miembros de la casa real de Gilenia están protegidos entre algodones. Me sorprende que sus padres le hayan permitido volar lejos del nido.
—Lo han enviado con un numeroso séquito —dijo Zeggio—. Todos los diplomáticos intentan ganarse sus favores. Esa es una de las dificultades que tiene con las damas: nunca está solo.
—Eso debe de asegurarle experiencias muy interesantes en las dependencias íntimas de las damas —repuso—. Si acaso tiene alguna, cosa que me parece poco probable.
—¿Cree que el muchacho es virgen? —preguntó García.
—Yo no apostaría por ello —contestó—. Pero sus experiencias en esas lides serán muy limitadas. —Hizo un gesto para restarle importancia—. No nos causará problemas. Y si Magny sigue en su villa como el resto de las personas sensatas, tampoco preveo dificultades por su parte.
—¿Y la dama? —preguntó Zeggio.
—¡Ah! El jefe nunca tiene problemas con las damas —respondió García—. Ninguno.

Mientras tanto, en Londres...

Mateo Talarico, el barón Rinaldi, estaba sentado tras su escritorio. Aunque ya había cumplido cuarenta años, su cabello rubio oscuro seguía siendo abundante, tenía unos ojos verdosos de mirada clara, y prácticamente tenía todos los dientes. En definitiva, pese a su baja estatura y su complexión delgada, estaba considerado como uno de los hombres más atractivos de Inglaterra.
Si la gente tuviera oportunidad de ver al hombre que existía tras la fachada, tal vez cambiase de opinión.
En ese momento guardaba bastante parecido con su yo interno, ya que observaba ceñudo la carta que tenía delante. El papel estaba arrugado, como si lo hubiera reducido a una bola varias veces antes de volver a alisarlo.
La mayoría de las cartas procedentes de su ex esposa padecía el mismo destino. Aunque por extraño que pareciera, ninguna acababa en el fuego.
Frente a él había una mujer morena alta, que observó la carta un instante antes de mirarlo a la cara. La expresión de Candela Vetrano era la de alguien que había observado la misma escena en incontables ocasiones. Sin embargo, no llegó a poner sus hermosos ojos en blanco. La amante de Rinaldi, puesto que ocupaba desde hacía más de veinte años (junto con el de cómplice en todas sus conspiraciones), era muy consciente de que en ese caso en particular los planes no habían salido tal como ambos habían esperado que salieran.
Rinaldi había recibido otra carta de su esposa. Y, como era habitual, lo había puesto de mal humor.
—Esa zorra —espetó.
—Lo sé, querido, pero dentro de poco tiempo no te causará ningún problema más.
—Desde luego que no —convino él—. Todo está preparado. Esta mañana me llegó un mensaje. Eugenia Suarez ya ha salido de la prisión. Nos ha costado mucho, tanteen tiempo como en dinero, pero ya está hecho, así que ya debe de estar de camino a Verana, si no ha llegado ya.
En esa ocasión le tocó a Candela fruncir el ceño. Sabía que Eugenia Suarez era una de las muchas mujeres que Rinaldi había utilizado a lo largo de los años. Cada una de ellas creía ser la única a la que Su Señoría amaba realmente. Ella, que estaba al tanto de la verdad, alentaba dichas relaciones. Formaban parte del negocio que ambos tenían entre manos y dicho negocio no era otro que el de amasar poder. De no haber sido así, habrían cometido la tontería de casarse muchísimos años antes. Pero como eran ambiciosos, almas gemelas en todos los aspectos, habían contraído matrimonio con otras personas. En la actualidad ella era viuda y él estaba divorciado. Sin embargo, dudaban a la hora de casarse ya que preferían hacerlo cuando hubieran logrado el objetivo final: que Rinaldi ocupara el cargo de primer ministro y que su ex esposa estuviera fuera de combate. En definitiva, solo se casarían cuando estuviera completamente segura de que nadie más conocía al hombre que se escondía tras esa fachada, porque no tenía la menor intención de sufrir las consecuencias estando a su lado, en caso de que saliera a la luz.
—Sé lo que estás pensando —dijo lord Rinaldi—. Preferirías que hubiera contratado a otra persona para recuperar las cartas.
—Suarez es prácticamente analfabeta —señaló Candela.
—Reconocerá mi letra —afirmó él—. Le he enviado bastantes cartas de amor para que la conozca. Le dirán los nombres que tiene que buscar. Eso es lo único que necesita saber.
—Recuerda que está un poco desequilibrada.
—Me da igual lo que le haga a Lali siempre y cuando recupere las cartas —replicó él.
—Soy de la misma opinión, querido, te lo aseguro. Pero me gustaría asegurarme de que Eugenia tiene las cartas antes de que tu ex esposa sufra un accidente fatal.
—Marta no suele matar a otras mujeres —le aseguró Rinaldi, cuya mirada volvió a la carta—. Lo más probable es que desfigure el precioso rostro de Lali. Eso hará que todos los amantes ricos de esa buscona salgan despavoridos.
Los amantes ricos eran el verdadero problema.
Cinco años antes Lali Esposito había robado de ese mismo escritorio un fajo de cartas que, de caer en manos de alguien que supiera cómo descifrar la correspondencia que mantenían los agentes secretos de los distintos países, podrían resultar letales.
Por suerte, en la época en que las robó, Lali era la mujer más odiada y despreciada de toda Gran Bretaña. Si hubiera intentado sacar a la luz las décadas que llevaba su marido negociando con los franceses, nadie la habría creído. Todos habrían pensado que las cartas eran falsificaciones, un intento despreciable por su parte de arrastrar por el fango en el que ella había acabado a un marido al que ya había maltratado sobradamente. Incluso este podría haber presentado cargos de difamación y sedición contra ella.
Sin embargo, Lali no había cometido ese error. Se limitó a marcharse al continente, donde se convirtió en una puta mientras que Mateo Talarico continuaba escalando posiciones en su partido hasta acabar obteniendo un título de barón.
Claro que a lo largo del camino había hecho algún que otro enemigo, y esas personas estaban buscando el modo de desacreditarlo. Uno de sus enemigos más peligrosos, lord Quentin, estaba en Italia. Y eso no presagiaba nada bueno.
Para más inri, su ex esposa también había escalado posiciones en el mundo en lugar de hundirse en la miseria y de morir empobrecida, enferma y loca como Candela y Rinaldi habían esperado que acabase. Lali se codeaba con hombres influyentes.
Y se había convertido en un problema. En un problema muy peligroso.

Mientras tanto, en Verona...

—¿¡Es que no lo entiendes!? —preguntó histérica Eugenia Suarez al caballero que había llevado el mensaje a la casita de campo que ocupaba—. He perdido a mis mejores hombres por culpa de ese cerdo romano, quienquiera que sea. Tres están lisiados, ¡no me sirven para nada! A otros seis se los llevaron los soldados y todavía siguen en prisión.
—A ti te hemos sacado —le recordó el mensajero—. Nos ha costado una fortuna en malditos sobornos.
—No merecía menos —replicó ella con la barbilla en alto—. Lord Rinaldi lo sabe. Pero ¿qué voy a hacer si no cuento con mis mejores hombres?
—Utiliza a los demás —contestó el mensajero.
Eugenia frunció el ceño mientras clavaba la mirada al otro lado de la estancia. Pasó junto al caballero en dirección a una estantería y dio la vuelta a la figurilla de una Virgen, a la que puso de cara a la pared.
—¿Por qué me mira así? —preguntó—. Sabe lo mucho que he sufrido. Ese canalla... ojalá arda en el infierno.
—Olvídate de ese canalla —le aconsejó el mensajero.
Eugenia se volvió y lo miró echando chispas por los ojos.
—¿¡Que lo olvide!? ¿Sabes lo que me hizo?
—Sé que te hizo perder los estribos, que montaste en cólera y que por eso acabaste en prisión y nos has costado...
—¡Mis esmeraldas! —gritó—. ¡Mis preciosas esmeraldas! ¡Se las llevó!
—Lo que tenemos entre manos es más importante que...
—¡Hubo reinas que lucieron mis esmeraldas! —siguió vociferando—. ¡Eran mías! —Se llevó un puño al pecho—. ¿Sabes lo que tuve que hacer para conseguirlas? ¿Para conseguir esas piedras tan preciosas? —Sus ojos oscuros se llenaron de lágrimas. Una mujer capaz de mutilar por diversión y de matar con una sonrisa en los labios lloraba por un puñado de piedras verdes...—. Las quería como si fueran mis hijas. Mis bebés. ¿Dónde voy a encontrar joyas que se les parezcan? Cuando dé con ese cerdo despreciable que me las robó...
—Ya tendrás tiempo de buscarlo luego. Ahora...
—¿Quién era? ¿Quién es ese hombre?
—No lo sabemos. No tenemos tiempo para investigar. Olvídalo. Olvídate de las esmeraldas. Nunca las recuperarás. Han vuelto a las arcas reales de las que salieron.
—¡No! —Agarró la estatuilla de la Virgen y la arrojó al otro lado de la estancia, donde golpeó el respaldo de una silla y se hizo añicos—. ¿¡Que lo olvide!? ¡Eugenia Suarez nunca olvida! No me dejó ni un anillo. ¡Ni un anillo! ¡Nada! ¡Se lo llevó todo! ¡Todo!
—Ella tiene joyas —le recordó el mensajero—. Sus joyas son famosas.
El arrebato cesó de repente.
—La señora Esposito tiene zafiros, perlas, rubíes y diamantes —dijo el mensajero rompiendo el intenso silencio—. Y esmeraldas.
—¿Esmeraldas? —repitió Eugenia, que sonrió como una niña a la que acabaran de ofrecerle una golosina.
—Esmeraldas de gran calidad que pertenecieron a la emperatriz Josefina—contestó el caballero—. Hazte con las cartas y a nadie le importará que te lleves también unas cuantas fruslerías. En cuanto se las entregues a Su Señoría, él te dará las joyas de la corona.


Venecia
Esa noche en la ópera


Aunque la temporada social no había comenzado oficialmente, los palcos y el patio de butacas de La Fenice estaban ocupados casi en su totalidad. El motivo, concluyó James, se debía en parte a la representación de la popular obra de Rossini, La Gazza Ladra, y en parte al hecho de que Lali Esposito y sus amigas ocupaban una de las cuatro filas de palcos del teatro, concretamente la fila más cara. El número de personas atentas al escenario igualaba al de aquellas que miraban hacia arriba.
Claro que, siendo Venecia como era, otros muchos no hacían ni lo uno ni lo otro.
Como muy bien sabía James, los teatros italianos eran muy distintos de los ingleses. En Italia los teatros eran simples centros sociales. Las escalinatas y las salas de refrigerios eran inmensas porque tenían que acoger a un gran número de personas. Los amplios vestíbulos se utilizaban hasta hacía relativamente poco tiempo para jugar a las cartas y apostar. Sin embargo, desde que las apuestas se prohibieron, los asistentes se limitaban a jugar al backgammon.
Durante la temporada social las clases ilustradas asistían al teatro cuatro o cinco días a la semana y, dado que era una especie de hogar fuera del hogar, los palcos eran inmensos y estaban amueblados al estilo de cualquier salón, por la sencilla razón de que se utilizaban para los mismos fines. Desde alguno de ellos ni siquiera se veía el escenario...
Muchos ni siquiera atendían a la representación de la obra mientras los intérpretes estaban en escena. En cambio, jugaban a las cartas, coqueteaban y se entregaban al juego de la seducción. Los criados iban de un lado para otro. La ópera o la obra de teatro solo eran una distracción de fondo que daba color y música a la velada, nada más.
Sin embargo, en ciertos momentos muy concretos —al inicio de algún aria muy conocida, por ejemplo— la audiencia guardaba silencio y escuchaba con emoción.
Peter entró en el palco donde se rendía pleitesía a Lali Esposito no precisamente durante uno de dichos silencios. Los actores que estaban en el escenario gritaban y se chillaban los unos a los otros, pero nadie les prestaba la menor atención.
Como tampoco se la prestaron a él. Se había vestido con peluca y librea como uno más de los criados que entraban y salían, llevando comida, vino o algún que otro chal. Representar el papel de criado era fácil, ya que aquellos a quienes servían ni siquiera reparaban en su presencia. Podría apuñalar en el cuello al príncipe heredero de Gilenia delante de una veintena de testigos y ninguno sería capaz de identificarlo después como el asesino. Nadie recordaría ni la peluca ni la librea que llevaba.
Y lo sabía porque ya había eliminado a dos sabandijas inmundas en esas circunstancias.
Pablo, sin embargo, era un simple obstáculo en el camino. Dada la reputación de la dama, era de esperar que hubiera un hombre, o varios, que le impidieran llegar hasta ella, pero prefería que fuera uno joven y no demasiado inteligente. El conde de Magny, un francés que contaba con las ventajas de la edad y la experiencia —una de estas era no haber perdido la cabeza, literalmente hablando, durante la época del Terror ni después—, habría sido un obstáculo mucho más difícil de salvar.
Su atención pasó del muchacho rubio a la ramera que estaba sentada a su lado. Ambos ocupaban la parte frontal del palco, y Pablo había logrado sentarse en el sitio de honor, a la derecha de Lali Esposito, a la cual miraba con devoción. Ella, en cambio, tenía la vista clavada en el escenario y fingía no percatarse de las muestras de adoración.
Desde el sitio que Peter ocupaba, solo alcanzaba a ver la parte posterior de su persona: la elegante curva de su cuello y sus hombros. El pelo, que llevaba recogido en un artístico peinado, era de un oscuro tono castaño con reflejos rojizos allí donde le daba la luz. Los mechones que le rozaban el cuello le otorgaban una apariencia sutilmente despeinada, pero no como si acabara de levantarse de la cama, sino como si acabara de darse un revolcón con un amante.
Sutil.
Y efectivo. Hasta él, un hombre curtido, fue víctima del efecto: el cosquilleo en el vientre, la distracción de todo lo demás y la dificultad para pensar con claridad.
Claro que más le valía ser buena a la hora de excitar a los hombres, habida cuenta de lo que cobraba...
Su mirada descendió.
Un collar de zafiros y diamantes adornaba ese cuello largo y aterciopelado. De sus orejas colgaban los pendientes a juego. Pablo se inclinó hacia ella para decirle algo al oído y en ese momento el chal se deslizó por sus hombros.
Y James se quedó boquiabierto.
¡El vestido le dejaba prácticamente toda la espalda al descubierto! Para poder llevar semejante diseño, debía de haber encargado un corsé especial.
En el omóplato derecho, que quedaba totalmente a la vista, distinguió una extraña marca de nacimiento.
A la postre, consiguió dominar la cara de asombro, meter la lengua en la boca y devolver ambos ojos a sus órbitas.
Bueno, debía reconocer que la muy pécora era una descarada, de eso no cabía duda. Claro que ya decía mucho de ella que alguien le hubiera regalado esos zafiros como pago por sus servicios. No estaba seguro de haber visto ningunos tan valiosos; cosa rara, ya que había visto —y robado— montones de joyas. Sobrepasaban incluso a las esmeraldas que había arrebatado a Eugenia Suarez unos meses atrás.
Con una botella en la mano, se acercó a la pareja para llenar sus copas.
Pablo, que estaba tan cerca de ella que sus rubios tirabuzones amenazaban con enredarse en los pendientes de ella en cualquier momento, se separó un poco y frunció el ceño. Acto seguido agarró su monóculo y estudió con atención la marca que Lali tenía en la espalda.
—¡Es una serpiente! —exclamó.
«¿Ah, sí?», pensó Peter, mientras se acercaba, sorprendido. El príncipe tenía razón. No era una marca de nacimiento, sino un tatuaje.
—¡Tú! ¿Cómo te atreves á mirar a la dama de esa forma tan obscena? —preguntó Pablo, dirigiéndose a él—. ¡Insolente! Aparta la mirada de ella y ten cuidado de no derramar...
—¡Oh! —exclamó Peter con un hilo de voz al tiempo que la botella de vino que llevaba en la mano se volcaba y su contenido se derramaba sobre la parte delantera de los pantalones de Su Alteza.
Pablo contempló, mortificado, la mancha oscura que se extendía por su entrepierna.
—Perdono, perdono —se disculpó Peter con una falsa expresión contrita—. Sono mortifícato, eccellenza. —Cogió la servilleta que llevaba en el brazo y comenzó a frotar sin mucha delicadeza la zona húmeda.
Lali Esposito siguió pendiente de lo que ocurría en el escenario, pero Peter se dio cuenta de que sus hombros se agitaban en un momento dado. También se percató de la risilla que se le escapaba a la otra dama que ocupaba el palco, sentada a la izquierda de su posición. En lugar de mirar, James siguió frotando vigorosamente la mancha.
—¡Para! —exclamó el príncipe apartándole la mano, colorado como un tomate—. ¡Ya basta! ¡Fuera! ¡Ottar! ¿Dónde está mi criado? ¡Ottar!
En ese momento varios cientos de cabezas se volvieron al unísono para sisear enfadadas, pidiendo silencio.
El aria de Ninetta estaba a punto de comenzar.
—Perdonatemi, perdonatemi —susurró Peter—. Mi displace, mi displace. —Mientras proseguía con la retahíla de disculpas, fue alejándose caminando hacia atrás con la actitud avergonzada y temerosa propia de un sirviente.
La Esposito se volvió en ese momento y lo miró a la cara.
Debería haber estado preparado. Debería haber actuado de forma instintiva, pero por algún motivo no fue así. Tardó más de la cuenta en reaccionar. Sus miradas se encontraron y la inusual belleza de ese rostro lo dejó traspuesto.
Isis, la había llamado lord Byron, en honor a la diosa egipcia. Por fin entendía la razón: esos ojos almendrados de un extraño color verde... la boca grande... la exótica forma de su nariz, sus pómulos y su mentón...
En ese momento sintió la fuerza de su impacto, la fuerza de su increíble rostro, como si fuera un puñetazo. Una oleada abrasadora lo recorrió de arriba abajo y de abajo arriba varias veces a una velocidad que lo dejó desconcertado.
Apenas fue un abrir y cerrar de ojos realmente; a fin de cuentas, tenía experiencia en esas lides. Sin embargo, cuando apartó la vista era consciente, muy consciente, de que había reaccionado con lentitud, y eso lo enfurecía.
Era consciente, muy consciente, de que ella lo había descolocado, y eso también lo enfurecía.
Una mirada. Una simple mirada.
Que todavía seguía sobre él.
La Esposito lo miró de arriba abajo. De abajo arriba. Y después desvió la vista de nuevo hacia el escenario.
Sin embargo, justo antes de que se volviera del todo, Peter atisbo la pícara sonrisa que asomó a sus labios.

Primer cap!!!
Espero que os guste, comenten porfa!!!
Besos a todas. Ione
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Mais020291
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeDom Nov 13, 2011 6:56 pm

jajaja me gusta este Peter!
quiero más
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Vero_me
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeDom Nov 13, 2011 11:04 pm

Me he reído mucho, sobre todo al final con Peter, esta Lali tan segura de si misma me gusta. Está siendo muy interesante el principio de esta historia

QUIERO MAS!!
Besos guapísima
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LauCami
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeLun Nov 14, 2011 2:32 pm

Hola !!!!!!!!!!!!!! Recien hoy volvi a usar la compu, estoy en el trabajo y aprovecho.

Que lindo una nueva historia de Ione !!!!!!!!

Yupiiiiiiii, me alegraste la semanita que viene bstante complicada por estos lares .....

Mas tarde leo la nove y ocmento pero por lo que lei en los comentarios de las chicas ...... se viene bastante bien la mano.

Gracias por subir una nueva nove al foro y gracias por seguir deleitandome con estos escritos hermosos

Besos enormes !!!!!!!!!!!!

Lau





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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeLun Nov 14, 2011 6:21 pm

CAPÍTULO 02



Y los extensos canales de un lado para otro recorren, y bajo el Rialto pasan, de noche y de día, da igual el ritmo, deprisa o despacio, y junto a los teatros se agolpan, cual oscura multitud, esperando con su tétrica librea negra...
Pero su fin no es nada tétrico, pues a veces de diversión son fuente, como los cortejos fúnebres cuando el sepelio acaba.
LORD BYRON
Beppo



Las dos mujeres se reían como colegialas mientras la góndola en la que viajaban sorteaba la oscura multitud agolpada en la puerta trasera de La Fenice.
—¿Viste la cara de Pablo cuando volvió y se encontró al conde ruso en su lugar? —preguntó Rocio—. Parecía un niño con esos tirabuzones rubios. Y se quedó de pie como un niño, con la boca abierta. —Imitó la expresión estupefacta del príncipe—. Pobrecillo. Se quedó muy desilusionado.
—Un niño... tú lo has dicho —dijo Lali—. Es como un cachorro... y no sé si tengo la paciencia necesaria para adiestrarlo.
—Los jóvenes tienen mucha energía—señaló Rocio—. Pero suelen ser muy torpes.
—Y tienen mucha prisa —añadió Lali—. Aunque, claro, es muy guapo.
—Y es un príncipe. Y tiene una inmensa fortuna. Y un carácter generoso.
—Sería un triunfo, lo admito —confesó Lali.
—Y a pesar de eso, dudas. ¿Es por el conde de Magny?
—El conde no ejerce el menor poder sobre mí—contestó.
—No seguirás enfadada con él, ¿verdad?
—Ya estoy harta de que los hombres me digan lo que tengo que hacer... y el conde tuvo la osadía de aconsejarme sobre mis amantes. Incluso le puso pegas al márchese.
—¿A Bellaci? ¿Qué tiene que objetar sobre él? Cada vez que pienso en las joyas que te ha regalado, me pregunto cómo has podido dejarle.
—Año y medio mantenida por un solo hombre es más que suficiente—adujo Lali.
Cuanto más se prolongara la relación, mayor era el riesgo de crear lazos afectivos. Jamás volvería a hacer algo semejante.
—¿No echas de menos a tu apuesto márchese? —preguntó Rocio.
—Cuando un hombre se va, siempre me alegro de que se haya ido —contestó. Eso incluía a los dos únicos hombres a los que había amado en la vida: su padre y su esposo—. Aunque admito que Pablo carece de su savoir faire. Si un criado hubiera derramado vino sobre Bellaci, por ejemplo, se habría limitado a hacer un chiste. Pablo se quedó estupefacto.
—Estaba avergonzado porque sucedió delante de ti —afirmó Rocio—. Me dio pena, pero también me hizo mucha gracia. ¡Menuda puntería tuvo el criado con el vino! Cualquiera diría que lo hizo a propósito.
—A mí me dio la misma impresión —comentó Lali—. ¿Sabes a quién servía?
—¿Qué más da? —repuso Rocio—. ¿Te fijaste en sus hombros? Buon Dio. —Comenzó a abanicarse a pesar de que la noche era fresca después de un día lluvioso—. ¿Y en sus piernas?
—Sí—contestó Lali—. Me fijé.
Se había fijado en que el criado tenía un cuerpo increíble. Se había fijado en sus anchos hombros y en sus largas y fuertes piernas, resaltadas por las calzas y las medias de su librea. Se había fijado en su forma de moverse, elegante y ágil como la de un gato, y recordó haber pensado que no tenía ni un pelo de torpe. Se habría fijado en más detalles de haber tenido la oportunidad. Una oportunidad que, sin embargo, nunca se presentó.
—Ojalá le hubiera visto la cara —dijo—. Pero no es de buen gusto iluminar demasiado el palco.
—No, no, nunca demasiada luz—convino Rocio—. La luz debe ser la apropiada para crear un ambiente íntimo de palabras seductoras y bromas picantes. Es una lástima que no volviera para estudiarlo a fondo. A título personal, me habría encantado estudiarlo con las manos... tal vez con la boca.
—Y en caso de que fuera feo, podrías haberle tapado la cara con una toalla —sugirió Lali—. Feo o no, fue muy descortés de su parte no volver. Comparado con los demás, su presencia resultó una grata distracción.
—¿Por qué los aristócratas nunca tienen esa planta? —quiso saber Rocio.
—Porque los aristócratas no ejercitan sus músculos realizando un trabajo físico—contestó.
—Yo le habría dejado ejercitar sus músculos conmigo —dijo Rocio—. Para evitar que se reblandezcan, ya me entiendes.
A la mente de Lali acudió la imagen de unas piernas masculinas enredadas con las suyas. Sintió una bocanada de calor en todo el cuerpo.
—Eres la generosidad personificada —le dijo a su amiga mientras se abanicaba—. Tienes un corazón tan generoso que deberías haberte metido a monja.
—Me habría metido a monja —dijo Rocio—, pero el hábito favorece muy poco. Y tanta oración es mala para las rodillas. No, no, esa vida no era para mí. Yo nací para ser una pelandusca.
—Igual que yo —admitió Lali. Agitó una mano y desterró de su mente todas las imágenes lascivas sobre criados excesivamente viriles—. Míralo de esta manera: si yo no fuera una pelandusca, ahora mismo no estaría aquí, riéndome con mi mejor amiga.
Después de medianoche, cuando acababan las funciones en los teatros y comenzaban las fiestas, los faroles de cientos de góndolas iluminaban los canales y la luz de las velas parpadeaba en las ventanas de los palacios. En Venecia, sin el ruido de las ruedas de los carruajes ni de los cascos de los caballos sobre los adoquines, las personas se movían en un silencio interrumpido solo por sus voces. Al transmitirse sobre el agua, las conversaciones se distorsionaban y flotaban a su alrededor, como si estuviera en un enorme salón.
Sin embargo, era muchísimo mejor que cualquier salón, pensó Lali. Nadie tenía que interpretar un papel y entablar una conversación formal. Se podía flotar en el agua sin más y, en las noches despejadas como esa, dejar abierto el felze y contemplar las estrellas. Se podía, como estaba haciendo ella en ese momento, escuchar voces que cantaban y, a lo lejos, los conmovedores acordes de un violín. Incluso en sus momentos más bulliciosos, Venecia seguía siendo mucho más tranquila que otras ciudades.
De repente surgió una figura de las sombras que saltó hacia la góndola y cayó a los pies de Uliva, el gondolero que remaba en la proa.
Sucedió tan rápido que a Lali no le dio tiempo ni de gritar. Uliva reaccionó más deprisa. Sin embargo, cuando Dumini, el gondolero de popa, dejó también de remar a fin de enfrentarse al intruso, lo escucharon susurrar:
—Tened piedad, os lo ruego. ¡Tened piedad!
La figura se puso de rodillas. Resultó ser un hombre ataviado con una capa y un sombrero de ala ancha. A la tenue luz del farol de la góndola, Lali no podía distinguir sus rasgos, solo un largo y delgado bigote y una perilla puntiaguda. Le recordaba al retrato de un aristócrata del siglo XVII que había visto en una ocasión.
¿En Londres? ¿En Florencia? ¿En el palazzo Manfrini? Ya no estaba de moda que los europeos se dejaran barba o bigote, y mucho menos con un estilo tan curioso.
—Les ruego humildemente, señores de los remos, que no me traicionen —dijo el hombre en italiano con un marcado acento extranjero—. Por favor, soy inofensivo. —Se apartó la capa y enseñó las manos—. Ni pistolas. Ni estilete. Nada.
En ese momento el desconocido se percató de que había dos mujeres observándolo.
—Es una manera muy novedosa de llamar nuestra atención —dijo Lali con voz tranquila, a pesar de que le palpitaba el corazón. Venecia era una de las ciudades más seguras del mundo. Pero ningún lugar era totalmente seguro para las mujeres, y bien que lo sabía. Su nerviosismo se acrecentó al recordar su encuentro con lord Quentin en Mira y lo que sucedió después.
—¡Ah, es usted inglesa! ¡Gracias a Dios! —dijo el desconocido, cambiando de lengua. Su inglés tenía un acento tan atroz como su espantoso italiano—. Mi italiano... nada bueno. Mi inglés menos malo. Mil perdones, “madames”. “Signorine”. Señoritas, eso quiero decir. Tengo un pequeño problema, eso es todo. —Miró a Uliva y dijo—: Tal vez podrían mover los remos más rápido, ¿no, señor barquero? —Imitó el gesto de remar—. Para que el bote se vaya lejos... ¿Sí? Antes de que haya problemas.
El enorme Uliva lo miró sin pestañear. Al otro lado de la cabina, Dumini sin duda esperaba la señal de su compañero. Uliva podía tirar por la borda al desconocido o dejarlo sin sentido con el remo. Sin embargo, y a pesar de que era imposible saber la posición social del hombre por su ridículo acento, se comportaba con los ademanes típicos de un aristócrata.
Eso no quería decir que fuera de fiar, pero ponía en duda a los gondoleros.
El desconocido se dirigió a Lali.
—Sé que es rara mi repentina aparición. Pero he aquí la causa: visito a una dama de pechos muy hermosos. —Señaló con una mano—. Vive en esa casa. Pero, por desgracia, el hombre de la dama... ¿Cómo se dice?
—El marido —contestó Rocio.
—Ese mismo —convino el desconocido—. El marido vuelve a casa pronto porque tuvo una ¿desarmonía? ¿Cómo se dice cuando se gritan el uno al otro? Porque tuvo una contienda con su amante.
—¿Se refiere a una discusión? —puntualizó Rocio, que miró a Lali con expresión risueña.
—Discusión, eso —dijo el hombre—. Y luego conmigo... —Se golpeó el pecho—. ¡Luego pelea conmigo! ¿Qué he hecho yo? Casi no me da tiempo para subir mis pantaloni. ¿Cómo se dice? Mis calzas, que están en los tobillos. —Se señaló los pies—. El marido me grita —explicó indignado—. Me persigue con un gran cuchillo.
Rocio se echó a reír.
Y Lali no pudo contener una sonrisa. Se habían topado con hombres así antes. Algunas de las aventuras románticas de lord Byron eran igual de graciosas. Hizo una señal al gondolero para que reanudara la marcha.
Uliva se encogió de hombros. Al fin y al cabo, estaba en Venecia. La góndola reemprendió su recorrido por el canal sin incidentes.
El desconocido se tocó el ala del sombrero antes de lanzarle un beso con la mano.
—Es muy amable al prestarme ayuda. Muy generosa. Lo de esta noche es inaudito. Esa mujer está casada, no es virgen. Aquí todas las casadas tienen amantes, ¿verdad?
—Una esposa virtuosa solo tiene un amante —le explicó Rocio—. Pero en ocasiones el marido se vuelve loco, como si tuviera veinte. Este en concreto parece que estaba de mal humor porque se había peleado con su amante. Aunque admito que es inaudito que un marido veneciano se moleste por el amoroso de su esposa.
—Es normal que una mujer casada tenga un par de amantes —terció Lali—. Aunque una esposa con veinte amantes es un poco extravagante. Porque la gente hablaría. Usted debe de ser nuevo en Venecia.
—Ay, sí. —Se enjugó la frente, ladeando el curioso sombrero—. ¡Dios Santo! ¡Qué maleducado! Me llamo don Carlos Federico Manuel de Guardia Aparicio. Pero ustedes... —Se llevó una mano al corazón—. No, no me digan sus nombres. He muerto y son ángeles celestiales... aunque debo confesar —añadió con el ceño fruncido— que no esperaba ir al cielo. Mi madre siempre me dijo que iría al otro lugar.
—Sin duda alguna, nos verá allí a su debido tiempo —contestó Lali—. Pero de momento seguimos en Venecia. Yo soy Lali Esposito y esta es mi gran amiga Rocio Igarzabal, y no hace falta que se preocupe porque nuestros maridos vayan a perseguirlo con grandes cuchillos, ya que somos cortegiane.
—¡Ah, por supuestísimo! —dijo el desconocido—. Soy muy tonto. Debí haberlo visto de inmediato. La belleza, la elegancia, los costosos vestidos a la última moda. —Les lanzó unos cuantos besos con las manos.
—De cualquier modo, creo que ya está a salvo. ¿Dónde quiere bajarse?
—Me es poco importante —contestó el hombre. Se incorporó, ya que todavía estaba de rodillas, y se sentó con la misma facilidad con la que los remos se hundían en el agua.
En ese momento Lali se dio cuenta, con un sobresalto, de que era más grande de lo que pensaba. Sus largas piernas se habían doblado para acomodarse en el reducido espacio y aun así bloqueaban la parte delantera del felze. El hombro que se apoyaba contra la puerta abierta era muy ancho... y conocido. Intentó recordar dónde lo había visto antes.
El problema era que había muchísimos hombres apuestos en Italia... por no mencionar los incontables retratos y estatuas de magníficos ejemplares masculinos. Era muy posible que ese cuerpo, esa curiosa barba y el bigote le recordaran algún retrato que hubiera visto en el palazzo de alguien.
De cualquier modo, no tenía de qué preocuparse, se dijo. No era más que un hombre sentado en una góndola; no era más que un hombre a sus pies. Donde más le gustaba tenerlos, por cierto. Sin embargo, se le aceleró el corazón y fue consciente del nudo que se le había formado en el estómago.
«De inofensivo, nada —pensó—. Este no.»
Lo vio echarse hacia atrás y calarse el sombrero hasta los ojos antes de decir:
—Me complace ir a donde van ustedes, mis bellas damas. Yo soy un cortesano como ustedes. Ustedes atraen a los hombres y yo atraigo a las mujeres.
Era verdad, pensó Peter, mientras observaba a las damas por debajo del ala del sombrero. Ya se había prostituido con anterioridad por su país y volvía a hacerlo una vez más. Si pillaba la gonorrea y se le caía a trozos... pues mala suerte. Sus superiores no se compadecerían de él en absoluto. Los hombres acababan mutilados en la guerra, ¿no?; y él era un soldado, ¿no?; y encima mejor pagado que la mayoría. Esa sería su respuesta.
En cualquier caso, un hombre no prosperaba en ese negocio si carecía de capacidad de improvisación. Saltaba a la vista que Esposito era muchísimo más precavida y desconfiada que su amiga. Se había tensado como la cuerda de un arco cuando lo vio apoyarse en la puerta de la cabina, pero pareció relajarse cuando le oyó decir que se prostituía como ellas.
Él también estaba al acecho.
—Pero es un hombre —dijo Rocio, una mujer de ojos color miel y tiernos.
—Sí, gracias a Dios —asintió Peter—. Pero esta noche, si llego a ser un poco más lento, creo que no sería tan hombre como antes.
—Una cortesana es una mujer —señaló Rocio.
—¿Qué palabra, entonces? —preguntó él—. Mi inglés mejor que mi italiano, pero no es perfecto.
Rocio miró a su amiga.
—El hombre que se prostituye —añadió él— y que cobra mucho. ¿Cómo se llama en inglés?
—Marido —dijo Esposito. Y se echó a reír.
Peter se quedó sin aliento.
Había oído hablar de su risa, pero lo había descartado como otra leyenda más que los hombres creaban para justificar su idiotez ante una mujer.
Sabía —lo sabía muy bien— que estaba poniendo en práctica sus malas artes, y aun así la ronca invitación de su risa lo atrapó. Era la risa de una amante, que hacía pensar en bromas privadas entre revolcones bajo las sábanas, en secretos compartidos. Era una risa tan íntima que resultaba casi insoportable.
Como el canto de las sirenas qué llamaban al personaje aquel. A Ulises.
«Atadme al mástil», pensó.
Recordó la mirada que le había lanzado en el teatro, la sonrisa antes de apartar la vista. Era la misma sonrisa que Helena de Troya debió de lanzarle a Paris, la misma con la que Cleopatra engatusó a Marco Antonio.
¡La condenada era muy buena!
Eso la convertía en un desafío, y ¿no era eso precisamente lo que quería? ¿Acaso no había intentado zafarse de esa misión al principio porque, además de otros inconvenientes, la creyó una pérdida de tiempo? ¿No había dicho a sus superiores que cualquier novato podría quitarle a una mujer un fajo de cartas?
—¿Marido? —preguntó, fingiendo desconcierto—. Pero no, no me caso, solo hago esto. —Hizo con la mano un gesto que todo el mundo reconocía como representación del acto carnal—. Para hacer feliz a la mujer vieja, que a veces es fea, pero muy, muy hermosa en su monedero.
—Lali está bromeando —le aseguró Rocio—. Se refiere a los maridos ingleses. Los ingleses están locos. Ella es inglesa, pero solo está un poquito loca. —Miró a su amiga—. ¿Hay una palabra en inglés para eso? No se me ocurre ninguna. Hay cientos de palabras para las mujeres de mala vida como nosotras, pero ¿qué se dice para referirse a un cortesano?
—Aristócrata arruinado —contestó Esposito.
Peter contuvo una sonrisa. Ingenio, por supuesto. Las mejores putas lo tenían. La famosa ramera Harriette Wilson no era físicamente nada del otro mundo, salvo por su estupendo busto. Sus mejores bazas eran su vivacidad y su sentido del humor.
De momento, iban bien. Si Esposito se había relajado lo bastante para utilizar su afilada lengua, iba por buen camino.
—Es verdad —dijo con seriedad—. Tengo muchos hermanos y hermanas y yo soy uno de los jóvenes. —Eso al menos era cierto—. No hay bastante dinero para todos. Y por eso me he abierto camino en el mundo.
—Si quiere abrirse camino en Venecia —le advirtió Rocio—, deje que le dé un buen consejo: manténgase alejado de Elena da Mosta. Tiene la gonorrea. Se la pegó a lord Byron. Por eso Lali no lo aceptó, aunque era encantador y muy dulce con ella.
—Era encantador y dulce con cualquier mujer que le llamara la atención... que eran prácticamente todas las jovencitas que se cruzaban en su camino —apostilló Esposito—. No logro comprender cómo es posible que sepa quién le contagió la gonorrea de entre toda la multitud de mujeres con la que se acostaba.
—Pero quería a Lali muchísimo —insistió Rocio—. Le ha escrito poemas.
—Le escribe poemas a cualquiera —replicó Esposito—. Así es como se comunica con el mundo. Así es como vive el mundo. ¿Ha leído sus últimos poemas? —preguntó a Peter, inclinándose hacia delante con una expresión animada en su hermosísimo rostro—. ¿No le parecen increíbles, totalmente distintos de los demás?
La abrupta pregunta, la súbita sinceridad, lo pilló desprevenido.
«Pues sí, la verdad es que lo son», estuvo a punto de decir.
La vio hacer un gesto de impaciencia.
—Claro que no, ¿cómo va a leerlos? —se reprendió Lali—. Solo se han publicado en inglés. —Volvió a acomodarse en el asiento.
Lali maldijo en silencio. Había estado a punto de echar por tierra su tapadera.
Había leído los últimos poemas y se había quedado fascinado. Eran directos, coloquiales y muy distintos de todo lo que él consideraba el romanticismo trasnochado de “Las peregrinaciones de Childe Harold”. Sin embargo, no tenía a nadie con quien discutir sobre ese tema. En Londres habría sido diferente. En Londres habría podido encontrar fácilmente a un grupo de caballeros, una reunión en un club, en el salón de algún aristócrata, donde la gente hablara de poesía, música, teatro y libros.
No se podía encontrar ese tipo de gente —ni tampoco habría tiempo para discusiones literarias si lo encontrara— mientras se saltaba de ciudad en ciudad, de país en país, salvando el mundo.
—Me lee los poemas aunque no los comprendo del todo —dijo Rocio—. Hablo inglés bastante bien y practico con ella a todas horas. Pero me duele la cabeza si leo. La forma de escribir de los ingleses... ¿Dónde está la lógica? Soy incapaz de vérsela. Escriben como locos.
Peter asintió con la cabeza.
—Más fácil leer griego.
Esposito no les prestaba atención. Estaba apoyada en el vano de la ventana, contemplando el cielo nocturno.
Rocio siguió charlando amigablemente. Peter escuchaba solo a medias. El resto de su mente estaba pendiente de la otra mujer. Esposito se había puesto en guardia y se había distanciado de él. Lo sentía como si le hubiera dado un empujón con la mano.
De haber tenido la fuerza suficiente para tirarlo por la borda, seguro que lo habría hecho. No tenía muy claro qué había sucedido, qué la había llevado a retraerse, pero sentía su desconfianza vibrando en el aire.
Iba a ser muchísimo más difícil de lo que había imaginado en un principio.
Esa mujer no era otra Eugenia Suarez. Esa mujer era complicada. Tenía cerebro y algo más, aunque todavía no sabía qué era.
Sin embargo, no le cabía la menor duda de que Lali Esposito sería un desafío considerable. Y llevaba mucho tiempo sin disfrutar de un verdadero desafío.
Se le aceleró el corazón.
Tal vez iba a pasárselo en grande, después de todo.
Lali se libró de su nuevo amigo en el café Florian.
Después de que los teatros se vaciaran, los espectadores solían pasar dos o tres horas en las cafeterías. El café Florian, en la plaza de San Marcos, era el más popular entre los venecianos y los extranjeros que simpatizaban con su causa. Los soldados austríacos y sus aliados preferían el Quadri, que estaba enfrente. Al igual que los demás establecimientos venecianos de carácter social, el café Florian ofrecía una variopinta clientela procedente de muy diversas clases sociales y con distinto grado de respetabilidad.
Entre los asistentes de aquella noche se encontraba la condesa Emilia Attias de Monet. Los años tal vez la hubieran ajado un poco —tenía alrededor de sesenta—, pero ni su espíritu indomable ni su buen ojo a la hora de detectar a hombres jóvenes y apuestos se habían visto afectados en lo más mínimo.
Tres años antes había intentado conquistar a lord Byron.
Esa noche se lanzó a por don Carlos.
En cuanto la condesa tuvo al «atractivo» español entre sus garras, Lali dijo a Rocio que era hora de irse.
Nada más salir por la puerta, su amiga estalló en carcajadas.
—¡Eres muy mala! —exclamó.
—Dijo que quería hacer feliz a las mujeres viejas —repuso ella mientras cruzaban la plaza—. Tiene suerte. Acaba de caerle del cielo lo que estaba buscando.
—No la habría encontrado si no te hubieras abierto camino entre la multitud que rodeaba su mesa —le recordó Rocio—. ¿Qué pasa? ¿No te cae bien? Yo lo encuentro divertido. Me gustan los hombres que me hacen reír.
—A ti te gustan todos en general —replicó.
—Y a ti, en general, no te gusta ninguno —contraatacó su amiga.
—Sabes que prefiero a los perros —dijo Lali—. Pero un perro no puede darme la vida que he elegido y a la cual me he acostumbrado.
—Pues a mí me pareció que don Carlos era dulce —insistió Rocio.
Lali ladeó la cabeza.
—Demasiada pomada en el pelo. Cuando se quitó el sombrero, creí que tenía el pelo pintado en la cabeza. ¿Qué usará? ¿Grasa? Su ayuda de cámara debe de untársela a cucharadas soperas.
Eso la había dejado patidifusa. Cuando lo vio quitarse el sombrero en la cafetería, se percató de que llevaba el pelo rubio pegado al casco, con un lustre grasiento a la luz de las velas. Claro que la imagen no repugnó a la condesa de Monet. Seguramente ni siquiera se había fijado en su cabeza. La parte inferior de su cuerpo era muchísimo más interesante.
—Madame.
Lali se volvió.
—¡Maldición! —musitó.
El rubio príncipe de Gilenia se acercaba a ellas con una sonrisa.
—Por fin la encuentro —dijo el recién llegado—. He estado buscándola por todas partes. Tenía la esperanza de volver a verla en el café Florian.
Verse reemplazado por el conde ruso no había apaciguado su ardor mucho tiempo, o eso parecía.
La felicidad que brillaba en sus ojos era visible incluso a la tenue luz que bañaba las cercanías del Campanile, el campanario de la plaza de San Marcos. Hubo un tiempo en el que Mateo Talarico la había mirado de la misma manera, y esa idea hizo que le diera un vuelco el corazón. La polilla que acudía a la luz. La vieja historia. La misma historia de siempre.
Sintió la abrumadora e irracional necesidad de echarse a llorar. Mateo Talarico era un hombre traicionero. El que tenía delante era inocente. Detestaba la idea de decepcionarlo. Era como darle una patada a un cachorro.
Sin embargo, no estaba segura de desearlo. Además, la compasión no era el mejor modo de comenzar una relación. De todas formas, sabía que si se dejaba conquistar sin más, el príncipe pronto perdería el interés.
—La cafetería estaba atestada y hacía demasiado calor —dijo—. Y yo estoy cansada.
El hermoso rostro del príncipe se crispó de inmediato por la preocupación.
—Por supuesto —dijo—. El tiempo es muy extraño en esta ciudad. Un día hace mucho calor y el ambiente es como una sopa. Al siguiente llueve, hace frío y sopla el viento. Y allá adonde madame va, se congrega una multitud para admirarla. Ahora bien, le ruego que me conceda el honor de acompañarla hasta su casa.
—Gracias, Alteza, pero esta noche no —rehusó con dulzura—. En otra ocasión.
—Me preocupo por usted —dijo él—. Corren tiempos peligrosos. Por todos lados hay revueltas e insurrecciones. Hace muy poco asesinaron al duque de Berri.
—Es muy amable al preocuparse —repuso ella—. Y me halaga que me equipare al heredero al trono de Francia. —Le dio una palmadita en el brazo. El rostro del príncipe se iluminó ante la caricia.
Y a ella le remordió la conciencia.
—Pero le aseguro que estoy en las mejores manos —prosiguió Lali—. Mis gondoleros pueden enfrentarse a cualquier posible salteador o revolucionario. Buenas noches, Alteza.
Le hizo una profunda reverencia, ofreciéndole una vista espectacular de sus pechos. Rocio la imitó. Y después, mientras el príncipe parpadeaba obviamente deslumbrado por el espectáculo, ella tomó el brazo de Rocio y se alejó.
En un santiamén dejaron atrás el Campanile, la plaza de San Marcos, el Palacio Ducal y el palacio de la moneda. La zona estaba muy concurrida a esa hora de la noche. Saludó con la cabeza a unos cuantos conocidos con los que se cruzó por el embarcadero.
El inusual silencio de Rocio mientras caminaban hacia la góndola que las esperaba en el canal le resultó desconcertante.
Su amiga no volvió a hablar hasta que estuvieron acomodadas en la góndola y dejaron atrás los palacios del Gran Canal.
—Pobrecillo—dijo.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que me acueste con él por lástima?
—Yo lo haría.
—Pues yo no puedo —le aseguró—. Necesito un amante, un acuerdo formal, no una aventurilla de una noche.
—Lo sé. No es bueno para nuestra reputación acostarnos con todos los muchachos, u hombres, apuestos que se cruzan en nuestro camino. Si somos demasiado fáciles o demasiado baratas, perdemos nuestra posición. Nos volvemos vulgares, meras putas, meras puttane.
Desvió la mirada hacia las góndolas que pasaban por su lado, sorteando a sus congéneres mientras los faroles se bamboleaban en la oscuridad.
—Los hombres son inversiones —dijo Lali—. Deben escogerse con mucho cuidado y pensando siempre en el futuro.
—¿Crees que Pablo perderá interés si se acuesta contigo? —preguntó Rocio—. Porque yo no.
Lali se encogió de hombros.
—No estoy segura de lo que quiero en este momento. No es el único candidato que tengo.
—Parecías disfrutar de su compañía... —señaló Rocio mirando a su amiga— antes de que vieras al criado en La Fenice —añadió—. Creo que ha despertado tu imaginación.
—Pues claro que sí —reconoció Lali—. Como fantasía resulta entretenido. Pero como amante... es imposible. A menos que sea un ladrón de joyas. —Sonrió—. Un ladrón de joyas magnífico.
Rocio le devolvió la sonrisa. Las joyas eran un método fantástico para alcanzar la seguridad económica. Mucho mejor que los giros bancarios, porque era una inversión que se podía enseñar al mundo. Sabía de buena tinta, y Rocio la comprendía a la perfección, que a lord Rinaldi se lo llevaban los demonios cada vez que le comunicaba por carta su última adquisición. Era una venganza maravillosa.
Al pensar en él, se echó a reír; y Rocio, que sabía lo que estaba pensando, se sumó a sus risas.


Unas cuantas horas después
Peter estaba quitándose la perilla y el bigote frente al espejo ante la fascinada mirada de Zeggio.
—Siempre he creído que cuanto más sencillo es el disfraz, más eficaz —dijo—. La gente suele clasificar a los desconocidos por categorías: criados, extranjeros y demás. Y que no se te olvide que solo recuerdan lo inusual: una cicatriz, un bigote raro, un sombrero extravagante... El café Florian estaba bien iluminado y al ser un lugar cerrado tuve que quitarme el sombrero. Pero a Esposito le pareció tan asqueroso mi pelo que no se fijó en mis facciones. La próxima vez que nos encontremos no me reconocerá.
Zeggio asintió con la cabeza.
—Recordará la color y el cabello pegado a la cabeza. No sabe que es negro.
Y tanto que era negre. Sus mechones eran del color del carbon. Pero en ese preciso momento nadie lo imaginaría.
—¿Qué crees que debería hacer con mi pelo, García? —preguntó—. ¿Pasamos directamente al jabón o quieres cepillármelo primero?
—Me habría gustado más que se decantara por una peluca, señor.
—Se puede caer en una trifulca —dijo James—. No sabía si los gondoleros me echarían por la borda primero y harían las preguntas después. Creo que ha contratado a los gondoleros más grandes de toda Venecia. Ese tal Uliva tiene las manos como dos jamones. El agua no habría estropeado este peinado.
—Seguramente madame presiente problemas, signore —aventuró Zeggio—. La casa está muy bien protegida. Dos porteros. Uno en la fachada del canal y otro en la de la calle. Hemos intentado colarnos, pero es imposible. Aunque pudiéramos entrar, no sabríamos qué buscar ni dónde. ¿Cómo va a hacerlo?
—No lo haré —contestó.
Zeggio abrió los ojos de par en par.
—¿No?
Peter se echó a reír al ver la expresión de sus ojos oscuros.
—Se creyó muy lista al dejarme en manos de la condesa de Monet. Podría haberme escapado y seguir a la Esposito, pero ¿para qué? Cuando quiere librarse de un hombre, lo hace sin más. Ya se había hartado de mi presencia. No iba a conseguir nada persiguiéndola. Pero sí me enteré de muchas cosas prestando atención a lo que la gente decía de ella cuando se fue.
—El príncipe Pablo salió tras ella —dijo García a Zeggio—. ¿Qué consiguió con eso?
Peter no la había seguido, pero García y Zeggio sí. Se mezclaban sin problemas entre los gondoleros y los criados que pululaban por la plaza de San Marcos.
—Me aproveché de la oportunidad que me brindó —continuó—. La condesa de Monet es encantadora, locuaz y una mina de información. He descubierto más cosas con ella en media hora de lo que habría descubierto con Esposito en una semana. Esto, sumado a lo que he visto, me indica el camino a seguir.
Miró el rostro entusiasmado de Zeggio a través del espejo.
«En otra época sentí ese mismo entusiasmo por la aventura, ese entusiasmo por la caza —pensó—. ¿Adónde ha ido? ¿Y cuándo se fue?»
—Todo el mundo la persigue —dijo Peter—. Sabe cómo lidiar con eso. Así que será ella quien me persiga a mí. —Esbozó una sonrisa cruel—. Hasta que la cace.

Aqui tienen el segundo capitulo...largo ee!!!
Me voy a permitir el lujo de dedicarselo a LauCami,
animate guapisima!!!
Les comento que con esta novela se van a reir mucho jaja
Espero que os guste.
Muchos besos a todas en general y a Vero, Lau y Mais en perticular.
Chicas no me olvido de nadie.
Amo los comentarios que me dejan.
Un gran abrazo para todas.
Ione
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Vero_me
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeLun Nov 14, 2011 7:56 pm

Me encanta me encanta!!!! Es muy divertida, es como un juego y estas esperando a ver que ficha mueven los jugadores y que reacción tendrán ante cada movimiento.
Me gusta muchísimo. Quiero mas!!! Siempre quiero mas jajaja En serio es genial.
Besos guapísima.
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeMar Nov 15, 2011 6:41 pm

CAPÍTULO 03 (Parte 1)


Me declaro amante de la soledad,
entendida, claro está, no como la de un ermitaño,
sino como la de un sultán con un harén por refugio.

LORD BYRON
Don Juan, Canto I


Dos noches después.

En noches como aquella, Lali apreciaba enormemente su libertad. Primero había ido al teatro, después al café Florian y en ese momento, como Rocio había acudido a una cita, iba de vuelta a casa, donde podría sentarse un rato a leer.
No tendría que entablar conversación con nadie ni reprimir los bostezos. No tendría que ser brillante, ni divertida, ni arrebatadora. Ni siquiera agradable.
Sería una noche de autosatisfacción.
Estaba sentada en la góndola, con la barbilla apoyada en una mano, contemplando la ya conocida hilera de palazzi cercanos a su casa que iban dejando atrás. En ocasiones era maravilloso no tener que hablar con nadie, no tener siquiera que pensar, sino limitarse a disfrutar del momento y de los alrededores: las preciosas casas, que llevaban siglos en pie; la tranquilidad del canal, de la que se disfrutaba desde hacía siglos; la paz de esa extraña ciudad.
Ninguna de las ciudades en las que había estado desde que abandonó Inglaterra la relajaba como Venecia. Entendía muy bien por qué lord Byron se había sentido, en cierto modo, renacer en ella.
En ese momento de su vida no carecía de nada. Disfrutaba de una sólida situación económica. Era libre, de un modo que jamás habría podido soñar en su antigua vida. Tenía una amiga en quien podía confiar.
No necesitaba nada; salvo, tal vez, un amante que le diera varías horas de placer y que luego la dejara tranquila al marcharse. O tal vez sería mejor un perro, concluyó con una sonrisa. En lugar de los placeres carnales, un can le ofrecería su amor y su devoción de forma incondicional.
El problema era que los perros no podían comprarle diamantes. Ni rubíes, esmeraldas, zafiros, perlas, peridotos, amatistas, ni ningún otro miembro de esa familia.
Tendría que contentarse con un amante. La idea le arrancó una pequeña carcajada.
Alzó la vista hasta Ca' Munetti cuando la góndola se acercó a su casa. Arnaldo le había dicho que el nuevo inquilino estaba contratando más criados y que habían llegado varias embarcaciones con provisiones. Del inquilino en persona, Arnaldo no había averiguado nada. Zeggio, el gondolero, afirmaba que su señor deseaba tener privacidad; que había venido para estudiar con los monjes y concentrarse en su trabajo, cualquiera que fuese; que tal vez algún día asistiría al teatro, o visitaría alguna iglesia o palazzo para ver las obras de arte, pero que no deseaba frecuentar las conversazioni (los salones aristocráticos de Venecia o más bien lo que quedaba de ellos), las fiestas ni los restaurantes de los hoteles.
Había llegado a la conclusión de que su nuevo vecino era un solitario, aunque no por ello un ermitaño. Según sus fuentes, era de la misma edad de lord Byron, pero «tal vez más guapo». La silueta que de vez en cuando había vislumbrado tras las ventanas de Ca' Munetti indicaba que era un hombre muy alto.
El resto debía dejarlo a la imaginación. Y mientras se lo imaginaba, se olvidó por completo de la realidad.
Oyó el ligero chapoteo de unos remos, pero no le dio importancia.
La noche era oscura y los gondoleros tampoco avistaron el peligro hasta que fue demasiado tarde.
Y todo sucedió muy rápido.
Un ruido, y la góndola se balanceó con brusquedad.
Desvió la vista hacia la parte delantera de la embarcación a tiempo de ver que un hombre saltaba por la borda y se abalanzaba sobre Uliva, al que arrojó al agua de un empujón. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Lali intentó gritar, pero solo fue capaz de soltar una especie de gemido. Tenía un nudo en la garganta y el corazón le latía tan rápido que apenas podía respirar, apenas podía encontrar el aire necesario para llenarse los pulmones y pedir ayuda a gritos.
Fue consciente de más movimientos, más balanceos. Un golpe, un chapoteo. Se levantó de un salto y salió del felze, pero el atacante la devolvió al interior de un empujón y se lanzó sobre ella.
Se defendió con manos y piernas, pero el desconocido era demasiado grande, un bruto tan corpulento como un tonel. El hedor que desprendía su cuerpo estuvo a punto de asfixiarla.
Notó que la aferraba por el cuello. Intentó zafarse de sus manos arañándolo, pero era como tratar de mover un elefante. Intentó asestarle un rodillazo en la entrepierna tal como le habían enseñado a hacer, pero pesaba demasiado y no pudo mover las piernas. Lo oyó murmurar una obscenidad al tiempo que sus manos le oprimían aún más el cuello.
Peter había llegado media hora antes y se había puesto un batín sobre la camisa y los pantalones. Estaba de pie frente a la ventana con una copa de vino en la mano, al lado de Zeggio, cuando vio lo que sucedía.
Zeggio había estado vigilando la pequeña embarcación apostada a escasa distancia del palazzo Munetti desde la medianoche, según le había informado.
—No me gusta—le había dicho el agente—. Pero no quiero armar un escándalo porque llamaríamos la atención. ¿Qué opina, signore?
—A mí tampoco me gusta —contestó Peter.
Apenas había acabado de pronunciar la respuesta cuando la góndola de la Esposito apareció por el canal. Le faltaban pocos metros para llegar al embarcadero del palazzo Neroni cuando la pequeña embarcación salió de entre las sombras.
Alcanzó a ver a dos figuras en el bote.
Se acercaron a la góndola con rapidez.
Atacaron de improviso, sorprendiendo a los gondoleros.
El hombre que manejaba los remos se agarró a la borda de la góndola y se ayudó con las piernas para mantener el equilibrio del bote mientras su compañero saltaba a la góndola e iba directo a por el gondolero de proa. Después de arrojar al agua a Uliva y sin detenerse siquiera, se volvió, saltó sobre la cabina y atacó al segundo gondolero, que también acabó en el agua.
Y entonces fue a por ella.
Todo en menos de un minuto.
Sin embargo, menos de un minuto fue lo que tardó él en quitarse el batín y las zapatillas. Abrió la ventana, salió al balcón y saltó.
El atacante de Lali gruñó y relajó un poco las manos al tiempo que comenzaba a restregar la pelvis contra la de ella. Pese a las capas de ropa que los separaban —la pelliza, el vestido, las enaguas, la camisola y sus apestosos harapos—, la erección era evidente, al igual que lo era el hecho de que Lali no tenía la menor oportunidad de evitar que le hiciera lo que pensaba hacerle.
Estaba demasiado asustada para ponerse a vomitar, demasiado ocupada intentando respirar y no perder la consciencia. Ese bruto gigantesco estaba tendido sobre ella y su apestoso aliento le quemaba la cara.
Su mente registró los ruidos que procedían del exterior, pero no llegó a entender lo que sucedía. Estaba intentando arañar con una mano los gruesos dedos que se cerraban en torno a su cuello mientras con la otra buscaba cualquier cosa, algo que pudiera utilizar como arma.
Peter cayó muy cerca de la barca. Tan pronto como emergió, se agarró al borde y se impulsó hacia arriba con todas sus fuerzas. La pequeña embarcación volcó y el remero cayó al agua soltando una maldición y un chillido.
Entretanto, Peter nadó hasta la góndola, subió y corrió hacia el felze. El bruto que estaba atacando a Lali alzó la cabeza, sorprendido. Sin perder tiempo, Peter le rodeó el cuello con un brazo y apretó con fuerza, aprisionándolo contra su cuerpo. El rufián era enorme y se debatió con vigor, pero no durante mucho tiempo. Unos cuantos movimientos más y se quedó inerte.
Lo arrastró hasta el exterior, lo arrojó al canal y aguardó un poco mientras la oscura forma se perdía en las profundidades.
Cuando volvió al interior de la cabina, vio a Lali despatarrada entre el suelo y el asiento con las faldas subidas hasta las ligas y las medias caídas. Estaba jadeando y se asía la garganta con una mano.
Extendió un brazo para ayudarla, pero ella retrocedió al ver su mano y se volvió para ponerse de costado y tirarle la botella que había conseguido agarrar. Peter se agachó y la botella cayó al agua sin hacer el menor daño.
El alivio lo inundó, acompañado por una sensación tan fresca como el agua que chorreaba por su cuerpo. La abrasadora furia que lo consumía hasta entonces desapareció.
Puso los brazos en jarras y estalló en carcajadas. No pudo evitarlo. Todo era de lo más absurdo. Sobre todo él, en mangas de camisas y como una sopa.
—Ma amo solo te, dolcezza mia —dijo.
«Solo te quiero a ti, cariño.»
—Vai al diavolo! —soltó ella jadeando. Es decir, «¡Vete al cuerno!», en italiano, pero con un curioso acento inglés.
—Esa —replicó él, en inglés— es una respuesta grosera e ingrata después de haber destrozado mis mejores pantalones para salvarla. ¿O está justificada su ingratitud? —Se apartó el pelo mojado de la cara—. ¿Acaso he malinterpretado la situación y he interrumpido un apasionado encuentro? ¿Le gusta hacerlo a lo bruto?
Ella se incorporó mientras se arreglaba las faldas sobre sus largas y torneadas piernas. Bajo la mortecina luz del farol, tenía la cara blanca, los ojos desorbitados y unas profundas ojeras.
—¿A lo bruto? —repitió como si no lo entendiera—. ¿¡A lo bruto!? —Meneó la cabeza como si acabara de despertar de una pesadilla—. ¿Es usted inglés?
Ese hombre era real. Todo era real.
Estaba helada, temblorosa y sentía el amargor de la bilis en la garganta. Iba a vomitar.
Con los ojos clavados en la aparición que tenía delante, inspiró hondo e intentó aclararse las ideas.
Ese hombre no podía ser real.
Los hombres reales no tenían el físico de las estatuas griegas y romanas. Los hombres reales no tenían el físico de los dioses y los semidioses.
Sin embargo, respiraba con rapidez. Observó cómo ese ancho pecho subía y bajaba bajo la tela empapada de la camisa. El lino mojado se le pegaba a la piel y no dejaba nada a la imaginación. Veía perfectamente el contorno de los músculos de sus poderosos hombros, brazos y torso. Los pantalones mojados se ceñían a una cintura y unas caderas estrechas, y a unas largas y musculosas piernas.
Unas piernas larguísimas. ¿Había visto alguna vez a un hombre, a un hombre de carne y hueso, tan alto como ese? ¿O sería solo la impresión que le causaba al estar de pie a su lado mientras que ella yacía en el asiento de la cabina?
La primera impresión fue la de un rostro apuesto, de rasgos marcados y expresión tan gélida que bien podría haber sido una estatua. El amenazador semblante no acababa de encajar con los adorables mechones oscuros que le caían, empapados, sobre la frente.
Sintió un escalofrío, y después mucho calor. Un nuevo escalofrío. Calor. Entretanto, todo le daba vueltas mientras intentaba comprender qué había pasado. Mientras intentaba comprender un mundo que acababa de ponerse patas arriba y mientras intentaba comprender la presencia de ese hombre, que cambiaba de idioma como si no le costase trabajo hacerlo. En un momento parecía indiscutiblemente italiano y al siguiente era un perfecto inglés.
Bajó la mirada hacia la mano que le había ofrecido y que ella había rechazado. Era una mano grande y fuerte que poco antes había dejado a un bruto corpulento tan lacio como una muñeca de trapo. Había arrojado el cuerpo del enorme rufián por la borda con la misma facilidad con que lo habría hecho de haber sido una rata.
«¿Quién eres? ¿Qué eres?», se preguntó.
Se obligó a alzar la mirada, a mirar una vez más la cara que poco antes tenía esa expresión tan hosca y cruel. Seguía sin mostrar simpatía alguna, aunque se hubiera reído y en sus labios quedara todavía el atisbo de una sonrisa.
Ojalá regresara al canal. No era humano. Era un tritón, parte de una pesadilla de la que ansiaba despertarse con desesperación. Ojalá volviera a su medio natural, ojalá se desvaneciera como la aparición que por fuerza era.
Sin embargo, le había salvado la vida.
Al margen de quién fuera o qué era, le había salvado la vida.
Ningún hombre había acudido a rescatarla en los veintisiete años que llevaba en el mundo.
«¿Quién eres? —ansiaba gritar—. ¿¡Qué eres!?»
No obstante, lo que salió de sus labios fue la pregunta más ridícula que podía haber formulado:
—¿Es usted inglés?
Peter ya había decidido qué estrategia emplear para presentarse, aunque aquel no era el escenario que habría elegido.
—Hasta la médula —contestó.
La Esposito miró a su alrededor, confusa.
—No lo entiendo —dijo—. ¿Quiénes eran? ¿Por qué?
Hablaba con voz ronca y Peter sabía que si hubiera más luz, vería las marcas que los gruesos dedos del atacante le habían dejado en el cuello.
Peter notó que rebullía de ira; esa furia enloquecedora que había sentido poco antes.
Enloquecedora, desde luego.
Tenía sus prontos. Al fin y al cabo, era medio italiano...
Sin embargo, ni los prontos ni ningún otro tipo de emoción tenían cabida en su trabajo. Los impulsivos fracasaban en sus misiones. Los impulsivos eran la perdición de sus compañeros, que acababan muertos y torturados. Los impulsivos perdían dedos y extremidades. Acababan pudriéndose en algún agujero infestado de ratas, enterrados vivos o atados a una estaca en medio del desierto. Los impulsivos podían acabar de mil manejas diferentes, ninguna buena, y ese final siempre era lento y doloroso.
«Tranquilízate —se dijo—. Piensa.»
Saltaba a la vista que a ella ni se le había pasado por la cabeza que estuviera en peligro. Como a él, claro. Sus superiores no le habían dado el menor indicio de que así fuera. Ella no lo entendía. Él tampoco.
De todas formas, esa no era la primera vez que le contaban la mitad de la historia.
Siempre pintaban las misiones como algo fácil («Consigue las cartas») y siempre acababan convirtiéndose en un mare di merda.
Escudriñó el vecindario.
—No hay rastro de los supuestos asesinos, violadores, ladrones o lo que quiera que fuesen —dijo—. Ni del bote. Con un poco de suerte, quizá se hayan ahogado.
No le dijo que la suerte no era de la buena.
No le dijo que debería haberse mostrado más precavida.
Debería haber empleado otro método para inmovilizar al agresor que le había quitado de encima. Debería haberse asegurado de que seguía con vida para retenerlo e interrogarlo. El interrogatorio habría sido divertido.
Sin embargo, el muy cerdo estaba gimiendo mientras la estrangulaba. Mientras la ahogaba lentamente y se restregaba contra ella, sin importarle los parásitos y las enfermedades que portara.
Peter se había lanzado sobre él como un toro bravo.
Y ese individuo en concreto había desaparecido —o, más bien, había muerto— y el otro estaba también en el fondo del canal o había escapado.
Muy torpe por su parte. Un mal ejemplo para Zeggio, salir impulsivamente para salvar a una hermosa doncella de los dragones como si fuera un puñetero caballero andante.
Pero a lo hecho, pecho.
Se tensó al ver que dos cabezas emergían del agua, aunque no tardó en reconocer a Uliva.
—Ah, aquí están sus gondoleros —dijo—. Supuse que no tardarían mucho en reaparecer.
El episodio apenas había durado unos minutos, de principio a fin.
La noche anterior había estado estudiando con atención a los gondoleros y llegó a la conclusión que no sería fácil quitarlos de en medio. Posiblemente los atacantes no estuvieran al tanto del detalle.
Sin embargo, lo supieran los rufianes o no, no podía dejar que los gondoleros la rescataran.
Él mismo había estado a punto de llegar tarde. Sabía de buena tinta que se podía matar a una persona en un santiamén.
Observó a los dos fornidos remeros subir a la góndola.
—Llevad a la dama al palazzo, rápido —les ordenó en italiano—. Aseguraos de que se tome una copa de brandy.
Se acercó a la borda de la góndola. Se había alejado un poco de sus respectivos domicilios, pero no demasiado, y tampoco estaban precisamente en el Gran Canal, sino en un canal más estrecho. Además, ya estaba empapado. Con unas cuantas brazadas estaría en casa. Y el agua fría le sentaría bien.
Necesitaba alejarse de ese lugar. No estaba contento con la reacción que había demostrado esa noche. Ya lo había planeado todo de antemano: el lugar del encuentro y cómo manejarlo.
Se preparó para lanzarse al agua.
—¿Adónde va? —la oyó gritar—. ¿Dónde está su góndola? No irá a nadar, ¿verdad? ¡Espere! Ni siquiera sé quién es.
Se volvió para mirarla. Estaba lívida y parecía asustada. Recordó el orgulloso porte con el que se había alejado de él en el Florian. Recordó sus carcajadas, los pecaminosos placeres que prometían, y su sonrisa. La sonrisa del diablo.
Sintió una punzada, como si añorara algo, aunque fuera imposible porque no tenía nada que añorar. De todas formas, dio media vuelta desde el agua para encararse a ella y con expresión resignada le dijo:
—Soy su vecino de enfrente.

Hola!!!
Os dejo la primera parte del tercer capitulo.
Voy a subir los capitulos por partes
porque no me da tiempo a pasarlo todo.
Espero que os guste y que comenteis.
Muchos besos.
Ione
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Vero_me
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeMar Nov 15, 2011 7:33 pm

No puede ser que con cada cap me quede con mas intriga, que cosa emocionante pasará en el próximo? jajaja
Parece que a Peter le salió mal el plan no? jaja
Sin mas que decir: Me encanta!!!!
QUIERO MAS!!!!!
Besos guapísima
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeMiér Nov 16, 2011 6:18 pm

Capitulo 3 (parte 2)


Una hora más tarde

El vecino de Lali era más alto de lo que había creído en un principio, cuando había basado su estimación en la silueta que había visto por la ventana. Jamás se habría imaginado el fantástico cuerpo que tenía.
En ese momento dicho cuerpo y sus músculos no estaban tan claramente a la vista como lo habían estado poco antes. El recuerdo, sin embargo, estaba grabado a fuego en su mente; y los escalofríos y los calores volvieron a asaltarla cuando lo vio entrar, ya seco y con ropa limpia, en el gabinete que normalmente reservaba para las amistades más íntimas.
Llevaba una curiosa mezcla de prendas procedentes del guardarropa de alguno de sus criados más corpulentos. Las mangas de la camisa y de la chaqueta le quedaban cortas. El chaleco era demasiado ancho. Las calzas, también. Los zapatos no le quedaban del todo mal, pero saltaba a la vista que tampoco eran de su talla. Sin embargo, lucía el batiburrillo con la misma seguridad en sí mismo que había demostrado en la góndola, medio desnudo y chorreando agua.
Ella podría haberse puesto uno de sus seductores saltos de cama. Así habría estado más cómoda. Al fin y al cabo, era una ramera y no necesitaba interpretar el papel de dama recatada.
Sin embargo, después de frotarse vigorosamente para librarse del hedor, del contacto y del recuerdo del animal que la había atacado, ordenó a Thérèse, su doncella, que eligiera un vestido adecuado para tomar el té con algunos invitados.
Esa noche, o más bien esa mañana, tomar un té habría sido ridículo.
Arnaldo le había llevado una copa de brandy. Su salvador tomó un agradecido sorbo del suyo mientras observaba el acogedor gabinete contiguo al vestidor.
Lali estaba reclinada en el sofá, apoyada en los cojines.
—El vecino de enfrente. —Tomó un tembloroso sorbo de brandy—. No es de las presentaciones más esclarecedoras que he tenido el gusto de escuchar.
Pero era lo único que había obtenido hasta el momento. Su supuesto vecino la había metido en su palazzo sin darle la más mínima opción a hacerle preguntas, ya que no paró de lanzar órdenes a sus criados como si fuera el amo y señor de la mansión.
Fuera lo que fuese, estaba claro que pertenecía a la aristocracia.
—Se rumorea que está emparentado con los Albani —insistió pese al desalentador silencio—. Una familia muy distinguida, según dicen. Con algún que otro Papa, creo. Pero ha dicho usted que es inglés.
Con la copa en la mano, él se acercó a un enorme retrato de Lali que colgaba de la pared adyacente al portego. Era uno de los que el márchese había encargado pintar en el curso de su relación. Ese, el de mayor tamaño y el más reciente, era el único que le había enviado una vez que pusieron fin a su romance.
—Mi padre es lord Westwood —dijo su invitado sin apartar la vista del retrato—. Mi madre, su segunda esposa, es Verónica Albani. Vienen a Venecia de vez en cuando. ¿Los conoce?
—No suelo frecuentar las reuniones de la aristocracia —contestó ella al tiempo que intentaba ubicar a lord Westwood.
En otra época se sabía al dedillo el Debrett's Peer age, el libro donde se registraban con nombres, apellidos y títulos los miembros de la aristocracia. En otra época estaba al tanto de las complicadas relaciones familiares que conectaban a los miembros de la nobleza británica. Al fin y al cabo, había sido la anfitriona de las reuniones políticas que organizaba Mateo Talarico.
En ese momento recordaba perfectamente los nombres de aquellos que le habían dado la espalda después del divorcio, que había sido todo el mundo. Sin embargo, lord Westwood se le escapaba por completo. Ignoraba el puesto que ocupaba en la jerarquía aristocrática: duque, marqués, conde, vizconde o barón.
—Yo no tildaría a mis padres de aristócratas —comentó él, poco dispuesto a ayudar, mientras desviaba la vista del retrato y volvía a mirarla para observarla con ojo crítico—. El retrato es excelente.
El silencioso escrutinio la hizo sentirse tan incómoda como si fuera una jovenzuela.
Ridículo, desde luego.
«Eres una ramera famosa. Una cortesana. Una mujer de mundo. Actúa como tal», se dijo.
—Parece que nadie conoce su nombre —dijo Lali—. Y eso es muy misterioso. ¿Qué nombre aparece en su pasaporte y por qué nadie está al corriente de un detalle tan simple?
Peter se encogió de hombros.
—No es ningún misterio. Solo llevo aquí un par de días y estoy seguro de que los curiosos no se han esforzado mucho para descubrir la respuesta. Tal como ha dicho, es un detalle simple y muy fácil de averiguar. Solo hace falta preguntarlo al gobernador austríaco, el conde de Goetz, o a su esposa. O al señor Hoppner, el cónsul inglés. —Hizo una pausa—. Soy Peter Lanzani.
Por fin Lali halló mentalmente la conexión. El apellido del conde de Westwood era Lanzani.
—Y yo Lali Esposito —respondió.
—Hasta ahí llego —señaló él—. Al parecer es usted famosa.
—Querrá decir infame.
Peter cruzó la estancia a grandes zancadas, hasta donde ella se encontraba.
—¿De verdad lo es? —le preguntó. Sus ojos se habían abierto de par en par como si estuviera sinceramente sorprendido y fue toda una conmoción descubrir que no eran castaños ni negros como había supuesto, sino verdes. Verdes oscuros.
Peter Lanzani se sentó en la silla más cercana al sofá que ella ocupaba y se inclinó hacia delante para observarla con detenimiento como si se tratara de otro retrato cuya calidad tuviera que confirmar.
—¿Qué ha hecho para merecerlo?
Lali tuvo que hacer un esfuerzo para no removerse, inquieta.
Estaba acostumbrada al escrutinio masculino. Pero no estaba acostumbrada a que la estudiaran como si fuera una complicada frase en armenio. Se sentía tensa e incómoda. Y era consciente del rubor que se extendía por sus mejillas.
¡Del rubor, por el amor de Dios! ¡Ella, ruborizándose!
La había desconcertado, se dijo, simple y llanamente. Ese tipo no se parecía en nada a los hombres a los que estaba acostumbrada. Se rumoreaba que era un erudito. Un solitario. Si eso era cierto, ¿qué tenía de sorprendente que también fuera un excéntrico?
—Es posible que no frecuente usted mucho los círculos sociales —aventuró.
—¿Se refiere a los círculos ingleses? —puntualizó él—. No, suelo pasar poco tiempo en Inglaterra.
—Estoy divorciada —dijo—. Soy la ex esposa de lord Rinaldi. Fue un escándalo en toda regla.
—¿Y cree que le guarda rencor? ¿Cree que ha podido contratar a alguien para matarla?
Al recordar la visita de Quentin y su repentino interés por las antiguas cartas de Rinaldi, sopesó la idea, aunque no tardó en descartarla. Su muerte podría meter a Rinaldi en un problema del que le resultaría muy difícil salir. Ya no era la zorra despreciable de su mujer. En el continente era una sofisticada divorciada con amigos muy influyentes. Su muerte provocaría un escándalo y se investigaría meticulosamente. Además, Rinaldi no tenía la menor idea de lo que había dispuesto hacer con las cartas en caso de morir antes de tiempo. No. Asesinarla era demasiado arriesgado para él.
—¡Por el amor de Dios, no! —contestó—. Le soy más útil con vida, porque comparado con su pecaminosa ex mujer parece mucho más noble y virtuoso. Puede representar el papel de hombre valiente y tolerante. No, mi muerte acabaría con su diversión.
—Y con la suya, supongo —apostilló Lanzani.
Sorprendida, soltó una carcajada. No se había creído capaz de volver a reír tan fácilmente y tan pronto después de haberse librado por los pelos de una violación y de una muerte tremendamente desagradable; claro que era una superviviente nata, ¿no?
Se percató de la tensión que invadía a su invitado y que pareció cargar incluso el aire del gabinete. Sin embargo, la tensión se esfumó tal como había aparecido.
—Supongamos que fueran ladrones —dijo él—. En ese caso, han utilizado un método muy curioso. Habría sido mucho más fácil dejarla inconsciente para arrebatarle las joyas y buscar su monedero entre las faldas. Sin embargo, pretendían hacerla sufrir todo lo posible en poco tiempo. Lo vi todo desde mi balcón, y resultó evidente que estaba planeado. Puesto que los crímenes violentos no son habituales en Venecia, debemos concluir que ha sido deliberado. Un ataque específico contra su persona. El motivo, sin embargo... —Se encogió de hombros de una forma muy poco inglesa, y el gesto resaltó la anchura de los mismos.
—Habla como un abogado —replicó ella con tirantez—. Y parece saber mucho sobre criminales.
—Usted habla como una persona a quien no le gustan los abogados —repuso él—. Y parece saber mucho sobre ellos.
—Estoy divorciada. —le recordó—. Mi padre era sir Carlos Esposito, el hombre que hace unos años estuvo a punto de destruir sin la ayuda de nadie la economía británica. Sí, señor Lanzani, tengo mucha experiencia con los abogados. Y no puedo decir que me caigan bien. Aunque tampoco los odio. Para las mujeres que están en mi situación son una desafortunada necesidad.
—Ah, sí—dijo Peter Lanzani—. Su situación. Divorciada.
—Divorziata e puttana —apostilló Lali algo tensa.
Lo vio ponerse en pie de un salto como si uno de los diablillos de Satanás le hubiera pinchado en el trasero con un tridente al rojo vivo.
—¡Por Dios! —exclamó Peter—. Le pido disculpas. ¿He interrumpido su trabajo?
Ese comentario logró finalmente que esos ojos verdes lo miraran desorbitados con una expresión vulnerable y deslustrada. Peter sabía que solo eran los efectos secundarios de haber estado a un paso de la muerte, pero verla así lo enfurecía. Antes parecía tan segura, tan arrogante...
Sin embargo, la expresión insegura desapareció y la vio estallar en carcajadas. La vio reír de buena gana.
A él le dio un vuelco el corazón y a continuación empezó a latir desbocado y de forma errática.
No pudo evitarlo. Como tampoco pudo evitar sonreír.
Era buena, muy buena, y por fin comenzaba a comprender —de forma instintiva y no solo con la cabeza— por qué la muy condenada era tan cara y por qué los hombres que podían permitírselo le pagaban sin el menor titubeo. Era una belleza rara de rara exuberancia.
En la cama debía de ser muy divertida.
Con razón Bellaci, famoso por su inconstancia, la había mantenido durante tanto tiempo.
—¿Que si ha interrumpido mi trabajo? —repitió Lali cuando las carcajadas se convirtieron en una risilla. El brillo pícaro había vuelto a sus ojos—. Tengo que contárselo a Rocio. Le va a encantar. No, señor Lanzani, no está interrumpiendo mi trabajo porque no me permita salir. No trabajo en las calles. Además, se habrá dado usted cuenta de que Venecia no tiene muchas calles que digamos. Soy del otro tipo de ramera. De las caras y avariciosas. Y había planeado pasar esta noche en la cama... con un libro.
—Admito que me resulta demasiado raro, al menos para la parte italiana de mi persona —confesó él—. Nunca me habría imaginado que una mujer de su altura pasara la noche sola. Pero claro, todavía estoy intentando asimilar qué se le pudo meter a un hombre en la cabeza para divorciarse de usted. ¿Estaba su marido enamorado de alguien de su mismo sexo? ¿Prefería las ovejas, quizá? —Agitó la mano en el aire como si quisiera zanjar el tema—. Pero esto no es de mi incumbencia. Mi presencia le impide coger ese libro, y tal vez, después de todo, un libro sea preferible a un amante.
—A veces —reconoció ella esbozando una sonrisa en los labios.
Solo era un atisbo de la sonrisa picarona que encendía la sangre de los hombres y alegraba sus órganos reproductores.
La sonrisilla era una depravada promesa de lo que estaba por llegar. Tal vez fuera una invitación. O tal vez fuera solo una burla.
Fuera lo que fuese, funcionó. La temperatura de Peter comenzó a subir y su cerebro cedió las negociaciones a su verga.
«Despacio, muchacho. Sabes que las cosas no funcionan así», se dijo.
Desde luego que lo sabía, y mucho mejor que la mayoría de los hombres. No podía ceder a la tentación. No podía dejarla ganar. Ya había decidido la estrategia a emplear: hacerse el duro.
—Se divorció de mí por adulterio —confesó.
—Qué escándalo —se burló Peter—. Lo normal es que hubiera alegado algo serio, como que le puso usted arsénico en el café, que le almidonaba los calzoncillos o que le ganaba jugando al golf.
La vio menear la cabeza.
—Me temo que no —dijo—. Lo del arsénico se me ocurrió después, cuando ya era demasiado tarde.
—Nunca es demasiado tarde para el arsénico —la contradijo—. El único problema que tiene es su lentitud. A menos que quiera hacerlo enfermar. O que quiera asegurarse de que sufre una muerte lenta y dolorosa. Para un trabajo rápido, le recomiendo ácido prúsico.
—Parece estar muy bien informado sobre el tema.
Peter recordó que le había visto asesinar a un hombre. O al menos dejarlo al borde de la muerte. Reconocía, no sin cierta vergüenza, que la ira le había nublado la razón hasta tal punto que no prestó atención a lo que estaba haciendo. No tenía ni idea de si el cerdo seguía respirando cuando lo arrojó al canal. Un hombre inconsciente se hundía con la misma rapidez que un cadáver.
Era normal que ella sintiera curiosidad por un hombre capaz de dejar a otro inconsciente solo con las manos. Porque saltaba a la vista que esa mujer no era tan cruel para no sentir curiosidad. Había conocido a otras muchas mujeres que ni se inmutarían por ese detalle. Eugenia Suarez era el último ejemplo.
—Y sobre muchos otros —apostilló Peter—. Me relacioné con muy malas compañías en mi juventud. —Cosa que era absolutamente cierta. Prefería ceñirse a la verdad en la medida de lo posible, ya que eso facilitaba su labor—. Mi familia me mandó al ejército, donde mis impulsos criminales y violentos serían de valiosa ayuda. —Otra verdad.
—Violencia, sí—dijo ella—. Pero ¿veneno? Siempre he oído que es un arma femenina.
—En mi árbol genealógico hay unos cuantos envenenadores —confesó—. Por las venas de mi madre corre sangre de los Borgia y también de los Medici. —Hizo ademán de depositar la copa en la mesita que ella tenía al lado y captó un ligero aroma. ¿Jazmín? Dejó la copa despacio y se enderezó mientras resistía la tentación de inclinarse un poco más para comprobar si el olor procedía de su pelo o de su piel—. En su caso, su naturaleza femenina la hace heredera de una larga tradición: la curiosidad. Me encantaría satisfacer su... curiosidad, pero debo informar del incidente al gobernador austríaco. Debería haberlo hecho de inmediato. Son muy estrictos con respecto al cumplimiento de sus leyes, como usted bien sabe. Le haré llegar mi ensayo sobre los métodos más utilizados por los asesinos en el siglo XVI. Mis hermanas afirman que es una magnífica lectura antes de dormir.
—¿Por qué no lo trae usted? —sugirió ella—. Podría leérmelo...
«En la cama», habría añadido, aunque eso quedó en el aire.
No hacía falta que lo dijera. La sonrisa se demoró en sus labios y esos ojos marrones lo recorrieron de arriba abajo.
Peter ansiaba hundirse en las profundidades de esa mirada, aunque estaba seguro de que acabaría ahogándolo.
«Atadme al mástil», pensó.
—Devo andare —dijo. «Tengo que irme»—. Buona notte, signara.
—Buon giorno —replicó ella—. Está a punto de amanecer.
—Arrivederci.
Y se marchó antes de que pudiera tentarlo a discutir si era de noche o de día, o a convencerlo de que viera el amanecer a su lado.
Estaba sudando.

Aqui os dejo la segunda parte del capitulo 3.
Espero que os guste y espero los comentarios.
Muchos besos a todas las que me leen.
Ione.
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Vero_me
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeMiér Nov 16, 2011 7:51 pm

juuu juuuu!!! esto cada vez es mas divertido jajajaj sigo diciendo que me parece un juego y este juego me gusta cada vez mas
Delante de ella parece que Peter siempre pierde la compostura no?
Quien mandaría a los matones??
No se me tiene todo muy intrigada,
Cariñeteeeeee quiero mas !!!!!! muchos besos guapaaaaaa!!!
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeJue Nov 17, 2011 6:23 pm

CAPÍTULO 04



Es triste, no tengo más remedio que admitirlo, y la culpa la tiene ese sol indecente, incapaz de dejar tranquila a nuestra desvalida arcilla y que sigue abrasándola, hirviéndola y derritiéndola. Por mucho que la gente coma y rece, la carne es débil y el alma, por tanto, está perdida. Lo que los hombres llaman cortesía, y los dioses, adulterio, es mucho más común en los climas calurosos.
LORD BYRON
Don Juan, Canto I



Al día siguiente, por la tarde.
El ensayo del señor Lanzani llegó al palazzo Neroni mientras Lali seguía en la cama, aunque no dormía. Había pasado la mayor parte de la noche -o de lo que quedaba de ésta- despierta, ardiendo en deseos de matarlo... cosa que la ayudó a no pensar en los hombres que habían intentado matarla.
Escribió una breve carta al conde de Magny, en la cual le explicó sucintamente lo que había sucedido y le aseguró que no había sufrido daño alguno. Una vez que ordenó a Arnaldo que la enviara sin pérdida de tiempo, cogió el ensayo.
En esos momentos, todavía en bata y reclinada en el diván de su gabinete privado, leía un párrafo del mismo.
“De hecho, el segundo esposo de Lucrecia Borgia fue estrangulado porque se había convertido, aunque de forma involuntaria, en un inconveniente político para su hermano, César Borgia. El asesinato se produjo en la residencia de la pareja. Lucrecia intentó por todos los medios salvar a su joven esposo, que solo contaba con veintiún años, pero sus esfuerzos fueron en vano. Siguió sumida en el dolor por la pérdida muchísimo tiempo. Su padre, harto de escuchar sus lloriqueos, la mandó fuera de Roma.”
—Así que ese fue mi problema —murmuró Lali—. Que no tengo ningún hermano.
—Signora, la signorina Igar...
—¡Uf, quítate de en medio! —dijo Rocio al tiempo que empujaba a Arnaldo para apartarlo. Atravesó el gabinete con presteza y una vez que llegó al lado de su amiga se arrodilló en el escabel y le cogió la mano—. Es la comidilla de toda la ciudad —dijo—. Alguien ha intentado matarte. No puede ser cierto.
Lali arrojó el panfleto al suelo.
—Hasta ahí es cierto. Cualquier otra cosa que hayas oído me temo que no lo será tanto.
Y procedió a describirle con pelos y señales lo que había sucedido desde que se produjo el ataque hasta que el señor Lanzani se marchó.
A mitad del relato Rocio se quedó lívida, pero la parte en la que describió sus fallidos intentos de seducir a su vecino logró reanimarla.
—Tengo que matarlo —concluyó—. Y tendrá que ser con veneno, porque es demasiado fuerte para estrangularlo.
—Fuerte, guapo y poco dispuesto a hacerte el amor—resumió Rocio tras una carcajada—. ¿Quién va culparte por querer matarlo?
Lo había descrito de tal forma que a cualquier mujer se le habría hecho la boca agua: pelo negro azabache abundante y corto; ojos de un verde increíble; físico atlético; aura poderosamente masculina.
A ella misma se le había hecho la boca agua, y eso que sabía que no le reportaría nada bueno. Agitó la mano en el aire para restar importancia al asunto.
—Lo superaré. Ha sido una locura pasajera, perfectamente comprensible dadas las circunstancias.
—Es guapo. Te salva la vida. Estás conmocionada y asustada. Es normal ansiar la compañía de un hombre fuerte y grande en la cama para sentirse segura.
—Y para ayudarme a olvidar —añadió Lali—. ¿Qué mejor forma de olvidar las cosas desagradables que un buen revolcón? Si hubiera accedido, tal vez habría dormido en condiciones.
—Lo entiendo —dijo Rocio—. Todo el mundo conoce esa reacción. Después de estar expuesta al peligro, o después de un entierro, hacer el amor demuestra que seguimos vivos. Para mí el misterio es por qué te rechazó. ¿Crees que le gustan los hombres?
—No —contestó, echando un vistazo a la mesita que, como siempre, tenía al alcance de la mano. En ese momento, en la bandeja de plata que reposaba sobre ella había dos copas y el escanciador del vino, pues Lali sabía que su amiga llegaría antes de lo habitual. En Venecia los rumores se extendían a una velocidad pasmosa.
Recordó la imagen de la mano del señor Lanzani, con esos dedos largos, mientras dejaba la copa en esa misma mesa. En aquel instante, y al rememorar la rapidez y la frialdad con las que había despachado a su atacante, había sentido un escalofrío. No sabía si por el miedo o por la excitación. Y después notó que se inclinaba hacia ella y el escalofrío se convirtió en una punzada de emoción, a pesar de que él no tardó en enderezarse y marcharse.
—Aunque tampoco importa mucho —prosiguió Lali—, porque no tendrá una segunda oportunidad. ¿El hijo menor de un conde, querida? Jamás. No podría garantizarme el estilo de vida al que decidí acostumbrarme, y no pienso rebajar mis requisitos.
Uno de esos requisitos era que lord Rinaldi debía retorcerse de dolor al oír el nombre de su último amante, en vez de reírse satisfecho por lo que él había interpretado en un principio como su caída en desgracia. Una caída en desgracia que su ex marido esperaba con ansia. Estaba decidida a que cuando exhalara su último aliento —y esperaba que se produjera tras una dolorosa agonía— siguiera esperando.
—Si lancé esas indirectas al señor Lanzani fue porque tenía los nervios de punta. —Titubeó, y acto seguido añadió—: También le estaba agradecida, como es normal. ¿Sabes que ha sido la primera vez en toda mi vida que un hombre me ha rescatado? Ni uno solo de los hombres a los que conocí durante mi presentación en sociedad ni durante mi matrimonio movieron un solo dedo por mí cuando mi marido comenzó a comportarse de un modo tan abominable. Mi padre ya había huido y me había dejado para que fuera pasto de los lobos. ¡Imagínate mi asombro al ver que un completo desconocido arriesgaba su vida por mí!
Rocio frunció el ceño mientras abandonaba el escabel para acercarse a la mesita. Cogió el escanciador del vino y llenó las dos copas. Dio una a Lali y alzó la otra para brindar.
—Estás viva. Y en agradecimiento por eso brindo por tu vecino.
—Yo también estoy agradecida —dijo alzando la copa.
Tras el brindis, tomaron un sorbo de vino.
—Pero vamos a olvidar a ese hombre tan irritante que primero te salva y luego declina tontamente aprovecharse de ti —sugirió Rocio.
—Olvidarlo, claro que sí... —Lali soltó una carcajada burlona—. Para ti es fácil decirlo. Todavía no lo has visto. No lo has visto con la ropa mojada...
—Tarde o temprano lo veré —le aseguró Rocio—. Y así entenderé por qué te ha hecho romper las reglas. De momento, solo nos importa porque te ha salvado la vida. Pero lo más importante de todo este asunto es averiguar quién te quiere muerta.


Esa noche en La Fenice
“La Gazza Ladra.” Otra vez.
Pablo. Otra vez.
Pero no en el sitio de honor, se percató Peter mientras seguía al gobernador austríaco, el conde de Goetz, hacia el interior del palco de la señora Esposito. En el sitio de honor, situado a la derecha de la susodicha, se sentaba un oficial ruso de cabello castaño claro. A su izquierda estaba la amiga de la dama, Rocio, una mujer muy alta. Ambas tenían las cabezas cerca y conversaban en voz baja tras sus respectivos abanicos.
El oficial, que debía de estar familiarizado con las costumbres femeninas, no hacía el menor intento por entablar conversación con la señora Esposito y se limitaba a charlar con el cónsul ruso, que se sentaba a su lado.
Pablo, que a todas luces no había intentado nunca desentrañar el misterio de la Mujer, ocupaba un lugar en medio del palco y la seguía con la mirada del mismo modo que lo haría un perro que observara la mesa a la espera de que cayese alguna migaja.
Y al igual que sucedía con el perro, no había nada que lo distrajera. Goetz, obligado por el protocolo a hacer las presentaciones, tuvo que recurrir a varios intentos hasta ganarse la atención de Su Alteza, y cuando lo logró, el príncipe fue incapaz de disimular la impaciencia que le producía la interrupción. Durante las presentaciones, Pablo lo miró y soltó un débil suspiro que no tuvo dificultad alguna para interpretar: otro rival más.
Sin embargo, si Su Alteza se sintió desalentado, dicho desaliento no bastó para hacerle desistir. Se olvidó de su persona tan pronto como las cortesías de rigor llegaron a su fin y siguió mirando con adoración a la señora Esposito.
Peter sabía que las dos mujeres estaban al tanto de su llegada. Aunque ni siquiera habían vuelto la cabeza, se percató de los sutiles cambios producidos en sus respectivas posturas, que delataron el afán con el que escuchaban lo que estaba sucediendo a sus espaldas.
Pablo, ignorando los intentos de su asistente por explicarle cuál era la posición del señor Lanzani en la aristocracia inglesa, decidió dirigirse al objeto de su amor.
—Madame, esto está muy concurrido. ¿Le apetecería salir a tomar un poco de aire fresco?
—Gracias, señor —contestó ella, mirando con disimulo a Peter, aunque fingió no verlo siquiera—. Pero aquí respiro estupendamente.
—Eso es porque está sentada al borde del palco —adujo el príncipe—. Y me tiene muy preocupado. Señor conde, debería explicar a la dama los peligros de exponerse de ese modo. Después de lo que sucedió anoche, no es sensato aparecer donde todo el mundo pueda verla.
—Quiero que me vean bien —lo contradijo ella al tiempo que miraba al oficial ruso con una sonrisa perezosa—. Que vean que no estoy asustada. Que vean que no pienso esconderme ni huir.
—Estoy de acuerdo —terció Peter. Se obligó a reprimir un punto de irritación (¿De verdad sonreía de esa forma a todos los hombres?) y atravesó el palco para acercarse a ella con Goetz a la zaga—. Sería un crimen que la señora Esposito se escondiera.
Las dos cabezas femeninas se volvieron al unísono con gran elegancia.
—Señor Lanzani —dijo la Esposito con voz gélida—, ¿ha dejado sus estudios para hacernos una visita? Qué halagador.
—Le he dicho que debía venir —puntualizó el conde de Goetz—. De no haber sido por...
—Dejemos a un lado los temas desagradables —lo interrumpió James—. Por favor, si fuera tan amable de presentarme a las damas.
—Sí, por favor, señor —lo instó Lali—. Rocio se muere por conocer a mi intrépido vecino.
—No hace falta que muera —replicó él, al tiempo que hacía una reverencia a Rocio y le cogía la mano.
—Eso lo dice ahora —dijo la Esposito, dirigiéndose a su amiga—. Pero tú sabes muy bien lo que me costó llamar su atención.
Pese a la conversación, él conde de Goetz se las arregló para hacer las presentaciones formales.
—¿Este es el hombre? —preguntó el oficial ruso, que resultó ser el conde de Vimstikov—. Señor Lanzani, ¿me permite estrechar su mano? Le estoy sumamente agradecido. De hecho, creo que hablo en nombre de todos los presentes, e incluso de todos los venecianos, al darle las gracias de todo corazón.
Puesto que era perro viejo, Peter no tuvo ningún tipo de problema a la hora de disimular la sorpresa. Esa no era la primera vez que le daban las gracias, y en muchas ocasiones lo habían hecho mediante dinero o regalos valiosos. Sin embargo, un agradecimiento de esa índole tan pública era toda una novedad.
Sí, había comunicado el intento de asesinato no solo a Goetz sino también al cónsul británico, el señor Hoppner. Si bien estaba acostumbrado a trabajar desde la sombra, ese no era el tipo de incidente, dada la identidad de la víctima y la presencia de sus dos gondoleros, que se pudiera mantener en secreto en Venecia. Además, si acababa descubriéndose que era un intento de robo normal y corriente, cosa que nada tenía que ver con su misión, los hombres del gobernador estaban mucho más cualificados que él para resolverlo.
Como todo el mundo parecía pensar que se trataba de un delito corriente, aunque inexplicable, el hecho de que le dieran las gracias resultaba razonable y lógico.
Esperaba que llevaran razón en su análisis del incidente —eso simplificaría mucho las cosas—, pero lo dudaba. El ataque no tenía nada de habitual según él. Y lo peor era que lo había pillado desprevenido. No había sospechado en ningún momento que la vida de su vecina estuviera en peligro. Fue fruto de la casualidad que estuviera en el lugar adecuado en el momento preciso.
De no haber sido así...
Desterró la idea justo cuando Pablo recuperó por fin los buenos modales y se sumó al agradecimiento general por haber salvado a la ramera.
—Sin embargo, estas heroicidades no deberían ser necesarias —añadió Su Alteza—. Viajar sola durante la noche siempre ha sido peligroso para una mujer.
El conde de Goetz se lanzó a la defensa de las medidas de seguridad que imperaban en Venecia.
—Esto ha sido una espantosa aberración, Alteza. Le aseguro que lo estamos investigando. —Y con esas palabras se acercó al príncipe para explicarle exactamente los procedimientos que se estaban llevando a cabo.
El cónsul ruso se sumó a la conversación. Movido al parecer por el interés nacional, el conde Vimstikov le cedió cortésmente el sitio de honor y se acercó al príncipe, cuya irritación por el hecho de que le impidiera seguir observando a su amada fue más que evidente.
Peter estaba a punto de ocupar la silla vacía cuando la señora Esposito, poniéndose en pie, dijo:
—Ahí no. Será mejor que se siente en mi sitio para que esté entre las dos. Rocio quiere sentir sus músculos.
La aludida le sonrió con dulzura.
—Siempre discutimos sobre el tema de que solo los hombres que realizan trabajos físicos tienen músculos. Tengo que comprobarlo por mí misma.
—De acuerdo, si es por razones... científicas... —aceptó Peter.
Las tres sillas estaban tan pegadas a la barandilla que era muy difícil maniobrar. Fue consciente del roce de la seda cuando pasó junto a Lali. Volvió a captar su perfume, un olor tan sutil que incitaba a cualquier hombre a descubrir su procedencia. ¿Lo llevaba en la piel? ¿En el pelo? Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no inclinar la cabeza hacia su cuello. Así que se concentró en sus perlas, del tamaño de huevos de codorniz, y se preguntó cuántos hombres habría en el mundo, y sobre todo en Venecia, que pudieran costeársela.
No dispuso de mucho tiempo para calcular las fortunas de los hombres que los rodeaban, porque el público siseó pidiendo silencio justo cuando acababa de sentarse.
En el escenario, el malvado alcalde estaba a punto de violar a la pobre Ninetta.
Esa era una de las partes buenas de la obra.
El señor Lanzani era el único hombre de los que ocupaban el palco de Lali que estaba prestando atención a la ópera. El resto se limitaba a mantener la boca cerrada porque, de otro modo, los italianos los matarían. La actividad normal no se reanudaría hasta que llegara el momento adecuado: cuando la audiencia dictara sentencia acerca de la representación mediante sus aplausos, sus vítores, sus silbidos, sus gritos burlones o sus lanzamientos de frutas y hortalizas.
No obstante, la atención del vecino de Lali siguió clavada en el escenario mucho después de que los demás comenzaran a distraerse. Eso concedió a la dama tiempo sin nada que hacer salvo ser muy consciente de la corpulencia, del olor y de la virilidad que exudaba el hombre que tenía a escasos centímetros.
Un hombre que era, sin duda alguna, el más viril de todos los presentes. Y estaba segurísima de que a ninguno se le escapaba ese hecho.
«Los hombres son como los lobos y los perros —le había dicho su mentora, madame Noirot—. Algunos son líderes y otros, seguidores. Te darás cuenta cuando uno aparezca en escena y los demás le dejen sitio. De lo contrario, lucharán por conservar sus posiciones. El hombre que te interesa es el más poderoso de todos, aquel por el que los demás renuncian a su posición.»
En ese momento era muy consciente de que el hombre más poderoso de todos los que estaban en La Fenice se sentaba a su lado.
Y de que no le estaba prestando la menor atención.
No estaba acostumbrada a ello. Sin embargo, esa solo fue la primera de las vejaciones a las que la sometió. Igual de irritante era la atención absoluta que prestaba a la ópera, cosa que a ella siempre le apetecía hacer pero que no podía, porque dejarse llevar por la música se consideraba poco elegante.
Al parecer, a él le importaba poco la elegancia o la falta de esta.
Claro que lo tenía todo a su favor: era un aristócrata y como tal hacía lo que le apetecía; un erudito, personas que todos consideraban excéntricos, y la más importante: el macho alfa que no respondía ante nadie.
El hijo menor de un conde no cumplía sus requisitos, se recordó, aunque su presencia eclipsara las del resto de sus congéneres.
Peter Lanzani no cumplía sus requisitos pese a sus anchos hombros, a su evidente virilidad y a ese pelo negro tan pícaro que tentaban a sus dedos a jugar con ellos.
No cumplía sus requisitos aunque le hubiera salvado la vida. Había tenido la oportunidad de disfrutar de su agradecimiento y la había desaprovechado. Y ella jamás concedía una segunda oportunidad a ningún hombre.
Se puso en pie.
Los caballeros la imitaron al punto, aunque él lo hizo un tanto distraído, pendiente todavía de los acontecimientos que tenían lugar en el escenario. Resistió el impulso infantil de golpearlo con el abanico —o con una silla— y se acercó a Pablo. Los hombres se apartaron para dejarla pasar y el rostro del príncipe se iluminó al verla.
Lali le ofreció su sonrisa más deslumbrante.
Peter llegó a la conclusión de que Rocio era una mujer muy graciosa. En circunstancias normales —si hubiera sido, por ejemplo, cualquiera de los demás caballeros que estaban en el palco— habría preferido su naturaleza sencilla a los misterios y al voluble carácter de su amiga.
Sin embargo, todavía no podía permitirse llevar una vida normal. Cuando la tuviera, estaría en Inglaterra. Y cuando eligiera a una mujer alegre y sencilla, se decantaría por una muchacha inocente que lo alegrara en lugar de añadir más problemas a su vida. Elegiría a una muchacha que le recordase que la vida, en su mayor parte, no consistía en engaños, traiciones, avaricia y asesinatos. A una muchacha que le demostrara que no todo el mundo se pasaba la vida inmerso en un mare di merda, que era justo en lo que se estaba convirtiendo su última misión a pasos agigantados.
Como era lógico, trataba por todos los medios de no hundirse en dicho mar. De modo que no podía trasladar sus atenciones a Rocio sin más, para acabar la noche dándose un alegre revolcón entre las sábanas.
Estaba obligado a jugar al gato y al ratón con su irritante amiga, que en esos momentos estaba reavivando las esperanzas de Pablo, además de cierta parte de su anatomía...
—Usted se resistió, pero la desea—susurró Rocio tras el abanico.
—¿Qué hombre no la desea? —replicó Peter, encogiéndose de hombros—. Me sorprende que sean amigas.
—Casi nunca nos gustan los mismos hombres —explicó la cortesana—. A mí, por ejemplo, me gusta Pablo muchísimo más que a ella.
—Creo que su belleza se considera clásica, sí—apostilló Peter.
«Todo el mundo sabe que tiene un cerebro del tamaño del de una ardilla, pero eso no le quita que sea el tipo más guapo de la ciudad», añadió para sus adentros.
—Es un muchacho muy dulce y puro —siguió Rocio—. Es toda una novedad.
—Eso no le durará mucho —vaticinó él.
—Lo sé —admitió ella con pesar.
—Supongo que le parece poco ético birlar un posible protector a su amiga —aventuró Peter—. Aunque tenga una considerable reserva para elegir. Cualquier diría que con tantos hombres corno revolotean a su alrededor sería difícil que se diera cuenta de que le falta uno... o diez.
—A ella le daría igual, pero él no tiene ojos para nadie más —señaló Rocio—. Ha llevado una vida íntegra, ¿sabe? Por eso le atraen las mujeres de apariencia peligrosa, las mujeres exóticas. ¡Ay! Mi desgracia es la de tener cara aniñada.
—No creo que eso sea una desgracia —repuso Peter—. Algunos hombres se sienten atraídos por una cara inocente.
«Yo, por ejemplo», reconoció para sus adentros.
—Pero él no —se lamentó Rocio—. ¡El muy tonto! Ni se imagina lo bien que podríamos pasarlo. Lo mucho que podría enseñarle. Pero ella le romperá el corazón. Claro que alguien iba a hacerlo tarde o temprano; al menos Lali no será cruel. Pero eso no impide que siga soñando un poco con lo que podría ser.
—Espero que sus sueños no la hayan llevado a intentar quitarse de en medio a la competencia... matándola.
Los enormes ojos de Rocio lo miraron con incredulidad.
—¿Se refiere a Lali? ¿Cree que yo enviaría a esos animales a matar a mi amiga... por un hombre?
El desprecio que una mujer era capaz de imprimir a una palabra de seis letras era sorprendente.
Se echó a reír.
—Me ha puesto en mi sitio, sí señora. Los hombres somos hasta tal punto despreciables que no merece la pena matar por nosotros.
—No me malinterprete —le pidió ella—. No soy un alma cándida. Soy italiana de los pies a la cabeza. Si descubro quién intentó matarla, lo mataré. Me da igual que sea un hombre o una mujer. Y lo haré con una sonrisa en mi carita de niña buena. Le aseguro que ni los austríacos me condenarían.
—Parece que la señora Esposito no sabe quién pudo ser —comentó Peter—. Insiste en que no fue su ex marido.
Rocio meneó la cabeza.
—Yo tampoco creo que fuera él. Están jugando una partida, y matarla sería como admitir que ha perdido.
—¿Una partida?
Rocio apartó la mirada y comenzó a abanicarse.
—Eso es privado, entre ellos dos.
—Pero usted lo sabe.
—Si quiere saberlo, pregúntele a ella.
Lali se permitió echar un vistazo a la parte frontal del palco, donde el señor Lanzani y Rocio mantenían un téte-a-téte. Sus cabezas estaban muy juntas mientras conversaban en voz baja. Sintió una desagradable punzada muy parecida a cierta emoción que hacía años que no sentía ya la cual se había creído inmune. Solo eran resentimientos, se dijo, no celos. Rocio tenía su bendición para quedarse al señor Lanzani.
Se volvió para seguir conversando con el príncipe.
—Es posible que, después de todo, sea un poco tonta —dijo.
—Imposible —la contradijo él, solícito.
Se acomodó en la silla para ofrecer al príncipe una mejor vista de sus pechos.
—No. deseo parecer cobarde —se justificó Lanzani—. Siempre he creído que debía enfrentar los problemas que se me cruzaran en el camino. Sin embargo, es la primera vez que me veo en esta situación. Así que es posible que no esté pensando de forma racional. Tal vez haya problemas, aunque serán pequeños, estoy segura de ello, ya que los austríacos son famosos por su eficacia.
—Sí, son famosos —convino Pablo con retintín—. Siempre tan tiesos cuando desfilan. Un sinfín de reglas. Todo debe ser serio. Les cuento chistes. Nunca se ríen. Se parecen demasiado a mi padre.
—Estoy segura de que encontrarán pronto a esos villanos —afirmó Lali—. Venecia es muy pequeña. Nadie es capaz de guardar un solo secreto. Nadie puede esconderse mucho tiempo y la laguna está muy bien patrullada. Sin embargo, todavía no han encontrado a los villanos... ni sus cadáveres —añadió mientras recordaba con todo detalle la imagen de su atacante cuando el señor Lanzani lo estranguló con el brazo—. Quizá no sea sensato arriesgarse demasiado hasta que los encuentren. No debería viajar sin una escolta masculina... de momento.
—Madame, no podríamos estar más de acuerdo en este asunto, y en muchos otros. Si me permite... —Dejó la frase en el aire y su sonrisa se esfumó al tiempo que alzaba la mirada, apartándola de su rostro.
En ese momento fue consciente de una intensa presencia masculina a su espalda, pero se negó a volver la cabeza para mirar. No obstante, la sensación le provocó un hormigueo por todo el cuerpo.
—Si es tan amable, señora Esposito, me gustaría que me concediera un minuto de su tiempo. —Aquella voz ronca tenía el inconfundible acento de las clases privilegiadas inglesas.
Lali volvió la cabeza un poquito, ofreciéndole solo el perfil, y replicó:
—¿Solo un minuto, señor Lanzani? Me pregunto para qué será.
—Andiamo —oyó que le decía al oído, inclinado hacia ella.
La voz, con ese acento tan italiano, tan íntimo, le provocó un absurdo escalofrío que reprimió al instante, recordándose que no había nada romántico, ni siquiera íntimo, en el hecho de que un hombre dijera a una mujer «Vamos».
Volvió la cabeza para mirarlo, cosa difícil cuando esos oscuros ojos verdes la estaban observando con una expresión que nada tenía de contrita ni de consternada, y tuvo que adoptar la indigna postura de echar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a la cara.
—Seré parco en palabras —le aseguró mientras se enderezaba tranquilamente. Lo vio sonreír un poquito como si acabara de soltar una broma privada.
Cuando Peter apartó la mirada, se percató de que la inquietud de Pablo se había transformado directamente en intransigencia. Al fin y al cabo, era un príncipe y, por muy joven que fuese, sabría cómo poner a un advenedizo en su sitio.
—La ópera no ha acabado, señor Lanznai —le recordó ella, negándose a emular el tono confidencial que él había empleado. No compartían secretos y nunca lo harían—. No estoy preparada para marcharme.
—Madame no está preparada para marcharse —repitió Pablo.
Lanzani no le hizo ni caso.
—Utilice la cabeza, señora —le aconsejó—. Cuando la ópera acabe, todo el mundo se marchará a la vez y entre la multitud cualquier rufián podría atacarla y huir aprovechando la confusión. Podrá ver la obra en otra ocasión si está tan ansiosa de conocer el desenlace. Si no, yo puedo contárselo.
En lugar de decirle que conocía el desenlace ya que había visto la ópera más veces de las que recordaba, guardó silencio.
—No soy ninguna cobarde y no pienso huir —afirmó—. Me niego a dejar que una panda de rufianes controle mi vida.
—Madame no desea marchase en este momento —insistió Pablo—. Cuando lo desee, yo la acompañaré a donde ella estime conveniente. El conde de Goetz ordenará que nos proteja una partida de soldados.
El señor Lanzani miró al muchacho por fin. El príncipe se ruborizó bajo su escrutinio, pero no mostró señal alguna de dar su brazo a torcer.
—Es todo un detalle que se ofrezca a acompañarla, Alteza —le dijo—.Pero, aunque fuera apropiado que se rebajara usted a la posición de perro guardián, sé que no querría poner a la dama en peligro de forma involuntaria.
Pablo se puso tenso como si le hubiera dado un bofetón.
—¿Ponerla en peligro? ¿Qué quiere decir?
—Es posible que el ataque haya sido obra de algún insurgente, de algún revolucionario —contestó—. Como Su Alteza sabrá, esos individuos buscan víctimas importantes y famosas. Usted es un príncipe, heredero al trono de Gilenia, mientras que yo soy un don nadie.
—Estoy de acuerdo en que el señor Lanzani es un don nadie —terció ella—. Sin embargo...
—Estupendo —la interrumpió él—. Me alegro de que estemos todos de acuerdo.
Lali abrió la boca para protestar en el mismo instante en que una mano enorme y fuerte la agarraba por el brazo y le daba un ligero pero firme apretón. Clavó la vista en esa mano antes de mirar a su dueño a la cara. En un mundo justo, su mirada lo habría convertido en un cascarón que estallaría en llamas y acabaría reducido a cenizas.
El señor Lanzani ni siquiera la miró. Estaba despidiéndose de Pablo con un gesto de la cabeza y diciendo algo en ruso a Vimstikov. Todo ello sin que su mano la soltara en ningún momento. Furiosa, comprobó que la presión que ejercía bastaba para obligarla a ponerla en pie y conducirla hasta la puerta.
—Lanznai —dijo entre dientes—, si no me suelta ahora mismo, le daré una patada donde más duele y con tanta fuerza que tardará mucho en olvidarlo.
—¿Siempre se muestra igual de obtusa? —murmuró—. ¿No se da cuenta de lo que estoy haciendo? ¡Estoy ayudando a su amiga!

Espero que os guste.
Muchos besos...
Ione
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Vero_me
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeJue Nov 17, 2011 9:31 pm

Dioooos!!! Me está poniendo muy nerviosa que Peter se comporte de ese modo, y que se aya fijado en Rocio mucho no me gustó tampoco, aunque bueno se supone que la acompañará a casa no? Los necesito a solas para ver si Peter es tan vulnerable como se está volviendo ella....
Cariñeteee!!! no me puedes dejar asííííí!!!!!! Necesito mas!!!! QUIERO mas!!!
Muchos Besos Guapísima
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeVie Nov 18, 2011 6:36 pm

CAPÍTULO 05



El sol se pone y se alza la amarillenta luna: la luna es el Diablo en busca diversión; aquellos que la llamaron casta, a mi parecer, se precipitaron al nombrarla así. No hay un solo día, ni el más largo, el veintiuno de junio, que vea tantos teje-manejes ni tan perversos como los que suceden durante tres horas seguidas en las que la luna sonríe...
Y todo sin perder su aparente modestia.
LORD BYRON
Don Juan, Canto I

La deplorable verdad era que Peter Lanzani no pensaba con claridad.
Aunque en un principio estaba escuchando a Rocio, ansioso por averiguar todo lo que pudiera de su amiga, no paraba de distraerse porque detrás estaba dicha amiga con Pablo. No escuchaba apenas lo que decían, pero tampoco le hacía falta para comprender de qué iba la conversación. Sabía que Esposito se inclinaba hacia el príncipe para ofrecerle una buena vista de sus pechos. Captó perfectamente el cambio en su voz, ese deje íntimo y seductor.
En ese mismo momento se excusó con Rocio, se puso en pie y echó a andar hacia la pareja. La cabeza castaña, adornada con relucientes perlas, estaba muy cerca de la cabeza rubia, como si estuvieran compartiendo secretos.
Esposito estaba poniendo en práctica sus artes de sirena con el joven príncipe, y su víctima temblaba por la emoción, como un cachorro al que le acariciaran la barriga.
Peter estaba a un paso de levantarla de un tirón de su asiento y sacarla a rastras del palco.
Por suerte, mentir era tan natural para él que no le costaba ningún esfuerzo. En otra época de su vida había tenido conciencia, pero de eso hacía tanto tiempo que ya ni lo recordaba con claridad.
La mentira funcionó, y eso era lo único que importaba. Aunque percibía claramente lo furiosa que estaba, no lo amenazó ni discutieron mientras salían del palco. De hecho, parecía tan tranquila que cuando se encontró con varios conocidos en la planta baja, cruzó unas palabras con ellos y se despidió sin la menor dificultad.
Al igual que muchas mujeres de su clase, era una actriz excelente. Sí, por dentro estaría deseando clavarle un puñal en su negro corazón, pero fingió marcharse del teatro en su compañía como si nada.
Cuando salieron al exterior, le complació ver que su góndola estaba preparada, aunque no le sorprendió, claro. Sus gondoleros, tal y como había confirmado Zeggio, eran de fiar. Sus antepasados, habían servido durante generaciones a las grandes familias de Venecia, protegiéndolas de traiciones tanto políticas como personales. De ahí que Uliva ni siquiera mirara a su señora en busca de confirmación cuando él le ordenó entre dientes que no tomara el camino habitual.
En un abrir y cerrar de ojos se abrieron paso por el Rio delle Veste, y dejaron atrás la multitud de embarcaciones congregadas junto a la puerta trasera de La Fenice.
La señora Esposito se acomodó en su asiento tal cual lo había hecho —recordó Peter— la noche en que interpretó el papel de don Carlos: con un codo apoyado en el marco de la ventana, la cara apoyada en el puño y la vista clavada en la escena que pasaba ante sus ojos.
Lo estaba relegando de sus pensamientos, como también lo hizo en aquella ocasión.
Ojalá él pudiera hacer lo mismo. Había cerrado la puerta de la cabina sin pensar. El espacio se redujo drásticamente, y a pesar de que la ventana estaba abierta, era demasiado pequeño, demasiado íntimo.
Aunque la góndola se deslizaba por el agua con suavidad, de vez en cuando sus caderas se rozaban, al igual que sucedía con sus hombros. Las faldas de su vestido de seda rozaban sus pantalones. La suave brisa que entraba por la ventana soplaba en su dirección, arrastrando consigo el delicado perfume de Lali.
Necesitaba una distracción. Una pelea sería lo mejor. Pero se negaba a ser él quien rompiera el silencio. Clavó la mirada en las pulseras de perlas y diamantes que adornaban sus muñecas por encima de los guantes e intentó distraerse calculando su valor.
A la postre, cuando dejaron atrás las embarcaciones de todos aquellos que estaban en el teatro, la oyó decir con una nota hastiada en la voz:
—Así que estaba ayudando a Rocio. ¡Qué galante!
—Creí que solo necesitaría una señal —repuso él—. Me ha sorprendido que quisiera retener al principito, sobre todo porque no le desea de verdad.
—Es una insensatez hacer creer a los hombres que se les desea —señaló ella—. De ese modo se muestran arrogantes.
La mirada desdeñosa que le lanzó fue tan fácil de interpretar como la señal de una taberna.
Se dijo que debía pasarla por alto. No pudo.
—Se refiere a mí. Soy presuntuoso, o a esa conclusión ha llegado.
—Parece tener la equívoca impresión de que languidezco por su compañía —dijo ella—. Le aseguro que puede quedarse muy tranquilo al respecto. Anoche tenía la mente aturullada por el susto y la razón nublada por la gratitud. Nada que ver con esta noche. Desaprovechó la única oportunidad de estar conmigo.
—No la he sacado del teatro por ese motivo.
—Ni por Rocio tampoco —afirmó ella—. Esa ha sido la excusa más tonta que he oído nunca... tan tonta como la que le ha dado a Pablo.
No tenía motivos para sentirse avergonzado, se dijo. Vivía de excusas tontas.
Sin embargo, por más fácil que le resultara mentir a los demás, era incapaz de mentirse a sí mismo. No podía fingir que desconocía el verdadero motivo por el que la había sacado del teatro. El hecho de que ella también lo supiera le provocó un rubor que ascendió desde el cuello. Se sentía como un imbécil. No, mucho peor. Él, todo un profesional, había vuelto a ser el impetuoso muchacho de su juventud.
Entretanto, ella siguió como si tal cosa, con esa sedosa mejilla apoyada en la mano mientras desviaba la mirada del paisaje y la clavaba en él.
—Usted estaba jugando con Pablo con la esperanza de que yo hiciera exactamente lo que he hecho —afirmó Peter.
Para su sorpresa, la vio sonreír.
—Ha funcionado, ¿no? Los hombres son muy fáciles. Son tan competitivos...
Se obligó a devolverle la sonrisa.
—Cierto. Nos peleamos entre nosotros por cualquier cosa, aunque no la queramos.
—Si está intentando bajarme los humos, tiene que esforzarse más —le aconsejó—. Recuerde que soy una divorciada, Lanzani. Me han insultado y difamado los mejores expertos.
Lo asaltó una sensación muy extraña. No podía ser su conciencia, dado que se la había dejado en Francia diez años antes. Era... irritación.
—Será mejor que recuerde, señora Esposito, que no soy un principito de veintiún años, sino un hombre de treinta y uno que ha visto un poco de mundo. No es la primera mujer que ha intentado conquistarme.
—Ni siquiera lo he intentado todavía —replicó ella—. Cuando lo haga, si acaso llego hacerlo, lo sabrá.
—Pues anoche puso mucho empeño.
Sus elegantes cejas se arquearon.
—¿Insinúa que me esforcé?
—Reconozco una indirecta cuando me la lanzan.
—Solo me mostré un poco interesada —puntualizó—. Ligeramente interesada. Estaba casi al borde del desinterés. Si hubiera llegado a esforzarme, un poquito nada más, habría sido usted incapaz de resistirse.
Recordó su risa de sirena. Sintió cierta alarma, pero la desterró.
—Se tiene usted en gran estima. Sin embargo, la fortuna en perlas que lleva encima no demuestra que sea irresistible, sino que algunos hombres son más débiles que otros.
Cierto hombre había sido ciertamente débil. Apartó la mirada de su altivo rostro para observar los pendientes largos de perlas y después la bajó hasta los dos collares. El primero y más corto estaba formado por una sarta de perlas con forma de lágrima cuyo tamaño iba aumentando hasta llegar a la más grande, que colgaba en el centro. Justo sobre su canalillo. A juzgar por la rapidez con la que sus pechos subían y bajaban, no era tan indiferente como aseguraba. El vestido tenía un escote muy bajo y estaba confeccionado con seda de color azul que recordaba el origen marino de las perlas. Las pulseras de perlas y diamantes que llevaba en torno a las delgadas muñecas brillaban sobre los suaves guantes.
Las joyas por sí mismas ya eran una imagen cruelmente excitante para un hombre que era, en el fondo, un ladrón. Le sacaba de quicio no poder robárselas sin más y luego olvidarse de ella.
—No me cree capaz de ponerle de rodillas —dijo ella con voz distante y desdeñosa—. ¿Quiere que apostemos?
Volvió a mirarla a la cara.
La tensión que vibraba en el felze se multiplicó por diez.
—No apuesto con mujeres —contestó—. No es justo.
—Esa es la excusa a la que se aferran los hombres cuando lo que sucede en realidad es que no soportan la humillación de perder con una mujer.
—Yo nunca pierdo —le aseguró él.
—Lo hará —sentenció ella—. A ver... ¿qué nos apostamos? —Cerró los ojos un instante mientras pensaba. Cuando volvió a abrirlos, relampagueaban—. Ya lo sé. Hay un conjunto de peridotos en Faranzi que me ha llamado la atención.
—¿Peridotos? Veo que no valora mucho sus habilidades...
—Estoy valorando sus ingresos —puntualizó ella—. Esos peridotos le resultarán extremadamente caros. Tendrá que pedir un préstamo para pagarlos. Un préstamo que no será excesivo para uno de los hijos menores de lord Westwood.
—Entiendo. No solo quiere hacer una apuesta costosa, sino también cruel y humillante.
La vio asentir con la cabeza.
—¿Y bien?
—¿Y si usted pierde?
—No perderé —fue su respuesta—. Pero si el hecho de imaginarlo tranquiliza su ego masculino, por favor, dígame qué quiere.
«Las carta —pensó—. Son las culpables de que tenga que enredarme contigo. ¡Solo quiero las dichosas cartas, maldita seas!». Sin embargo, aunque esa hubiera sido la única verdad, aunque las cartas hubieran sido lo único que aspiraba a conseguir, no podía reclamarlas como premio.
—El juego de peridotos.
Eso la sorprendió. Apartó la mejilla de la mano y ladeó la cabeza para observarlo con atención.
—Será un regalo para mi prometida.
La vio parpadear.
—¿Está comprometido?
Era una mentira muy fácil. Demasiado fácil. Estaba demasiado enfadado para utilizarla.
—Todavía no —contestó—. Pero todo se andará. Será un bonito gesto para mi futura esposa. Será un símbolo de que puedo defender mis principios y mi honor a pesar de enfrentarme a una tentación casi irresistible.
Lali entrecerró sus exóticos ojos.
—De «casi», nada.
—Ya lo veremos —replicó Peter—. Diga el día y el lugar.
Ella miró por la ventanilla.
—Ahora —dijo ella—. Tenemos tiempo de sobra antes de llegar a mi casa. Además, esto no debería llevarnos mucho tiempo.
Su confianza, ¡su maldita insolencia!, era increíble. Era irritante. Debería haberse mordido la lengua dado lo furioso que estaba. Debería haberse dado un tiempo para tranquilizarse y reflexionar. Pero estaba demasiado furioso... con ella y consigo mismo.
—A ver qué sabe hacer —la desafió.
Lali no recordaba la última vez que había estado tan furiosa.
La noche anterior se había puesto en ridículo y en ese momento él la creía suya para hacer lo que quisiera... cuando él quisiera y como él quisiera.
A sus ojos solo era una puta.
«Lo eres —le recordó la voz de la razón—. Elegiste serlo.»
Cierto. Pero aun así, las perlas que él veía como una señal de la debilidad de los hombres eran en realidad un símbolo de respeto, un símbolo de su poder.
Desde que abandonó Inglaterra, esa frígida isla de provincianos, puritanos e hipócritas, ningún hombre había sido irrespetuoso con ella. Salvo él.
Un inglés, por supuesto. Medio inglés, para ser exactos, pero esa mitad bastaba.
Necesitaba que le dieran una buena lección.
Cerró los postigos de la ventana que tenía al lado con mucha parsimonia. Se acercó a él, dejando que sus pechos le rozaran el torso, e hizo lo mismo con la otra ventana.
Cuando volvió a colocarse en su sitio, se percató de que Lanzani respiraba un poco más rápido que antes.
Puso las manos sobre el regazo.
—Así está mejor —dijo—. Nadie podrá vernos.
—No tendrán nada que ver —replicó él.
—Ya veremos.
Se miró las manos durante un buen rato y lo dejó esperando.
Dado que estaba sentado a su derecha, comenzó con el guante de la mano izquierda. Se lo bajó hasta la muñeca, donde quedó arrugado sobre las pulseras. Se dio un tironcito del pulgar, del índice y siguió con el resto de los dedos. Lo hizo muy despacio, como si estuviera pensando en otra cosa. Después se quitó el guante, pasándolo con cuidado por debajo de las pulseras.
Por último, lo soltó sobre su regazo.
No le miró. No le hacía falta. Sabía que estaba pendiente de sus manos. Sabía que se le había acelerado la respiración y que intentaba controlarla.
Así que procedió a hacer lo mismo con el otro guante, despacio, tranquilamente, como haría si estuviera sola en su vestidor. Desnudándose.
Soltó el segundo guante sobre el regazo.
Se colocó bien las pulseras y dejó que sus dedos se demoraran sobre las perlas y los diamantes que adornaban sus muñecas desnudas.
Levantó una mano.
Él se tensó.
No le tocó.
En cambio, se llevó el dedo índice a la oreja derecha. Siguió la curva del lóbulo y la parte posterior, deteniéndose en ese sitio medio oculto donde le encantaba que la besasen.
Lo sintió removerse sobre el asiento.
No le hizo caso. Fingió que estaba sola, disfrutando de sus joyas, de ella misma.
Deslizó el dedo por los pendientes, acariciando la perla redonda del broche, y después descendió por la que colgaba con forma de lágrima. La forma más sensual en una piedra preciosa.
Bajó la mano hasta el collar más corto y disfrutó del tacto de las grandes perlas. Las acarició una y otra vez, y después descendió poco a poco hasta la enorme perla que colgaba justo en el centro.
Y siguió bajando para juguetear con el otro collar. Y aún bajó más. Hasta el corpiño. Deslizó la mano sobre la seda, que susurró bajo su palma, y se cubrió un pecho.
Le oyó gemir.
No le miró. Observó su propia mano como lo habría hecho de estar sola... mientras se tocaba.
Siguió la línea del escote con el pulgar de un lado al otro, muy despacio, acariciándose la parte superior de los senos.
Después se bajó un poco el corpiño, descubriendo un centímetro de piel.
Lo oyó soltar el aire con fuerza.
—¡Diavolo! —masculló Peter al tiempo que la agarraba por la cintura y la alzaba hasta su regazo. La aferró por la nuca y acercó su cara a la suya.
Sucedió todo muy deprisa, más de lo que ella había esperado. No estaba lista. Aún no había terminado.
—No he term...
Sus labios la silenciaron. Eran cálidos, obstinados y estaban furiosísimos.
Le colocó las manos en el pecho y lo empujó.
«Aún no he terminado», pensó.
—Aún no...
Pero se le olvidó el resto porque sus labios eran cálidos, firmes y...
Y le aflojaron las manos, le nublaron la razón y lo convirtieron todo en un torbellino confuso y apasionado. Comenzó a nadar en un mar de sensaciones.
El olor. Un olor masculino. Una mezcla de jabón de afeitar, almidón y ropa limpia. El húmedo aire veneciano impregnaba su chaqueta. Y todo se mezclaba con el aroma de su piel.
El tacto. El roce de ese cuerpo grande, cálido y musculoso que se ocultaba tras la fachada civilizada. Sentía la tensión en sus fuertes muslos. Era consciente del calor que sentía bajo ella, de su erección.
Una inesperada sensación la asaltó de repente, con fuerza, y notó que la pasión reptaba por sus entrañas como una serpiente.
Deslizó las manos por su torso para aferrarse a los hombros y siguió subiendo hasta dar con los rizos negros, hasta enterrar los dedos en ellos. Se aferró a él mientras la abrazaba con fuerza y le devolvió el beso con la misma obstinación y la misma furia.
Obstinación y furia, pasión y deseo.
La lengua de Peter insistió en entrar en su boca y ella cedió. Su sabor era peligroso, pecaminoso... justo lo que le gustaba. Sabía a pecado. A todos los pecados que siempre le habían advertido que evitara. A todos los pecados que había cometido. A todas las reglas aprendidas que había quebrantado.
Oyó un sonido a lo lejos, una especie de zumbido, pero también oía un zumbido en su cabeza. No fue capaz de distinguir el uno del otro. Ni quiso hacerlo.
Solo le importaban las manos de él, esos dedos largos que se movían por su cuello, deslizándose por las perlas y por su piel hasta llegar a ese lugar al que lo había invitado en silencio un momento antes. Sintió que le bajaba el corpiño y le acariciaba los pechos. En ese instante él puso fin al beso para bajar la cabeza y ella arqueó la espalda para dejarle espacio. La besó con ardor y pasión en el pecho que acababa de descubrir antes de hacer lo mismo con el otro.
Después levantó la cabeza y esos oscuros ojos verdes la miraron, relucientes a la luz del farol.
—Eres una niña muy mala —le dijo con voz ronca.
Se la quitó de encima y la depositó de nuevo en el asiento. Sin muchos miramientos.
El acuciante deseo se transformó en rabia. Lali estuvo a punto de agarrarlo del cuello para asfixiarlo.
Sin embargo, el sentido común ganó la partida al recordarle que era demasiado grande para ella y que de ese modo haría un ridículo aún mayor del que sentía en ese momento.
Volvió a oír el lejano zumbido. Su corazón latía desbocado por la lujuria y la ira, pero no era eso lo que oía. Era el repiqueteo de la lluvia en el techo de la cabina.
Peter vio abrió un poco los postigos para echar un vistazo al exterior.
—Hemos llegado —dijo él con voz grave—. Has perdido, cara.
¿Ya habían llegado a casa?
Abrió los postigos con brusquedad.
Su casa.
Parpadeó sin dar crédito.
Lo miró, pero él seguía pendiente del exterior.
—¡Maledizione! —exclamó Peter.
Lali se inclinó hacia su lado para mirar.
Había una góndola enorme y ostentosa con los faroles encendidos junto al embarcadero de su casa, cuya puerta estaba abierta y la planta baja, iluminada.
En la entrada estaba el príncipe Pablo. Y a su lado, el conde de Goetz.
Lanzani se volvió hacia ella y comenzó a subirle el corpiño. Lali le apartó las manos de un manotazo y se cubrió con rapidez ella sola.
Se arregló las faldas y relajó la expresión. Cuando la góndola se detuvo, estaba preparada. Dejó que Lanzani la ayudara a desembarcar, pero fingió tener ojos solo para Pablo. Le regaló al príncipe su sonrisa más radiante e íntima y se dirigió a él como si fuera el único que importara, como si los otros no existieran.
—¡Qué agradable sorpresa! —exclamó—. ¿O no debería sorprenderme? ¿Habíamos acordado una conversazione y lo he olvidado por todo lo que ha pasado estos días?
—No, madame, nada de eso —contestó Goetz—. Nos encontramos aquí porque queríamos informarla sin pérdida de tiempo.
Su Alteza se limitó a asentir con la cabeza. Sin duda estaba intentando recuperar el juicio, pues lo había perdido ante la deslumbrante sonrisa de Lali.
—Acababa de marcharse usted con el señor Lanzani cuando recibí un mensaje —explicó el gobernador—. Han capturado a un hombre que huía hacia el interior en una góndola robada. Tenemos razones para creer que puede ser uno de sus atacantes. Lo hemos arrestado. Señor Lanznai, debo pedirle que me acompañe para identificarlo y así evitar la penosa tarea a la dama.
—No pasa nada —le dijo Pablo—. No debe temer nada, madame. Yo me quedaré para protegerla... como un perro guardián. —Miró a Lanzani con expresión desafiante.
Aunque dicha expresión no logró ocultar su inseguridad. Y tenía motivos para no estar seguro, desde luego: Lali había rechazado todos sus intentos de protegerla en el pasado.
Se acercó a él.
—Es muy amable, Alteza. Gracias. Será un placer disfrutar de su compañía.
Los ojos grises del príncipe se iluminaron. Sus labios esbozaron una sonrisa y su expresión se convirtió en la viva imagen de la felicidad.
¿Cómo no corresponder a esa sonrisa, a esa dulzura?
Lali miró al gobernador, fingiendo que le costaba Dios y ayuda apartar la vista de Pablo.
—Hasta pronto, Ilustrísima —dijo. El conde le hizo una reverencia.
Apartó la mirada del gobernador y se cogió del brazo de Pablo.
—Addio, señor Lanzani. —Se despidió de él por encima del hombro como si no fuera importante y subió los escalones al lado de Pablo. Sin volver la vista atrás.

Más tarde, en el Palacio Ducal
Peter deseaba con toda su alma que los austríacos hubieran atrapado al hombre correcto porque necesitaba hacer daño a alguien con urgencia.
Había faltado el canto de un penique para que perdiera el sentido común y se acostara con la Esposito allí mismo, en la góndola.
Ni que fuera un jovenzuelo imberbe con su primera ramera...
Había sido la enorme perla, que le golpeó la cabeza cuando estaba a punto de dejarse llevar por la suavidad y el dulce perfume de sus pechos. De no haberlo golpeado, no habría recuperado el sentido común, no habría recordado dónde estaba, ni lo que ella era ni lo que él estaba a punto de hacer.
Se puso rojo como un tomate al recordarlo.
«¡Imbecille! —se recriminó—. ¡Idiota!»
Menuda manera de hacerse el duro, sí...
Esposito se habría acostado con él, habría ganado su apuesta y lo habría despachado al punto. Tenía peces mucho más gordos en sus redes.
Peridotos, nada menos. Baratijas, para ella, aunque si se había encaprichado de esas piedras, seguro que su precio llevaría al hijo menor de cualquier aristócrata al pozo de los prestamistas, del que a lo mejor nunca podría salir.
Aun así, había conseguido salvarse. Había ganado y ella estaba furiosa. De no haber aparecido Goetz con el príncipe embelesado, posiblemente la habría provocado hasta el punto de que ampliara la apuesta.
«Le daré otra oportunidad», podría haberle dicho. Ella lo habría invitado a entrar en su casa y, si era listo y cuidadoso, le habría confesado algún secreto.
Pero no. En cambio, debía pasar horas enfangado en aguas burocráticas, intentando sonsacar información a un rufián mientras ocultaba al gobernador austríaco sus verdaderas intenciones.
En eso estaba pensando cuando entró con el conde de Goetz en el Palacio Ducal. De camino hacia el lugar, habían discutido acerca de cómo tratar al sospechoso, y había logrado liar al gobernador hasta el punto de que el hombre se creía el creador del plan. En ese momento, después de atravesar los estrechos y oscuros pasillos que partían de la sala del consejo, se encontraban en la sala de la Inquisición.
No era una estancia agradable. Hasta el más insensible se percataría de su negra historia, como si estuviera maldita por las almas de todos los que habían sufrido entre sus muros.
El miedo era una táctica antigua pero muy eficaz, y los austríacos lo sabían. Para inspirar terror al prisionero, lo habían encerrado en uno de los pozzi, los «pozos». Las diminutas, oscuras y húmedas celdas estuvieron, tiempo atrás, atestadas de gente que se había enfrentado a la República de Venecia. En ese momento, era un lugar muy solitario.
Mientras Goetz y él esperaban a que sacaran al hombre de las profundidades de su prisión, el gobernador mostró a Peter esa parte del Palacio Ducal.
El prisionero apareció a la postre, rodeado de guardias. Una precaución innecesaria dados los pesados grilletes que llevaba en los tobillos.
Tal como había acordado con Goetz, permaneció oculto en las sombras. El prisionero se concentró en el gobernador y no prestó la menor atención a Peter, pues lo consideraba un mero subordinado. El interrogatorio se llevó a cabo en italiano.
Aunque no llegó muy lejos. En primer lugar, porque el dialecto meridional del sospechoso era incomprensible para el gobernador e incluso para el mismo Peter. Y en segundo lugar, porque el individuo, que decía llamarse Piero Salerno, afirmaba no saber nada acerca de ninguna dama. Según él, se había caído de una barca de pesca. No intentaba robar la góndola. Solo se subió porque estaba cansado de nadar.
Esa era su historia. No tenía sentido alguno, pero se aferraba a ella como a un clavo ardiendo.
Goetz suspiró y se volvió hacia Peter.
—Señor, ¿conoce usted a este hombre?
El prisionero dio un respingo, ya que al parecer se había olvidado de su presencia. En ese momento estiró el cuello y observó las sombras donde se encontraba el acompañante del gobernador, con los ojos entrecerrados.
Aunque habían dejado varias zonas de la estancia a oscuras —a petición de Peter—, el lugar donde se encontraba el prisionero estaba bien iluminado. Y lo habría reconocido aun con mucha menos luz. Había visto su rostro de pasada, pero su trabajo consistía en fijarse en los detalles y recordarlos.
—Es él —contestó.
Salió de las sombras.
Piero se encogió y retrocedió un paso a toda prisa. Uno de los guardias lo devolvió a su lugar con un golpe de fusil.
—¡Qué pena! —exclamó—. Esperaba que fuera el otro. Este se limitó a remar.
—Es cómplice —señaló Goetz—. La pena es la misma.
—¿Y si coopera? —preguntó Peter—. Tal vez si hablara con él a solas, sería más comunicativo.
—¡No! —gritó, abriendo los ojos como platos.
La noche de marras no había huido muy lejos. A juzgar por su reacción, había presenciado lo que le hizo a su enorme amigo.
Peter le lanzó una sonrisa.
Goetz les hizo una señal a los guardias y los tres salieron de la estancia, dejando a Peter a solas con el prisionero.
Lanzani se dirigió al hombre en un italiano sencillo, el más llano que sabía.
—No ha sido una buena noche para mí, Piero. He tenido que salir del teatro antes de que acabara la ópera... ¡He tenido que dejar a Rossini! Una mujer me pone la cabeza como un bombo contándome sus problemas con los hombres y otra me retuerce las pelotas. Yo no quería venir, que conste. Tengo mejores cosas que hacer. Los mentirosos de pacotilla como tú me estáis haciendo perder un tiempo que nunca podré recuperar. No estoy de buen humor y quiero hacer daño a alguien. No eres el primero de mi lista, pero me servirás, asquerosa piltrafa.
Dio un paso hacia él. Piero intentó retroceder, pero se tropezó con los grilletes y cayó al suelo.
Peter lo cogió del brazo y lo levantó de un tirón, con fuerza suficiente para arrancarle un grito.
—Puedo tirar más fuerte—dijo—. Puedo descoyuntártelo. ¿Quieres que te lo demuestre?
Piero comenzó a gritar.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Me quiere matar!
Intentó echar a correr hacia la puerta, pero volvió a tropezar. Cuando Lanzani se agachó para volver a levantarlo, el hombre reculó por el suelo.
—A nadie le importa si gritas, escoria —dijo—. A nadie le importa si te mato. El gobierno se ahorraría el coste del juicio y de la ejecución. Pero voy a darte un consejo: después del mal humor que me han acarreado esas mujeres, yo no armaría tanta escandalera si estuviera en tu lugar.
Volvió a ponerlo de pie de un tirón. En esa ocasión lo sostuvo por el brazo y apretó con fuerza. Piero gimoteó.
—La única manera de mejorar mi humor —prosiguió— es decirme quién eres, quién es (o era) tu amigo y por qué atacasteis a la dama. Voy a contar hasta tres para darte tiempo a que mejores mi humor. Uno. Dos.
—Lo hicimos —dijo el hombre—. Atacamos a la puta.
Peter apretó con más fuerza.
Los ojos de Piero se llenaron de lágrimas.
—El que tiró al agua es Bruno. Yo me escondí a esperarlo, pero no apareció. Creo que lo mató. Y por eso robé la góndola para volver.
—Eso da igual —le aseguró—. ¿Por qué viniste a la ciudad?
—Para robar. Es lo que hacemos Bruno y yo. Tuvimos problemas en Verona y fuimos a Mira. La puta estaba allí durante las vacaciones de verano. Todo el mundo hablaba de las joyas que tiene. Pero después se fue de la villa y volvió a Venecia. Y nosotros vinimos a Venecia, porque es más fácil seguirla aquí que en un pueblecito donde todo el mundo observa a todo el mundo. Vinimos a Venecia y esperamos el momento oportuno.
Una vez que abrió la boca, fue imposible pararlo. Aunque poco de lo que dijo tenía importancia.
¿Ir a Venecia solo para robar? No tenía el menor sentido. Era mucho más fácil delinquir en cualquier otra parte de Italia... En los Estados Pontificios, por ejemplo, donde la corrupción estaba a la orden del día. O más al sur, en el reino de las Dos Sicilias. Pero en Venecia, donde gobernaban los austríacos... No tenía sentido.
A pesar de todo, Piero no se desdijo en ningún momento. Solo se trataba de un robo, nada más, insistió. Bruno decidió divertirse un poco violando a la víctima. No había intentado estrangularla, solo le apretó el cuello para que no gritase, aseguró.
—Es una puta. Eso les gusta, como todo el mundo sabe y...
Peter lo empujó con tanta fuerza que el prisionero tropezó y cayó al suelo.
Esa vez lo dejó donde estaba.
Porque si volvía a tocar a ese cerdo, lo mataría.
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeVie Nov 18, 2011 7:53 pm

Haber que me aclare......son tontos!!!!!! son igual de niños y de tercos....Lali debe estar furiosa...y lo peor es que ahora se queda a solas con Pablo.......juuuuuu me pongo nerviosa....jajajajaja
Cariñeteeee necesito mas!!!! jajaja esto se enreda cada vez mas y encima parece que encima de no avanzar van para detrás....
Besos Guapaa!!
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeSáb Nov 19, 2011 12:21 pm

CAPÍTULO 06


Y hasta los más sabios, que hacen lo que pueden, tienen momentos, horas y días tan distraídos que podrías golpearlos con los abanicos de sus damas; en ocasiones las damas los golpean con excesiva fuerza, los abanicos se convierten en cimitarras en sus hermosas manos, y nadie comprende el cómo ni el porqué.
LORD BYRON
Don Juan, Canto I

Peter no zanjó tan rápido los asuntos burocráticos como había zanjado el tema de Piero. El gobernador lo retuvo en el Palacio Ducal hasta pasado el amanecer, poniendo todos los puntos sobre las íes.
Habría vuelto a casa de Esposito a pesar de la indecencia de la hora, pero era muy consciente de que el hedor del apestoso cuerpo de Piero y del resto de los olores que a ese cerdo se le habían pegado en la celda se habían impregnado en su ropa.
De modo que fue a Ca' Munetti. Sus criados estaban despiertos a esa hora, así que no tuvo que esperar mucho para darse un baño. Después, informó brevemente a Zeggio y a García de lo que había averiguado a través de Piero.
Y acto seguido se metió en la cama, diciéndose que una vez que se le hubiera despejado la cabeza, encontraría la manera de sortear el obstáculo.
Durmió muy poco tiempo por culpa de un sueño. Comenzó de manera espléndida, con una Esposito desnuda que se abalanzaba sobre él, le echaba los brazos al cuello y pegaba ese voluptuoso cuerpo contra él. Después aparecía Pablo y ella lo apartaba de un empujón para abalanzarse sobre el príncipe.
Se despertó con un sobresalto, consciente de que no se hallaba solo.
Se sentó en la cama. García y Zeggio estaban en el vano de la puerta, mirándolo con expresiones preocupadas.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué pasa?
—Estaba gritando, señor —respondió García con aire contrito—. Cosa que no suele hacer, como le decía al señor Zeggio. Pero era en italiano y no he entendido lo que decía.
—Yo se lo he dicho. Solo gritaba: «¡Vuelve aquí, maldita seas!» —dijo Zeggio—. Le he dicho que no es para alarmarse. Que solo es un sueño, nada más.
—Pero como estuvo en los posos anoche...
—Pozzi —corrigió Zeggio—. Las celdas están en la tierra, como pozos, nada que ver con los posos.
—Creí que eso lo había trastornado un poco, señor. Por el tiempo que pasó en París en aquel infierno... donde esos asquerosos gabachos lo torturaron. Por eso dije que teníamos que despertarlo. Pero se ha despertado solo.
Había pasado casi un año recuperándose de las técnicas de interrogación francesas. Hacía mucho tiempo de aquello, diez años. El dolor fue fácil de olvidar, pero el resto de los detalles estaba grabado a fuego en su memoria.
No era el único a quien habían traicionado, pero sí fue uno de los pocos afortunados. Dos de sus camaradas habían sido torturados hasta morir. Las cicatrices que tenía, al menos las que se veían, se habían borrado. Le habían vuelto a crecer las uñas. Y había regresado al trabajo, decidido a igualar el tanteo. Pero en aquel entonces era muchísimo más joven. A esas alturas de la vida tardaría años en recuperarse... si acaso lo conseguía, cosa de la que no estaba muy seguro. En ese momento también comprendía que el rastro de la traición no solo era intrincado, sino infinito.
«Ya soy demasiado viejo para esto», pensó.
—Dame algo que ponerme —dijo a García—. Y saca la navaja de afeitar.
Se afeitó y se vistió con rapidez, como de costumbre. No era su estilo pasar horas acicalándose.
Estaba dando buena cuenta del desayuno cuando Zeggio, que se había marchado para preparar la góndola, apareció con un paquetito en las manos.
—Lo ha traído una doncella —dijo—. Es de la signora Esposito.
Observó el paquete, elegantemente envuelto.
Dejó a un lado la taza de café, cogió el paquete y lo desenvolvió.
Reconoció la forma de la caja.
La abrió con gesto serio.
No le hizo falta levantar la vista para saber que García y Zeggio se habían acercado. Miraron primero el contenido de la caja y luego su rostro.
No tiró la elegante caja al otro lado de la habitación. Los peridotos no eran perlas, diamantes ni esmeraldas, cierto. Pero los de calidad no eran baratos. Sabía muy bien que la realeza llevaba peridotos, y ese conjunto en concreto, con las piedras engastadas con brillantes, era digno de una reina. Se sentó y siguió mirándolo mientras hervía de furia, a pesar de no tener motivos—ninguno lógico, al menos— para estar enfadado.
Era una burla, solo eso. La apuesta no tenía la menor importancia para ella. El precio de los peridotos era irrisorio. Ese era el mensaje que le enviaba. Para ella solo había sido una diversión pasajera, un juego para pasar el tiempo hasta llegar a su destino, donde la aguardaba una presa muchísimo más importante.
Cuando recuperó la voz, dijo:
—Una apuesta sin importancia, nada más. La señora Esposito paga puntualmente, desde luego. Seguro que envió a la doncella a que esperara en la puerta de la tienda hasta que abrieran.
—Son unas piedras magníficas, señor —dijo García.
—Sí que lo son—convino Peter—. Es una buena perdedora. Debo darle las gracias. En persona. Zeggio, ¿has preparado la góndola?
Aunque había hablado con voz calmada y baja, algo hizo que Zeggio saliera a toda prisa de la estancia.
Y que Garcóa frunciera el ceño.
—Señor...
Lanzani lo interrumpió, levantando una mano.
—Yo me encargo de esto.
—Sí, señor —dijo García.
—Al menos he averiguado algo —murmuró.
—Sí, señor. Solo fue un robo, no tiene nada que ver con...
—Por fin entiendo por qué Rinaldi se divorció de ella —afirmó—. Lo que no entiendo es por qué no la estranguló.

Palazzo Neroni, poco tiempo después
Lali estaba desnuda.
O al menos así la describiría cualquier persona respetable, que protestaría por lo que dejaba a la vista.
Ni llevaba un vestido mañanero decente ni un salto de cama apropiado.
En lugar del recatado camisón de algodón que las mujeres decentes se ponían para dormir, ella llevaba un exquisito camisón de seda amarillo claro. El escote se ajustaba con un par de cintas de seda rosa y el corpiño igual, pero bajo el pecho. Sobre el camisón llevaba una bata de seda de un amarillo aún más claro, que más bien parecía beis. En contraste con la sencillez del camisón, la bata estaba adornada con kilómetros de volantes, encajes y brillantes recamados, adornados con perlas diminutas.
Cuando entró en el Puttinferno, lamentó no haber ordenado que le sirvieran el desayuno en la intimidad del gabinete contiguo a su vestidor.
Bueno, ya era demasiado tarde. Seguro que su aspecto escandalizaba a los niños de yeso y pintura.
Los ignoró, a ellos y a sus dedos regordetes que señalaban a la gran prostituta que había entrado en la estancia, y miró a Pablo, que se había puesto en pie con una sonrisa nada más escuchar sus pasos. En cuanto la vio, abrió los ojos como platos, se quedó boquiabierto y se llevó una mano al corazón mientras murmuraba algo en su idioma.
—Buenos días —lo saludó Lali con una sonrisa muy íntima.
Por suerte, Arnaldo estaba allí para apartarle la silla, ya que Su Alteza estaba temporalmente non compos mentis.
Tras un momento de ensimismamiento y varios comentarios más en su idioma, el príncipe consiguió acordarse de su inglés.
—Parece... parece... espuma de jabón —dijo—. Nunca he visto nada tan hermoso. En mi país, las mujeres no se visten para... para... para enseñar tanto sus encantos.
—En mi país tampoco —admitió ella.
—Me alegro de que no estemos ni en su país ni en el mío —dijo el príncipe.
En ese momento se percató de un sonido distante, procedente del portego. Arnaldo le sirvió café y se marchó.
Dio un par de sorbos. Mordisqueó una galleta y la dejó a un lado porque le temblaban las manos.
El corazón le latía desbocado, pero siguió regalando sonrisas soñolientas al príncipe mientras dejaba caer sutiles indirectas que se escapaban a su rubia cabecita.
Arnaldo regresó.
—El signor Lanzani ha llegado, signora—anunció el mayordomo—. ¿Desea que le diga que vuelva en otro momento? —Ni siquiera miró al príncipe mientras lo decía.
—No, que suba—contestó.
No añadió: «Le estaba esperando».
Arnaldo se fue para cumplir con sus órdenes.
—Me apuesto... —Se interrumpió y esbozó una enorme sonrisa. Fue incapaz de reprimirse. Había perdido la apuesta, pero Lanzani iba a enterarse de que se enfrentaba a toda una maestra del juego—. Quería decir que el señor Lanzani seguramente viene para informarnos de lo sucedido anoche con el hombre que apresaron.
—Me preguntaba cuándo recibiríamos noticias —dijo Pablo—. Ha tardado mucho. Ya estaba pensando en enviar a un criado a buscarlo para que nos diera explicaciones.
—Los asuntos legales siempre tardan una absurda eternidad —repuso ella—. Reglas y normas. Papeles que firmar...
—Cierto, cierto —convino Pablo—. A veces las firmas de los papeles me vuelven loco. Tantas reglas. Y luego todo el protocolo... Hablar con este y con aquel... Escuchar las quejas dé uno y los deseos de otro que quiere que haga algo. Pero cuando gobierne Gilenia, la situación empeorará. Debo aprender de usted, madame, porque es usted muy paciente y agradable.
—Su compañía saca a relucir mis mejores cualidades —declaró Lali.
El príncipe se ruborizó de placer.
¡Qué fácil era complacerlo!
Extendió un brazo por encima de la mesita y le cubrió una mano con la suya.
—Es usted muy bueno —le dijo——. No sé cómo ha llegado a serlo, pero le pido por favor que no cambie nunca.
—¿Bueno? —repitió él con una carcajada—. Pero yo no he venido a Venecia para ser bueno.
—Ha venido para ser malo —puntualizó ella—. Lo entiendo perfectamente. Pero se puede ser malo y a la vez... —añadió mientras le acariciaba la mano— mantener la bondad de corazón.
Arnaldo regresó.
—El signor Lanzani —anunció.
Pegado a sus talones, como una sombra peligrosa, llegó el problemático hijo de lord Westwood, con el paquete que ella le había enviado en las manos.
Un brillo peligroso apareció en esos ojos azules cuando pasaron del sonrojado y feliz rostro de Pablo a la mano de ella, que descansaba sobre la del príncipe.
«Es una profesional», se recordó Peter mientras soltaba los saludos de rigor y ella respondía también con los saludos de rigor y el obnubilado Pablo se deshacía en principescas muestras de cordialidad.
«Tú eres un profesional, Pitt —se dijo—. Compórtate como tal.»
Y así fue como surgió la pregunta más lógica, dadas las circunstancias: ¿Cuál sería la manera más profesional de matar a Pablo?
Vio que madame Esposito apartaba la mano de la del príncipe muy despacio.
—Acabamos de sentarnos para desayunar, señor Lanzani. ¿Le apetece acompañarnos?
Debía de ser mediodía por lo menos, seguramente más tarde. No se había molestado en mirar el reloj al salir de casa, pero la posición del sol le indicaba que era mediodía. Se dijo que no debía pensar en lo que habrían estado haciendo desde que los dejó... que no debía pensar en cómo habrían pasado la noche... que no debía imaginárselos abrazados entre sábanas arrugadas, remoloneando en la cama mientras el sol entraba por las ventanas.
Era difícil no hacerlo, sobre todo por el etéreo atuendo de madame.
Arnaldo acercó una silla a la mesita tan íntima... dispuesta para dos. Colocó otro servicio. Peter se sentó.
Madame Esposito regaló a Pablo una sonrisa seductora. El príncipe se la devolvió, encantado consigo mismo.
¿por qué no iba a estarlo? Él se encargó de prepararle el terreno la noche anterior, calentándola. Su Alteza solo tuvo que concluir el trabajo.
Se percató de que estaba agarrando el paquete con demasiada fuerza. Lo dejó sobre la mesa.
Pablo lo miró.
—Veo que ha traído un regalo para madame.
—No exactamente —replicó.
—¿Qué ocurre, señor Lanzani? —le preguntó ella—. ¿No es lo que quería, el regalo perfecto para su prometida?
—¿Está comprometido?—quiso saber Pablo—. ¡Felicidades!
—No estoy comprometido —contestó.
—Todavía no —señaló madame Esposito—. Pero quiere estar preparado.
Pablo asintió con la cabeza.
—En mi caso está todo preparado. Pronto estaré comprometido. Aún no se ha elegido a la muchacha. Una de mis primas, tal vez. O alguna procedente de una gran familia de Italia, de Rusia, de Hungría o de otro lugar parecido. La mitad del mundo quiere establecer una alianza con mi país, pero son los rusos los que más me molestan. Ojalá me dejaran tranquilo, pero no puede ser. Por desgracia, un hombre de mi posición no puede casarse por amor.
El príncipe miró a Lali de un modo conmovedor.
Y ella le devolvió la mirada.
«Discúlpenme, pero tengo que ir a vomitar», pensó Peter. Se puso en pie.
—Bueno, me despido entonces.
Aquellos exóticos y seductores ojos marrones se abrieron de par en par.
Vaya, vaya, ella no había previsto su retirada. Se había creído capaz de atormentarlo cuanto le viniera en gana.
«Lo siento, cara. Me han torturado los mejores expertos», pensó.
—Pero no ha tocado el desayuno —protestó ella.
—¿Y qué ha pasado con el hombre que apresaron? —preguntó Pablo—. Esperaba que hubiera venido para informarnos sobre ese asunto, para tranquilizar a madame.
¡Maldición! Se había olvidado de Piero. Había olvidado todo lo que se suponía que debía recordar.
Se le había ido todo de la cabeza al ver el apuesto rostro de Pablo radiante de felicidad... Al ver esos inocentes ojos grises, que apenas habían visto mundo, y mucho menos presenciado sus traiciones y horrores... Al ver su felicidad por tener a la mujer que deseaba... Al ver esa satisfacción tan completa, propia de alguien que no conocía la duda, los desengaños, las traiciones...
Al ver que ella le estaba acariciando la mano, alimentando sus sueños...
«Nada de excusas, Pitt. Te estás dejando guiar por tus bajos instintos», se recriminó.
—No quería aguarles el desayuno con un tema tan desagradable —dijo Lanzani.
—Todo lo contrario —repuso ella—. Seguro que mi apetito mejora si se ha realizado algún progreso en ese asunto.
Lali le hizo un gesto para que volviera a sentarse.
Peter permaneció de pie. No se quedaría ni un minuto más de lo necesario. Tenía que salir de allí y recuperar el sentido común.
—El hombre que está apresado es el que manejaba los remos —dijo— Ha confesado. Querían sus joyas. Pero el otro, al parecer, creyó que sería divertido violarla. Su compinche afirma que no intentaba estrangularla, solo evitar que gritase.
La vio llevarse la mano a la garganta; de forma inconsciente, no le cabía la menor duda. Fue una reacción instintiva, al igual que el hecho de que se quedara lívida.
Su reacción también fue instintiva. La atrapó en cuanto la vio tambalearse. La cogió en brazos y la llevó al sofá.
Peter, sorprendido, tardó un momento en reaccionar. Sin embargo, antes de que se pusiera a llamar a gritos a los criados, Peter le dijo:
—Alteza, humedezca una servilleta, si es tan amable.
El príncipe se apresuró a cumplir sus órdenes y corrió hacia el sofá, donde él ya se había sentado tras dejarla tendida. Cogió la servilleta humedecida y se la pasó por la frente, las sienes y las mejillas.
La vio parpadear varias veces antes de mirarlo fijamente. Las motitas doradas de sus iris eran visibles a la luz del mediodía.
—¡Madre de Dios! —exclamó—. ¿Me he desmayado?
—Madame, tal vez haya sido demasiada emoción para usted justo después de levantarse de la cama —dijo Pablo—. Soy un necio. ¿Por qué no se me ocurrió decir al señor Lanzani que esperara hasta que hubiera comido algo? Solo ha cogido una galleta, y solo le ha dado dos mordisquitos.
—Tal vez tenga razón —convino ella—. ¡Qué vergüenza! Nunca me había desmayado.
—Mi dispiace —se disculpó Peter—. Lo siento mucho.
«¡Imbecille! —se reprendió para sí mismo—. ¡Idiota!»
No tenía conciencia, cierto. El problema era que había dejado que sus emociones se impusieran a la razón más de la cuenta.
Había sido cruel, de forma deliberada.
Estuvo presente en el momento del ataque. Había visto lo que ella había tenido que soportar, el susto tan grande que se había llevado. En ese momento, a la luz del día, veía las marcas que todavía tenía en el cuello.
El problema era que también veía a Pablo, prácticamente flotando en su nube de dicha poscoital.
—Pero eso es una buena noticia, ¿no? —preguntó el príncipe—. Han encontrado a un hombre. Está en prisión. Al otro lo encontrarán pronto, a menos que esté muerto y el mar se lo haya llevado. Debería ser un consuelo, madame. Nadie permitirá que le hagan daño. Yo hago guardia de noche y el señor Lanzani está aquí para ocupar mi lugar.
Peter parpadeó y miró al príncipe.
—¿Ocupar su lugar?
—Usted está aquí. ¿Tiene usted que hacer algo más importante? —le preguntó Su Alteza—. Yo no dejaría a madame sola, de poder evitarlo, pero mi vida no me pertenece para vivirla a mi antojo. Debo recibir en audiencia a esos molestos rusos. No me importa dejarlos horas esperando, pero debo verlos antes de la cena, otro compromiso también imposible de cancelar. Los bávaros han organizado una gran cena en mi honor y debo hacer acto de presencia. Debo cambiarme de ropa y afeitarme. —Se frotó el mentón—. Madame es muy paciente. No se queja. Pero la barba no resulta agradable a las damas, y lo sé muy bien.
Su Alteza se fue poco después, no sin antes haber recordado a Peter varias veces que se asegurase de que madame comía como era debido.
Para entonces, la susodicha ya se había recuperado por completo. Se levantó del sofá y acompañó a Pablo hasta el portego, donde le dio un beso en la mejilla. El príncipe se ruborizó de placer mientras le cogía la mano y se la besaba, no como un muchacho, sino como un miembro de la realeza y un hombre de mundo.
Y por fin se marchó.
Madame Esposito no regresó a la mesita donde estaba servido el desayuno, sino que pasó por su lado y se detuvo junto a la ventana.
La luz del sol hacía que las perlitas de la bata brillaran. Y que la tela de su... escaso salto de cama fuera casi transparente.
A pesar de que la bata relucía a la luz del sol y de que los volantes se agitaban al menor movimiento, Lanzani distinguía perfectamente la curva de sus pechos. Cerró los puños sin darse cuenta al recordarlos en sus manos: su suavidad y su firmeza, cómo las llenaban. Recordaba perfectamente el dulce aroma de su piel. De haber sido un perro, estaría babeando. Tal como estaban las cosas, su cerebro estaba cerrando la oficina del sentido común y ya tenía preparado el cartel de CERRADO.
Intentó apartar la mirada, pero sus ojos la recorrieron por voluntad propia. Distinguía el contorno de sus caderas y de sus largas piernas.
—¿Qué probabilidades hay de que encuentren al otro? —la oyó preguntar.
—¿Al otro?
Se obligó a alzar la mirada hacia su perfil. Y se percató que estaba mirando por la ventana.
—Al otro criminal —puntualizó ella.
—Esposito, ponte algo encima —le ordenó.
—No —dijo ella.
—Lo estás haciendo a propósito —le recriminó.
—Sí —confirmó ella.
—Para castigarme —añadió.
—Sí.
—Sabías que vendría.
—Sí.
—Por eso me mandaste los peridotos.
—Sí.
—Y te has acostado con él para vengarte.
Eso hizo que volviera la cabeza para mirarlo.
—Pues no —dijo—. Nunca me he acostado con nadie por venganza. Soy una mujer de negocios.
—¡Él no lo sabe! ¡Está enamorado de ti hasta las cejas!
—Ah, sí. El primer amor. No hay nada igual. ¿Qué dice Byron? «Pero más dulce que todo esto, más dulce que cualquier otra cosa, es el primer y apasionado amor. No tiene parangón, como el recuerdo de la caída de Adán. El árbol del conocimiento se ha quedado sin frutos... todos lo saben...» —citó.
—«Y la vida carece de otra cosa que recordar» —añadió él— «Que sea merecedora de este pecado divino, tan repetido en las leyendas como el imperdonable fuego que Prometeo robó a los dioses para entregárnoslo.»
Estaba recitando los versos de Don Juan, cuando se percató del cambio que sufría su expresión. La vio ruborizarse por momentos.
—¿Así fue para ti tu primer amor? —preguntó Peter—. ¿Dulce? ¿Y por el hecho de haber sufrido un desengaño estás decidida a hacerle el mismo favor al primer inocente que se cruce en tu camino, estás decidida a condenarlo?
—Una reacción muy enternecedora —dijo ella—. Se te debe de haber reblandecido también el cerebro, si me tomas por tonta. El príncipe te importa un comino. Lo que te molesta es que intentaste jugar conmigo y te salió el tiro por la culata. Conozco ciertos juegos con los que ni siquiera has soñado, Lanzani. Y siempre juego para ganar. Lancé un señuelo y tú picaste. Fuiste tras él como un perro en busca de un palo.
—Se apartó de la ventana con un brusco movimiento que agitó los volantes y se acercó a la mesa. Tomó la caja de las joyas y se la arrojó.
Peter la cogió al vuelo sin pensar.
—Pero ya me he cansado de este juego —dijo—. Vete a casa, chucho, y llévate tus juguetitos.
Peter bajó la mirada hasta la caja que tenía en la mano. Alzó la vista y la posó en aquel rostro de expresión altiva.
Lali contuvo el aliento.
Se había pasado de la raya. Iba a tirarla por la ventana. Era lo bastante fuerte para hacerlo.
Y, la verdad, no podría culparlo.
Se preparó para algo, aunque no sabía qué. O el estrangulamiento o un paseíto a través de la ventana hacia el canal, o tal vez otro latigazo de esa afilada lengua suya.
Peter no tenía ni idea de lo mucho que le habían dolido sus comentarios acerca de su primer amor. O tal vez sí.
Le vio soltar muy despacio el estuche de los peridotos.
Pensó fugazmente en acercarse a la campanilla del servicio para pedir ayuda.
Lanzani dio un paso hacia ella.
Se quedó paralizada.
—Tú —le oyó decir—. ¡Tú! —exclamó antes de detenerse y llevarse una mano a la cabeza. Vio que le temblaban los hombros.
Peter soltó una estruendosa carcajada, tan repentina como un disparo.
Ella dio un respingo.
Y él siguió riéndose mientras se alejaba.
Siguió petrificada, sin dar crédito a lo que veía.
—¡Diavolo!—exclamó Lanzani al tiempo que meneaba la cabeza—. Me voy. —Se alejó en dirección a la puerta, meneando la cabeza—. Addio —se despidió.
Y se fue, llevándose las joyas consigo y dejándola boquiabierta.
Permaneció tal cual estaba un momento, abriendo y cerrando los puños.
—¡Cerdo arrogante y presuntuoso! —exclamó. Caminó hacia la puerta y salió al portego.
Ya se había hartado. Era la última vez que le daba la espalda, la última vez que la dejaba con dos palmos de narices.
Sabía cómo detener a un hombre en seco, y él...
Se detuvo en seco, ella.
En el portego había dos hombres. En cuanto oyeron sus furiosas pisadas, ambos la miraron.
Uno era Lanzani.
El otro era varios centímetros más bajo, y unas tres décadas más viejo.
—Madame —oyó que alguien decía desde su derecha. Se percató de la presencia de Arnaldo. Debía de haber pasado por su lado cuando este se disponía a anunciar al recién llegado. Lo oyó carraspear—. El conde de Magny —anunció.
—Ma foi, Lali —dijo el susodicho—. ¿Qué haces corriendo por estos pasillos medio desnuda? ¿Te has vuelto loca, niña? Ponte algo encima.
—Monsieur...
—Vamos, vamos —insistió el conde mientras agitaba una mano—. Yo entretendré a tu amigo.
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Vero_me
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeSáb Nov 19, 2011 4:23 pm

No se si reír o llorar jajajaja por que tan necios??? es que no van hacer una bien? pelea pelea pelea....... cada vez que abren la boca es para peor jajajja en serio me gusta mucho es muy divertida
Nenaaaaaaa jjajaj todavía me estoy riendo de lo absurdo de la situación jajaj
Quiero mas!!!!!!!
Muchos besos cariñeteeeeeee GRACIAS!!!!!!
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beazam29
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeSáb Nov 19, 2011 7:25 pm

me encanta espero mas!!! =)
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeLun Nov 21, 2011 6:53 am

CAPÍTULO 07


Aunque estaba celoso, no lo demostró, porque los celos prefieren estar ocultos.
LORD BYRON
Don Juan, Canto I

Monsieur Magny no era el viejo chocho que Peter había imaginado. El conde podía superar el metro ochenta de estatura sin problemas y el bastón con la empuñadura de oro que llevaba era un mero accesorio decorativo. Su rostro, de rasgos patricios, estaba surcado por profundas arrugas, sobre todo en la parte del ceño y alrededor de los ojos. Tenía la nariz larga y el pelo, castaño y rizado, veteado de canas. El brillo que relucía en sus ojos castaños bien podía indicar buen humor, astucia o crueldad; no estaba muy seguro.
Lo que sí tenía muy claro era que monsieur invertía una gran cantidad de tiempo y de dinero en su persona. Su atuendo era muy elegante. Llevaba la camisa blanca perfectamente almidonada y una enorme profusión de adornos en el chaleco: cadenas, relojes de bolsillo y medallas condecorativas.
—No está obligado a entretener al caballero, monsieur —replicó la señora Esposito—. El señor Lanzani ya se iba.
—¿Lanzani? —repitió el conde—. Me suena ese apellido.
«¿A quién no?», se dijo Peter. Ambas ramas de su familia eran linajes antiguos y con un gran número de miembros. Sus padres eran muy conocidos en las cortes europeas. Lord y lady Westwood pasaban mucho tiempo viajando por el extranjero. Ni las guerras habían conseguido que se quedaran en casa.
—El apellido es francés, pero usted no lo es —comentó el conde.
—Mi rama de la familia no lo es —corroboró Peter—. Desde hace varios siglos. Mi padre es el decimotercer conde de Westwood.
El conde de Magny asintió con la cabeza.
—Una familia normanda.
—Una familia muy extensa —añadió la señora Esposito—. El señor Lanzani es uno de los hijos del segundo matrimonio del conde.
«Uno de tantos hijos menores que ni siquiera merece la pena conocer», implicaba su tono.
El conde la miró con una expresión que no supo interpretar.
—Y ya se iba —concluyó ella.
—Todavía no —la contradijo Peter, al tiempo que se daba unos golpecitos en la chaqueta, como si estuviera buscando algo—. Creo que me he dejado el cuaderno de notas en tu dormitorio.
Un brillo asesino apareció de repente en los exóticos ojos marrones de Lali.
—Imposible —protestó—. No ha pisado...
—No hace falta que llames a un criado —la interrumpió—. Yo mismo iré a por él.
—No sabe el camino —le recordó ella.
—No seas tonta —replicó—. Anoche no estaba tan borracho, cara mia. Estoy seguro de que podré encontrar el camino... de vuelta. —Se acercó a ella—. Pero como de todas formas ibas a vestirte... —Le ofreció el brazo con una sonrisa.
Ella se la devolvió y en ese momento le recordó a una serpiente alzada, a una cobra. De haber tenido colmillos, se los habría enseñado. Sin embargo, aceptó el brazo.
—Lanzani —dijo entre dientes—. Voy a hacer que te arrepientas mucho, muchísimo, de esto.
—¡Estupendo! —exclamó él sin molestarse en bajar la voz—. Parece divertido.
Peter descubrió que su dormitorio era en realidad una suite situada en el extremo opuesto del salón, al otro lado del portego, y orientada a la parte posterior del palazzo. El gabinete donde intentó seducirlo el primer día comunicaba con una salita que, a su vez, daba paso a otra serie de estancias. La cama estaba en una alcoba flanqueada por dos arcos adornados con cortinas, a través de los cuales se accedía a dos estancias más, una de ellas un vestidor.
Al igual que el gabinete, dichas estancias estaban decoradas de forma muy sencilla para lo que solía estilarse en Venecia. La gama cromática era suave: rosas y verdes claros, dorados y blanco. No había ni un solo putto a la vista. En su lugar, las paredes estaban decoradas con paisajes, y los techos, con pequeños frescos circulares donde se representaban escenas de seres mitológicos enmarcados por volutas doradas.
Aunque no había retratos, ni siquiera uno de ella, sí encontró otras muchas señales de su presencia. Una pila de libros descansaba sobre una mesa cerca de la cama. Sus artículos de tocador estaban desordenados en un pequeño escritorio de delicada talla situado en el vestidor. Allí también descansaban las perlas, ¡esas magníficas perlas!, dejadas al descuido entre peines, tarros y frasquitos.
Al igual que las camas de su propio palazzo, la de madame Esposito carecía de dosel y cortinas. No había nada que ocultara las sábanas revueltas. Y esa no era la única evidencia de lo que había pasado esa noche. Su ropa estaba diseminada por la estancia. Al lado de la cama había un escarpín de seda verde. El otro estaba caído debajo de la silla del escritorio.
Recordó su forma de quitarse los guantes, tentándolo, y hacerlo fue un error, porque no tardó en imaginársela quitándose todo lo demás bajo la ardiente mirada de Pablo.
Y, por añadidura, Magny se había presentado de repente. La inesperada familiaridad y la rapidez con la que había asumido el control habían puesto de manifiesto el tipo de relación que existía entre ellos.
Comenzó a dolerle la cabeza.
—¿Cuántos amantes tienes exactamente? —le preguntó en cuanto hubo cerrado la puerta—. ¿Cuántos saben que hay otros además de ellos? ¿Magny sabe de la existencia de Pablo? ¿Pablo sabe lo de Magny? ¿Hay algún nombre más que deba conocer? Me molestaría mucho meter la pata sin querer con un comentario inoportuno.
—No, más bien lo harías a propósito —lo contradijo ella—. ¿Estabas buscando pelea con un hombre tan mayor que podría ser tu padre?
—No pienso preguntarte qué quieres de un hombre tan mayor que podría ser el tuyo.
—Vamos, no seas tímido y pregunta, Lanzani —repuso ella mientras comenzaba a desatarse las cintas de la bata.
—Hay un biombo —le recordó, señalando uno precioso, decorado con una bucólica escena de pastoras y ovejitas. Supuso que tras él habría una cómoda y un lavamanos—. ¿Por qué no finges un poco de pudor y te desnudas detrás? Espera, voy a sugerirte una idea novedosa: ¿y si te desvistes en el vestidor?
—Qué curioso... —contestó ella—. La mayoría de los hombres daría cualquier cosa por estar presente mientras me desnudo.
—Ese es precisamente el problema —repuso—. Que te han visto muchos.
—Y, sin embargo, insistes —señaló—. Qué curioso...
Peter se acercó a la ventana más próxima y clavó la mirada en el exterior.
—Tenemos que hablar.
—¿Obligatoriamente?
—Tenemos que hablar —repitió con la vista clavada en la fuente del patio—, de forma racional y razonable. Pero eres desquiciante. ¿Recuerdas que te pregunté por qué se divorció Rinaldi? —No esperó a escuchar la respuesta—. Me resultaba increíble que un hombre renunciara a ti solo por tus infidelidades. Hasta los caballeros ingleses hacen la vista gorda a los pecadillos de sus esposas con tal de guardar las apariencias de puertas para fuera. Sin embargo, esas indiscreciones son ampliamente conocidas en el beau monde; claro que es un círculo muy reducido, lo sé muy bien. ¿Por qué iba un hombre a solicitar el divorcio cuando eso sería una forma de pregonar a los cuatro vientos su condición de cornudo?
—Deberías hacer esa misma pregunta a Su Majestad el rey Jorge IV —respondió ella—. Él sí que aireó alegremente los trapos sucios de la reina Carolina hace unas semanas.
—Los reyes son de otra especie —replicó—. A las adúlteras se les cortaba la cabeza en el pasado. El mismo castigo que sufrían los traidores.
—Así es como lo ven los hombres, ¿no? Como una traición. Las mujeres son meros recipientes, un objeto más de su propiedad. Cuando hacemos los votos de amar, respetar y obedecer, debemos ceñirnos a ellos con ciega obediencia. Yo no lo entendí así, y Rinaldi no sabía con qué tipo de mujer se había casado. Estás dando un matiz misterioso y complicado a la cuestión, Lazani. La razón por la que se divorció de mí es bien sencilla. Y tú lo has visto con tus propios ojos. Soy una mujer imposible.
Peter dio media vuelta para mirarla. Se había quitado la bata y lo observaba con gesto desafiante, vestida tan solo con un... ¿camisón? Un camisón rosa y amarillo tan vaporoso que apenas parecía tener tela. Era el camisón más provocativo que había visto en la vida, y eso que había visto muchísima lencería femenina.
El corazón comenzó a latirle el doble de rápido, bombeando la sangre directamente a la entrepierna.
Se le nubló la mente.
«No, Pitt. No lo estropees otra vez», se dijo.
Pero allí estaba ella, toda curvas pecaminosas y piel suave bajo la diáfana tela. Podía verle claramente los pezones bajo la vaporosa seda.
«Muchacho, te han torturado los mejores expertos. Finge que te están torturando de nuevo», se ordenó.
Si le dieran a elegir, preferiría que le arrancaran las uñas. Apretó los dientes.
—Tenemos que hablar —dijo—, pero insistes en provocarme. Con gran éxito, lo admito. El problema es que para ti solo es un juego. Lo único que pretendes es verme suplicar y arrastrarme a tus pies.
—Eso no es lo único —lo contradijo ella—. Pero admito que disfrutaría de lo lindo.
—No niego que yo también podría disfrutar de lo lindo —admitió—. Pero después me despacharías sin más, cosa que no es de mi agrado. Mira la dejadez que demuestras con esas perlas. Con esas magníficas perlas. —Señaló con la cabeza las perlas dejadas al descuido sobre el tocador.
—Le ordené a mi doncella que no entrara aquí hasta que la mandara llamar —le explicó—. Sí, llámame anticuada si quieres, pero me desagrada que los criados entren en mi dormitorio cuando les dé la gana, sin pensar en quién puede estar aquí.
—Anticuada... —repitió—. ¿¡Anticuada!? —Se echó a reír—. ¡Por el amor de Dios, Esposito, qué cínica eres! Por primera vez en mi vida, estoy considerando la idea de matar a todos mis hermanos mayores para poder aspirar a ser tu amante.
—Según tu ensayo —observó—, no sería la primera vez que alguien decide tomar ese camino.
Le hacía reír. Lo enfurecía. Lo volvía loco. Era medio italiano. ¿Cómo iba a resistirse?
Se acercó a ella y le rodeó la cintura con un brazo mientras le asía la nuca con la mano libre.
—Eres mala —le dijo.
—Sí —reconoció ella.
—Lo único que conseguirás de mí serán un par de besos —le advirtió—. No soy una de tus baratijas. No vas a tratarme como tratas a tus joyas. No vas a utilizarme para demostrar lo que sea que quieras demostrar y despacharme después.
—Eso es lo que tú crees —le soltó ella al tiempo que ladeaba la cabeza y esbozaba esa enorme y lenta sonrisa tan suya.
—Lo primero que voy a hacer es borrarte esa sonrisa de la cara—sentenció Peter.
Lograría que se olvidara del principito, lograría que se olvidara hasta de su existencia. Sabía más de mujeres de lo que el protegido Pablo sabría jamás, aunque se pasara toda la vida estudiando el tema con dedicación absoluta.
La besó, pero no en los labios que todavía esbozaban esa pícara sonrisa. La besó en la sien y en el pómulo. Después, cuando recordó lo que había hecho la noche anterior, dejó un reguero de besos justo sobre el camino que había trazado su dedo, en el lóbulo de la oreja y hacia abajo. Depositó un delicado beso en el mismo lugar donde ella se había detenido.
La sintió estremecerse.
Y en respuesta él también se estremeció.
Despacio, tan despacio como si fuera la muchacha inocente con la que llevaba años soñando, fue descendiendo por su cuello. Deslizó el camisón por su hombro con los labios y la besó. Sus labios dejaron una lluvia de besos allí donde la noche anterior estuvieron las perlas. Siguió el camino que ella había trazado por encima de la curva de sus pechos. Sabía que el corazón le latía desbocado, al igual que le sucedía a él.
Percibía que ella estaba intentando contener sus reacciones, pero no podía reprimir los estremecimientos. Ni tampoco la velocidad con la que su pecho subía y bajaba a medida que se le aceleraba la respiración. Ni el calor que intensificaba el perfume de su piel con su embriagadora mezcla de jazmín y mujer.
Quería perderse en su perfume, en ella. Quería olvidar todo lo demás, dejarse llevar por el canto de la sirena.
«Atadme al mástil», pensó una vez más.
Alzó la cabeza.
La vio abrir los ojos muy despacio. Su mirada, desenfocada, se clavó en sus ojos al tiempo que alzaba una mano para acariciarlo en la mejilla.
—Eres una bestia —le dijo con la voz ronca.
—En ese caso, dómame, encanto —la provocó—. Te desafío a que lo hagas.
Su mano descendió por encima de un pecho y se detuvo al llegar a la maravillosa curva de la cintura. Desde allí siguió bajando para disfrutar del delicado contorno de su cadera.
«No has venido para eso», le recordó la voz. La voz que lo había ayudado a sobrevivir durante todos esos años.
Sabía muy bien que no había ido para eso. Sabía que solo era un medio para conseguir un fin.
Sin embargo, las delicadas caricias de esas manos lo cautivaron. Ella lo cautivó con esa mirada dulce... y con el fantasma que atisbo en las profundidades de esos ojos marrones. La sombra de otra mujer, mucho menos cínica, mucho menos segura de sí misma. Vio un alma perdida, una inocente que podría creer cualquier cosa y que era capaz de confiar ciegamente.
Se dijo que solo era producto de su imaginación, que se le había reblandecido el cerebro porque la sangre se le había acumulado más abajo. Sin embargo, sintió una punzada en ese corazón que no podía permitirse tener.
De modo que la besó para desterrar ese sentimiento. Para desterrar la inquietante vulnerabilidad que reflejaban aquellos ojos.
Fue un beso largo y apasionado, pero ella siguió aferrándole la cara con delicadeza, como si quisiera seguir así durante toda la eternidad; como si la rendición que le comunicaba con sus labios no fuera tal, sino una invitación que lo arrastraba hacia un lugar del que no habría vuelta atrás.
Sabía muy bien que los «para toda la vida no existían y que siempre había un camino de vuelta, y aun así sucumbió». Se dejó llevar. La voz que le avisaba del peligro, la voz que lo guiaba, desapareció. Sus sentidos se saturaron con su sabor y su olor. La seda se deslizó bajo sus manos a medida que la acariciaba para memorizar las voluptuosas curvas de ese cuerpo. Ella se movió bajo sus caricias, instándolo a seguir explorando, a llenar su mundo con ella, a desterrar todo lo demás.
Su guía interior le habría dicho que todo era fruto de las malas artes de la ramera, pero había perdido a su guía. Lo único que existía era la mujer incitante y apasionada que tenía entre sus brazos. El olor a jazmín y a mujer. El calor de su cuerpo bajo la seda. La plenitud de esos pechos que se aplastaban contra su torso. La suavidad de ese vientre contra el que presionaba su henchida verga.
Agarró el camisón con ambas manos y se lo subió, centímetro a centímetro, mientras seguían besándose. Mientras el juego de la seducción continuaba hasta arrastrarlos a un mar de deseo.
Le alzó el camisón hasta las caderas y una vez allí introdujo la mano bajo la seda para seguir explorando esa piel aterciopelada. La parte superior de los muslos, la delicada curva de su trasero. Introdujo la mano entre sus muslos y ella puso fin al beso con una especie de sollozo y un estremecimiento.
Estaba húmeda y preparada, y podría tomarla en ese instante, tal como sus instintos animales se lo pedían.
Sin embargo, la necesidad de ganar era mucho más fuerte que cualquier otra cosa.
«Soy mejor que todos los demás. Soy el único que logrará tu rendición», juró en silencio.
Deslizó los dedos sobre los suaves rizos y exploró su interior. La acarició lentamente con los dedos mientras escuchaba sus suspiros. Cuando la notó moverse contra su mano pidiéndole más, se lo dio poco a poco. Quería llegar hasta el final, sí. Quería hacerla suya por completo. Pero por encima de todo quería su rendición, de modo que se tomó su tiempo complaciéndola.
Cuando ella apoyó la cabeza en su pecho, creyó por un instante que los latidos de su corazón la dejarían sorda. Sin embargo, notó que se le aceleraba la respiración y comprendió que Lali también debía de tener el corazón desbocado. En ese momento ella se estremeció, y soltó un pequeño chillido.
Y por fin su cuerpo se desplomó, tembloroso, sobre él.
Apartó la mano de su entrepierna para abrazarla con fuerza, para estrecharla.
La alzó y la llevó hasta la cama con sus sábanas revueltas.
Sin embargo, volvió a dejarla en el suelo.
Porque en la distancia se oyeron voces y el repiqueteo de unos tacones sobre las baldosas.
Fue consciente de los sonidos de un modo instintivo y reaccionó sin pensar, ya que el entrenamiento y la experiencia acudieron a rescatarlo. Había aprendido a detectar las pisadas de un intruso aunque este estuviera en una estancia distante, con las puertas cerradas y caminara sobre una alfombra. Poseía los sentidos de un gato, según decían algunos de sus colegas.
Sin embargo, en caso de que eso fuera cierto, en esos momentos debía de parecer un gato ciego, sordo y cojo.
La alejó de él, consciente de la emoción que relampagueaba en sus ojos. ¿Ira? ¿Humillación?
Apenas duró un instante, porque desapareció en cuanto Lali se percató de los ruidos. Su mirada voló hacia la puerta.
Las voces procedentes del portego se oyeron perfectamente.
—Por supuesto, monsieur le comte —decía una criada—, recordaré a la señora que la está esperando.
—Yo mismo lo haré —replicó monsieur.
Lali no estaba preparada.
Estaba perdida, hecha pedazos.
No comprendía nada.
Sabía lo que era el placer. Había estudiado las formas de dar placer y de recibirlo.
También había aprendido a llevar la voz cantante, a no entregar las riendas nunca.
Sin embargo, se había rendido completamente después de una lucha tan breve que había resultado ridícula. La había acariciado, la había besado, y su fortaleza, esa que tanto le había costado conseguir, se había esfumado.
Miró alrededor con el corazón desbocado e intentó pensar.
Se percató de que él se agachaba para recoger algo del suelo. Se obligó a concentrarse. La bata. Sí. Tenía que... taparse.
Se la puso en cuanto él se la arrojó y lo observó alejarse hacia la ventana, donde se detuvo con las manos entrelazadas a la espalda.
La puerta se abrió en ese preciso instante.
La doncella fue la primera en entrar, seguida de cerca por el conde.
Lali tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar las palabras y el tono adecuados.
—¡Ah, Caridad, estás aquí! —Su voz sonaba rara, no parecía la suya. Demasiado aguda. Inspiró y siguió—: ¿En qué estaba pensando para no mandarte llamar? Como si pudiera vestirme sola... La culpa la tienen estos caballeros, que me distraen con sus idas y venidas.
El conde de Magny frunció el ceño.
—Bueno, en ese caso, me marcharé —dijo Lanzani.
—Espero que encontrara su cuaderno de notas —señaló el conde.
Lanzani se dio unos golpecitos en el bolsillo superior de la chaqueta.
—Sí, por fin. —Su mirada se posó en ella—. Un sitio de lo más raro, ¿verdad, cara?
Cara. Menuda broma. No le tenía el menor afecto, solo era una conquista más. Y para su más absoluta vergüenza, una conquista fácil.
Era una bestia.
Se despidió formalmente de Magny e informalmente de ella, ya que la tomó de la mano y le plantó un húmedo beso en los nudillos de los dedos corazón y anular.
Le dieron ganas de echarse a llorar.
Le dieron ganas de matarlo, de arrojarle una daga a la espalda mientras salía por la puerta.
Oyó sus pisadas mientras se alejaba.
El conde le lanzó una de sus miradas antes de acercarse a la ventana. Entrelazó las manos a la espalda, imitando la postura que había adoptado Lanzani.
Intentó desterrar de su mente todo lo que Lanzani había hecho mientras pasaba al lado del conde, de camino al vestidor.
Caridad la siguió y dejó la puerta abierta. Llevaba trabajando para ella desde que llegó a París. Puesto que era francesa y muy práctica, la altiva doncella no tenía ningún problema con la moralidad de su señora, o más bien con la ausencia de esta. Para Caridad solo importaba la horda de admiradores, la fortuna y las joyas de su señora. Ninguna otra dama del continente, salvo algunas pertenecientes a la realeza, igualaba a Lali Esposito en ese aspecto. Además, una de las bisabuelas de madame había pertenecido a la aristocracia francesa.
Todos esos factores hacían que Caridad fuera extremadamente cuidadosa con su empleo. Ningún soborno la tentaba, nadie era capaz de arrancarle una sola palabra que delatara los secretos de su señora. Ninguno de los admiradores de madame recibía un trato preferencial, sin importar la posición que ostentaran. Madame imponía las normas. De ahí que Caridad no cerrara la puerta cuando un hombre estuviera presente, y que no desapareciera hasta que no se lo ordenaran. Y lo más conveniente para Lali y sus invitados era que la doncella solo se había rebajado a aprender el inglés justo para realizar su labor y hacerse entender. Y el italiano le inspiraba el mismo desprecio.
El conde de Magny no le prestó la menor atención, al igual que hizo Caridad con él. De todas formas, el conde no utilizó su lengua natal.
—No deberías haberte marchado de Mira. Te dije que esta es una época poco salubre para venir a Venecia.
—No deberías haber venido —replicó ella, observando a Caridad mientras la doncella llenaba de agua la palangana. Ojalá pudiera borrar el recuerdo de las caricias de Lanzani con una esponja. Ojalá pudiera limpiar con agua y jabón la debilidad que ese hombre había dejado al descubierto—. Para eso te envié la carta. Para que te quedaras tranquilo. Sabía que la historia llegaría a tus oídos, y que por supuesto la habrían exagerado de forma espantosa. Estaba convencida de que iban a decirte que me habían matado. Sé cómo funcionan los chismorrees, sobre toda en el campo.
—Hablando de chismorreos... —dijo Magny.
—¡Dios! Sabía que esto saldría a relucir —murmuró ella.
—He oído rumores sobre Pablo y tú —prosiguió él—. Pero al llegar me encuentro con un inglés. ¿Sabes quién es su padre?
—No conozco a lord Westwood en persona —contestó—. Rinaldi no se movía en esos círculos tan importantes, aunque no me cabe la menor duda de que mi ex marido intentó por todos los medios abrirse camino hasta ellos.
—Westwood es un gran héroe, sobre todo para la aristocracia francesa. El número de cabezas que su esposa y él salvaron de acabar en la guillotina, asumiendo enormes riesgos personales, es incontable.
La imagen Volvió a asaltarla tal como lo había hecho en varias ocasiones: Lanzani entrando en tromba en el felze y estrangulando con un brazo al rufián; el corpulento animal debatiéndose en vano... antes de quedar inerte.
—Ya veo que lo de correr riesgos lo llevan en la sangre —declaró—. Al parecer, Lazani se arrojó desde uno de sus balcones al canal para salvarme. De todas formas, debería ver la diferencia entre la valentía, o más bien la imprudencia, y el heroísmo. Es la oveja negra de la familia. Me lo ha dicho él mismo.
Percibió un sentido suspiro y alzó la cabeza para mirar hacia la puerta. Magny no estaba allí. Sin duda seguía en la ventana, con la vista clavada en el exterior... y echando chispas por los ojos.
—No voy a preguntarte qué hay entre vosotros —repuso el conde.
—¿Qué crees que hay? —preguntó sin darle importancia—. Solo es un juego.
Jamás habría imaginado el juego tan dulce y peligroso que le plantearía Lanzani. Jamás habría imaginado que el simple roce de sus labios sobre la piel podría afectarla tantísimo y llegar hasta una parte de su ser que había enterrado hacía años.
Era como si hubiera extendido el brazo para agarrar su alma y volverla del revés.
Había recordado al detalle todo lo que había hecho la noche anterior cuando intentó seducirlo. Sus labios habían besado todos los lugares que sus dedos habían recorrido. Había hecho lo que ella le había invitado a hacer en silencio. El problema era que había ido más allá de lo que ella había previsto.
La había acariciado y la había besado tal como le había ordenado que hiciera. Y él la había reducido a un patético estado tembloroso. A ella, que era una experta en el arte amatorio. Esos labios la habían conquistado a las primeras de cambio. Sus caricias la habían desnudado al instante, la habían dejado ciega y desnuda por el deseo. La había complacido, y le había gustado que lo hiciera, pero no era lo mismo. Porque había desgarrado algo en su interior y la había dejado al borde del llanto. No terminaba de entender lo que era y tampoco estaba segura de querer entenderlo.
¿Por qué demonios no había sido más rápido? ¿Por qué no la había arrojado a la cama y se había limitado a aprovecharse de ella... mientras ella hacía lo mismo, mientras disfrutaba de ese cuerpo tan grande y tan fuerte?
«¡Es una bestia!», exclamó para sus adentros.
—Prefiero no saberlo —le aseguró Magny—. Creo que es mejor no saberlo. Sin embargo, si de verdad tienes un ápice de sentido común, lo mandarás a tomar viento fresco, niña. He sobrevivido a mis problemas y he llegado a la edad que tengo ahora mismo porque sé juzgar a los hombres mejor que la mayoría. Te advierto, ma chérie, que este te traerá problemas.
El hombre que iba a acarrearle problemas cogió el estuche con los peridotos de la mesa del portego donde lo había arrojado justo antes de descubrir la presencia de Magny. En esa ocasión James no se detuvo, sino que siguió por el pasillo y bajó la escalera hasta la planta baja.
Estudió el lugar hasta el mínimo detalle. Aunque no era la primera vez que pisaba el palazzo, sí que era la primera que lo hacía a la luz del día. Esperaba fervientemente que sus años de entrenamiento le permitieran superar la tempestad que Lali Esposito había desatado en su interior y que, una vez sereno, fuera capaz de recordar hasta los detalles más nimios de las estancias que había atravesado. Esperaba fervientemente que parte de su mente hubiera estado prestando atención mientras el resto hervía de furia, celos, lujuria, frustración y varias emociones más que prefería no examinar a fondo.
Si los otros métodos fallaban, tendría que registrar la casa. Y, en ese caso, era mejor tener una imagen mental de los posibles escondrijos. Un registro, sin embargo, era precisamente lo último a lo que quería recurrir. Cuando se veía obligado a ejercer de ladrón, prefería saber de antemano dónde iba a encontrar lo que estaba buscando.
En casa de Lali Esposito era distinto. Aunque su residencia tenía una distribución sencilla, al igual que muchos otros palazzi venecianos, era muy grande y había demasiados escondrijos posibles. Para colmo, si bien lo normal era que dedujera el lugar donde una persona escondía sus posesiones más preciadas una vez que llegaba a comprender el funcionamiento de su mente, en el caso de Lali era imposible desenmarañar los engranajes de su mente mientras ella intentaba hacer lo mismo con la suya.
Recorrió con rapidez el camino hasta llegar a la góndola que lo esperaba. García y Zeggio, que estaban hablando en voz baja, alzaron la cabeza al mismo tiempo. Con sendas expresiones recelosas.
«Creen que he perdido la razón... y no van muy desencaminados», dedujo.
Le dijo a Zeggio que lo llevara a la isla de San Lázaro.
Necesitaba aclararse las ideas y estaba seguro de que lo haría una vez que estuviera rodeado de agua, a varios kilómetros de Venecia... y de ella. En la pequeña isla, un antiguo refugio para leprosos, se alzaba el monasterio armenio donde había estudiado Byron.
Y un monasterio, en ese instante, le parecía el paraíso.
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeLun Nov 21, 2011 7:19 am

CAPÍTULO 08


¡Ay, Placer! Eres placentero ciertamente, aunque seas motivo de perdición, sin duda. Todas las primaveras me hago el propósito de reformarme antes de que termine el año, pero, de algún modo, mi juramento vestal sale volando, y aun así, confío en que no se desvíe del camino. Lo siento muchísimo, me avergüenzo terriblemente, y espero redimirme el próximo invierno.
LORD BYRON
Donjuán, Canto I


—No deberías haber venido —volvió a decirle Lali a Magny cuando salió de su tocador.
El conde se había alejado de la ventana y estaba sentado en el vestidor. Tenía en las manos el recargado mango dorado de su bastón, que descansaba entre sus piernas, y estaba mirando el suelo con los ojos entrecerrados.
—Me han llegado rumores —dijo—. Me hacen pensar que has perdido el juicio.
—Eres libre de pensar lo que quieras. —Se acercó al escritorio que solía utilizar para guardar pequeñas joyas, pañuelos, guantes, cremas y lociones. Se sentó en la silla y rebuscó entre el montón para sacar el papel de carta y una pluma—. No pienso dejar que un hombre me controle. Si lo quisiera, habría vuelto a casarme.
—Caridad, recoge esas perlas y guárdalas como es debido —dijo el conde—. ¡Por el amor de Dios, Lali! Deja que la muchacha se encargue de tus joyas. ¿Qué te ha pasado para volverte tan descuidada?
«Mira la dejadez que demuestras con esas perlas. Con esas magníficas perlas —había dicho Lanzani—. No soy una de tus baratijas. No vas a tratarme como tratas a tus joyas. No vas a utilizarme para demostrar lo que sea que quieras demostrar y despacharme después.»
Los hombres utilizaban a las mujeres, pero cuando los papeles se intercambiaban... ¡Ah, eso era otro cantar! Era un crimen capital.
—Llévatelas —ordenó a su doncella. Aunque Caridad no había hecho caso al conde, sabía que estaría deseando cumplir la orden. Apartó un tarro de polvos de talco—. Ah, aquí está la pluma. —La cogió, separó el tintero de otra serie de tarritos, frascos y botellas, y despejó un poco el escritorio. Encontró unos cuantos folios bajo un pañuelo.
Magny se cuidó mucho de preguntarle a quién escribía. Sabía que se limitaría a decirle que no era de su incumbencia.
—Tengo entendido que han apresado a uno de los hombres —dijo el conde tras un silencio atronador.
—Salteadores de caminos —respondió ella. Se estremeció sin quererlo. Soltó una carcajada para ocultar su reacción—. ¿O sería mejor decir salteadores de canales en Venecia?
—No me hace gracia —replicó el conde.
Lali se encogió de hombros.
—Habían oído hablar de mis joyas. Y eso era lo que querían... además de divertirse atormentando a una mujer indefensa.
—¿Eso es lo que cree el gobernador? ¿Es lo que tú crees?
Detuvo la pluma en el aire. Se volvió para mirarlo.
—El hombre ya estaba en prisión —dijo—. Seguro que van a ejecutarlo. ¿Por qué iba a mentir? ¿Qué ganaría haciéndolo?
—No lo sé. Pero no dejo de pensar que tiene algo que ver con el asuntillo de este verano.
—Lord Quentin —apostilló Lali con voz seria. Se concentró de nuevo en su carta.
No sabía cómo había logrado enterarse lord Quentin de que había robado a su ex marido unas cartas que tenía escondidas en un cajón cerrado con llave. No sabía cómo había logrado hacerse con el trozo que le enseñó, similar a los que ella tenía. Sin embargo, daba la impresión de que el descubrimiento era muy reciente.
«Este asunto nos ha tenido desconcertados un tiempo —le había dicho—. Pero no hemos comenzado a armar las piezas del rompecabezas hasta hace poco.»
Las piezas de dicho rompecabezas indicaban que Rinaldi era lo que ella ya sospechaba desde hacía cinco años: un hombre que trabajaba para los enemigos de su país. Pero hacía cinco años nadie la habría creído. Con las espantosas acusaciones que formuló durante el divorcio destruyó su credibilidad... Bueno, la poca credibilidad que le quedaba después de que su padre hubiera engañado a la mitad de la alta sociedad.
Sus propios abogados, a quienes les mostró una de las cartas, le dijeron que serían más perjudiciales que otra cosa tanto durante la demanda criminal que Mateo Talarico había interpuesto contra su amante, lord Benjamin Amadeo, como durante el proceso de divorcio. Los abogados de Mateo no tendrían el menor problema en hacer creer a todo el mundo que las cartas eran una falsificación de una mujer amoral y vengativa.
Tal como descubrió, no tuvieron el menor problema en hacerle creer a todo el mundo lo peor de ella. Su padre les había facilitado la tarea.
Claro que ella no se encontraba libre de pecado. Había pagado a su infiel esposo con la misma moneda que él le daba. Pero a nadie le importaban las infidelidades de un hombre, aunque fueran más que continuadas. Por el contrario, cuando Mateo terminó de envenenar las mentes de todos, su única falta —una aventura a la que se había lanzado en un momento de furia, con el corazón destrozado y movida por el ansia de venganza— se había convertido en una montaña insalvable.
De tal palo tal astilla, creyó Inglaterra entera. Incluso su amante, avergonzado por la demanda criminal y asqueado por las historias, la había abandonado.
Lord Quentin la instó a entregarle las cartas. Recordaba la conversación palabra por palabra.
—Seguro que ha oído los rumores —había dicho él—. Rinaldi aspira a convertirse en el siguiente primer ministro.
—Algunos dirían que Inglaterra tendrá el líder que se merece —repuso ella.
—Si es un traidor —dijo lord Quentin—, ¿no ha llegado la hora de que pague su culpa?
—¿Se refiere a que lo cuelguen y lo descuarticen? —puntualizó—. ¿Sería ese un castigo suficiente? ¿Por qué no lo deja en mis manos?
En aquel momento no añadió: «¿Por qué voy a confiar en usted?».
Quentin podía ser uno de los peones de Rinaldi. Todo lo que le había dicho, palabra por palabra, podía ser una mentira urdida por su ex marido, que era un mentiroso consumado.
Quentin regresó varias veces, hasta que Lali ordenó a los criados que no lo dejaran pasar.
Unas semanas más tarde alguien registró su villa. Fue un trabajo meticuloso. No había señales evidentes. Pero Magny se había percatado, y en cuanto le señaló los detalles en los que fijarse, ella también se dio cuenta.
El conde también la avisó de que seguramente revisarían sus cuentas bancarias y el contenido de las cajas de seguridad que tenía en los bancos. Los agentes del gobierno podían hacer lo que quisieran, y Rinaldi había tejido una red de aliados en el gobierno. Magny le había ofrecido muchos consejos. Demasiados. Tantos que acabó convirtiéndose en un refunfuñón entrometido. Y como había decidido muchos años antes que ningún hombre volvería a controlarla, las discusiones habían sido frecuentes.
Hasta que se marchó de Mira.
La voz de Magny puso fin a su breve recorrido por el pasado reciente.
—Nunca me dejas ayudarte —protestó el conde.
—¿Te refieres a tomar decisiones por mí? —lo corrigió ella sin levantar la vista—. No, muchas gracias.
—Lali, esto es absurdo. ¿Por qué no vuelves conmigo a París?
—Mis enemigos pueden encontrarme allí con la misma facilidad que aquí —respondió—, si eso es lo que te preocupa. Yo no estoy preocupada. No se atreverán a matarme hasta que hayan encontrado lo que buscan, por la sencilla razón de que no saben qué tengo preparado en caso de que muera antes de tiempo. No pueden arriesgarse a que esas cartas se publiquen.
—Lali.
—Tengo que escribir varias cartas —dijo.


Domingo por la noche
Cuando Eugenia Suarez averiguó que habían apresado a Piero y que Bruno había desaparecido, destrozó unas cuantas vírgenes más, lloró desconsolada por sus esmeraldas perdidas y juró vengarse de todos los que la habían enojado. Después, tal como solía suceder, se tranquilizó de repente. El plan A, utilizar a unos matones para que aterrorizaran a la inglesa hasta que les diera las cartas, había fracasado; de modo que pasó al plan B. Acto seguido, salió en busca de algunos rufianes que sustituyeran a los dos que había perdido. Era difícil en Venecia, pero no imposible. Tal como había descubierto, en todas partes había hombres de carácter débil a los que las mujeres de carácter fuerte podían doblegar.
Ciertamente Venecia no era la ciudad más acogedora para los criminales. Pero eso no quería decir que no hubiera ninguno. Tal como sucedía en las ciudades donde la ley era más permisiva, Venecia contaba con una considerable población de pobres que residían en sus barrios pobres. En ellos florecía el crimen, y mientras los elementos criminales se limitaran a robarse y a matarse entre ellos, a nadie le importaban demasiado.
La dificultad no estribaba en encontrar rufianes, sino en encontrar rufianes a quienes pudiera entender. Los venecianos no entraban en esa categoría. A juzgar por lo poco que entendía de su lengua, bien podrían estar hablando en chino.
Por suerte para ella, a Venecia acudía gente de todas partes. Había comunidades albanesas, armenias, griegas, turcas y judías. La ciudad también había reunido a un buen número de desahuciados de otras partes de Italia, incluidas las regiones en las que ella había vivido. Entre los malhechores que cumplían sus requisitos encontró a unos cuantos dispuestos, por un precio, a aventurarse más allá de los confines de sus barrios y a arriesgarse a llamar la atención de los soldados austríacos. El precio, como era de esperar cuando se trataba de pobres y desesperados, era muy bajo. No tardó mucho en encontrar lo que necesitaba.


Martes siguiente, a las tres de la mañana
Café Florian, plaza de San Marcos

A esa hora los salones de la cafetería estaban bastante vacíos. Los clientes comenzaban a marcharse, ya fuera a sus casas o en busca de otros entretenimientos.
Sin embargo, Lali y Rocio se quedaron en la mesa que compartían con Pablo y, cosa insólita, con nadie más. El príncipe había conseguido librarse de los distintos diplomáticos y de casi todo su séquito, salvo de unos cuantos guardaespaldas que intentaban pasar desapercibidos, unos dentro de la cafetería y otros fuera, en la entrada.
El resto de la clientela estaba prácticamente reunido en torno a la condesa de Monet, en el otro extremo del salón. Don Carlos no se encontraba en ese séquito. Lali se preguntó si habría decidido que Venecia carecía de suficientes mujeres que cumplieran con sus requisitos: «Mujer vieja, que a veces es fea, pero muy, muy hermosa en su monedero». A lo mejor se había marchado a otra parte.
Ella también había decidido marcharse a otra parte y estaba intentando encontrar la mejor forma de evitar que el príncipe la siguiera cuando el ambiente de la sala cambió. Alzó la mirada y vio a Lanzani entrando por la puerta.
Iba ataviado con un frac negro desabrochado. Llevaba una camisa blanca con chorreras, fajín negro y un chaleco bordado, del que colgaba la cadena dorada de un reloj. El nudo de su inmaculada corbata era sencillo. Sus largas y musculosas piernas quedaban resaltadas por unas calzas de color claro. Los zapatos negros, el sombrero también negro que llevaba bajo el brazo y los guantes blancos completaban la imagen del auténtico caballero inglés. Sin embargo, su cabello y su forma de moverse, como una pantera, decían todo lo contrario.
Recordó la advertencia de Magny: «Te advierto, ma chérie, que este te traerá problemas».
El problema en cuestión no la miró y fue derecho hacia la condesa.
Para su exasperación, los hombres del grupo le dejaron el camino libre, incluido el amante de la condesa, el cavalier Giuseppe Rangone.
Se concentró en Pablo, que estaba describiendo la miniatura de una princesa bávara que le habían enseñado hacía poco, una de las innumerables jovencitas que debía considerar como futura reina de Gilenia.
En realidad, intentó concentrarse en Pablo. Porque no paraba de mirar a Lanzani. Aunque su vestimenta no llamase la atención, era imposible pasarlo por alto. Primero porque la cafetería estaba casi desierta. Y segundo porque sacaba casi una cabeza a todos los que lo rodeaban... salvo cuando se inclinaba para saludar a alguna de las damas con una reverencia o para susurrarles algo gracioso o que les sacara los colores, una hazaña loable, dado el grupito.
Un hombre regordete apareció de repente, impidiéndole ver el otro extremo del salón.
El individuo se detuvo junto a su mesa. Llevaba una bandeja cubierta.
—¿Qué lleva? —preguntó Pablo—. ¿Baratijas para las damas?
—En cierta forma... —respondió Rocio, que miró con picardía a Lali, antes de hacer un gesto al vendedor para que descubriera la bandeja.
Pablo se inclinó hacia delante para ver el contenido y se apartó al punto, como si estuviera llena de ratas, al tiempo que agitaba una mano.
—¡No, no! ¿Estás loco? ¡Tapa eso! ¡Fuera, fuera!
Pablo podía ser muy autoritario cuando se lo proponía. El vendedor se apresuró a cubrir la bandeja con el paño y empezó a retroceder.
—No, por favor, espera —dijo Rocio, que le hizo un gesto para que se acercara antes de lanzar al príncipe una mirada tierna e inocente—. Esto es muy importante, Su Ilustrísima. Son condones.
—Sé lo que son —repuso Pablo—. No soy un niño. Pero le pido... le ruego que no hable de esto en un lugar tan público. Es una falta de respeto que un hombre muestre esa mercancía a las damas delante de tanta gente.
—Siempre es una falta de respeto que un hombre muestre su mercancía a una dama delante de tanta gente —apostilló Rocio.
El comentario de su amiga arrancó a Lali una carcajada.
Tras un momento de reflexión, Pablo entendió la broma.
—Qué mala es usted —dijo, si bien no sabía si ruborizarse o echarse a reír—. Alguien debería lavarle la boca con jabón.
—Pero Su Luminiscencia, el condón es muy útil —insistió Rocio—. Supongo que no le gustaría tener un heredero deforme, ni un idiota que suba al trono de Gilenia, ni quedarse sin descendencia. Esas son algunas consecuencias de la sífilis. Además, también podría volverse loco o acabar con unas feas pústulas en la cara, sin olvidarnos de las verrugas en los órganos masculinos.
La pálida tez del príncipe se sonrojo al instante.
—Signorina Igarzabal, le aseguro que yo no me relaciono con personas que padecen esas enfermedades.
—¿Y lord Byron?
El príncipe puso los ojos como platos.
—¿Lord Byron? ¿¡Lord Byron!? ¿Qué está diciendo? ¡Es un hombre! Un hombre no se relaciona con otros hombres. ¡Es antinatural!
—Es un gran poeta —dijo Rocio—. Pero incluso él, un hombre culto e inteligente, recibió un regalo indeseado de una dama de alcurnia.
—Yo podría nombrarle a varias damas inglesas que recibieron regalos semejantes de algunos lores—terció Lali. «Con un poco de suerte, alguna dama me hará el favor de hacerle ese regalito a Rinaldi», pensó.
Pablo paseó la mirada de una dama a la otra. Después volvió a mirar al vendedor de condones, que esperaba con paciencia.
—Muy bien —claudicó—. Lo hago por mi posteridad.
—Enséñale a Su Excelencia todos tus productos —ordenó Rocio al vendedor—. Los buenos. Los que están debajo.
El hombre la obedeció y levantó la primera bandeja para dejar a la vista los artículos escondidos debajo, protegidos por envoltorios de papel de seda.
Pablo los ojeó un rato antes de extender la mano para coger uno.
—Ese no —indicó Rocio al tiempo que le apartaba la mano—. Este. —Cogió uno de los paquetes más grandes y sacó uno de los condones.
La cinta que lo ataba al pene era roja. El color del rostro del príncipe, qué por fin había empezado a serenarse, igualó al de la cinta de inmediato.
—¿Es el más grande que tienes? —preguntó Rocio al vendedor— Un príncipe es más imponente que un hombre normal, ya sabes.
—Signorina, le aseguro que este se acomodará a la talla más grande —respondió el vendedor—. Son de la mejor calidad, hechos con intestino de oveja.
rocio dio un tironcito al condón con la mayor seriedad. Después metió una de sus pequeñas manos en el interior, como si fuera un guante, y la alzó enfundada en la tripa de una oveja.
—¿Cree que será lo suficientemente grande y resistente, Su Excelsitud? —preguntó al príncipe.
Pablo lo observó durante un momento con los ojos entrecerrados.
—No estoy seguro. Póngaselo en la cabeza. —Y acto seguido se echó a reír con tantas ganas que Lali no pudo menos que reírse también. Y Rocio los acompañó.
Todos los presentes se volvieron para mirarlos.
Incluso, por fin, Lanzani.
Peter no quería mirar. Aunque si no lo hacía, sería el único.
Allí estaban los tres, riéndose mientras un vendedor intentaba colocarles su género.
Madame Esposito estaba cuajada de rubíes esa noche. Además de las gemas que llevaba en las orejas, en el cuello y en las muñecas, lucía un magnífico chal de cachemira del mismo color que los rubíes. Se le había resbalado por los hombros, dejando al aire el bajísimo escote del vestido verde jade, confeccionado con una tela fina; seda, seguramente, o algún tipo de crepé. El tejido estaba bordado con hilos metálicos que brillaban cada vez que se movía. El talle era alto y la falda, plisada; exactamente igual que las túnicas que llevaban las egipcias en las pinturas de las tumbas. Las tablas se amoldaban de manera obscena a sus caderas y a sus largas piernas, cuya magnífica visión le estaba haciendo la boca agua.
En ese momento recordó los escarpines verdes que había visto tirados al descuido en su dormitorio y se impacientó. Tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no acercarse a ella, levantarla de la silla y alejarla, a rastras, de los demás.
Los demás, mientras tanto, se limitaron a contemplar al trío emplazado en el otro extremo del salón antes de retomar sus diversas conversaciones.
La condesa de Monet se dirigió a Peter.
—Nadie espera que Su Alteza se separe de esas dos. Son muy graciosas. ¿Ha tenido el gusto de disfrutar de una de las conversazioni de la signora Esposito, signor Lanzani?
En lugar de decirle que madame Esposito no lo había invitado a ninguna de sus reuniones, contestó:
—Solo llevo una semana en Venecia.
—Hubo un tiempo en el que se podía elegir entre docenas de conversazioni, todos los días de la semana —le aseguró la condesa—. Cuando lord Byron llegó, solo quedaban dos: la de la condesa Albrizzi y la mía. Pero luego apareció la signora Esposito y la suya se convirtió en su preferida. Tiene la joie de vivre. Y, además, es muy instruida.
—Nadie es más hermosa ni más inteligente que tú, alma mía —declaró Rangone, el devoto cavalier servente de la condesa.
—Eso dices, pero cuando ella se ríe, vuelves la cabeza como todos los demás —replicó a su amado.
Poco después, la señora Esposito se rió de nuevo. Peter volvió la cabeza y la vio marcharse con sus dos acompañantes. Al cabo de unos minutos y tras lo que se le antojó una eternidad de despedidas, consiguió salir tras ella.
Descubrió que el trío se había detenido cerca, a escasos metros del café Florian. Madame Esposito tenía la vista clavada en la preciosa Torre dell'Orologio, que se alzaba en un rincón de la plaza.
Sobre la torre se veían unas nubes algodonosas que surcaban el cielo. La luna, menguante aunque todavía conservaba la práctica totalidad de su circunferencia, brillaba con fuerza y el cielo estaba cuajado de estrellas. La plaza, además, estaba bien iluminada. Sin embargo, no pudo descifrar su expresión.
Rocio se había cubierto la cara con una mano, y cuando Lanzani se acercó al trío la oyó reír. Como de costumbre, la gente paseaba por doquier. Incluso en el ocaso de su esplendor, Venecia nunca dormía.
Ninguno de los tres pareció percatarse de su llegada. Pablo estaba diciendo algo y gesticulaba profusamente.
Y en ese momento madame Esposito volvió la cabeza y se percató de la tensión que la invadía al verlo. La expectación hizo que él también se pusiera tenso.
Se acercó al grupo.
—El corrillo de la condesa estaba deseando enterarse de lo que les había hecho tanta gracia —dijo Peter—. Se reían ustedes mucho.
—Condones —repuso Rocio justo antes de estallar en carcajadas.
—A la signorina Igarzabal le gusta ponerme colorado —adujo Pablo—. Le digo que en mi país somos muy tímidos para hablar de estas cosas. Que decirlas en presencia de una mujer es impensable.
—Pero no estamos en su país, Su Supremacía —dijo Rocio.
—Cosa que agradezco enormemente —añadió el príncipe con una sonrisa—. Pero usted... Es increíble lo que usted hace y dice. Es una niña muy traviesa.
El buen humor de Rocio desapareció al punto y su dulce rostro adoptó una expresión seria y distante.
—No soy una niña —dijo. Y se alejó a grandes zancadas, hecha una furia y toda indignada, contoneando las caderas y con la barbilla en alto.
Pablo miró a Lali y luego a Peter.
—¿Qué he dicho?
—No lo sé —contestó él—. Los italianos son muy apasionados. Espero que no se tire al canal.
Los inocentes ojos del príncipe se abrieron de par en par.
—¡Ay, no! ¡Eso es impensable!
Madame Esposito abrió la boca para hablar, pero Su Alteza ya había salido en pos de Rocio.
—Será italiana —terminó diciendo Lali mientras los observaba alejarse—, pero su carácter, al igual que el mío, no la llevará a tirarse al canal, y eso lo sabes tú tan bien como yo.
—Qué lenta eres —le soltó Lanzani—. Sabes que se ha ido así para que la siga. Lo único que he hecho es echarle una mano. ¿Vas a enfadarte por eso? ¿Querías al príncipe para ti sola?
—Pues sí—contestó ella—. Pero luego te he visto y me he preguntado: ¿para qué quiero a un príncipe joven y guapísimo, poseedor de ingentes cantidades de dinero que ansia gastar con mujeres malas, cuando puedo pasar el tiempo con un hijo menor maleducado y sin dinero que se molesta conmigo por unos peridotos de nada, me crea problemas con mis amigos y no sabe qué quiere de verdad?
—¿Me has echado de menos, cara? —le preguntó—. Han pasado más de tres días enteros.
—¿Tanto? —repuso ella—. Me han parecido tres minutos. Creía que por fin me había librado de ti... y aquí estás de nuevo.
—Si sigues así, no te llevaré a lo alto del Campanile —le advirtió al tiempo que señalaba con la cabeza hacia la torre de ladrillo que tenían delante.
—Acabas de destrozarme el corazón —se burló ella—. No sé si tendré fuerzas para recoger los pedazos y continuar con mi vida.
—¿Has estado alguna vez en lo alto del Campanile de noche? —preguntó James.
—Dudo mucho que alguien lo haya pisado desde que Galileo subió para descubrir que el mundo es redondo —respondió—. Hoy en día lo cierran de noche. Y hay un guardia. —Sin embargo, sus ojos se desviaron hacia el campanario y reflejaron un destello de curiosidad.
—Es una noche perfecta, pero amanecerá dentro de un par de horas —le recordó Lanzani—. Será mejor que nos demos prisa. —Y la cogió de la mano.
Cuando ella intentó soltarse, la aferró con fuerza y echó a andar hacia el campanario.
Esposito dejó de forcejear.
—Me niego a pelearme contigo en mitad de la plaza de San Marcos.
—Estupendo, porque perderías —afirmó él. Su mano enguantada encajaba a la perfección en la suya. Recordó cómo se había quitado los guantes. Y experimentó una punzada de deseo.
—Si conseguimos llegar a lo alto —dijo ella—, lo primero que haré será tirarte. Pero no te preocupes, porque no vamos a conseguirlo. Seguro que el guardia es austríaco, y ya sabes cómo les gustan las reglas.
—Deja de hablar —le ordenó él—. Vas a necesitar el aliento para subir los escalones.
Lali estaba sin aliento incluso antes de empezar el ascenso.
Y se debía al hecho de ir de la mano de Lanzani. Una mano grande, cálida y fuerte. La última vez que paseó cogida de la mano de un hombre fue al principio de su matrimonio, cuando Mateo Talarico era cariñoso y tierno, cuando ella creía que jamás podría dejar de amarlo.
Sintió el escozor de las lágrimas y parpadeó con rapidez, agradecida por la oscuridad de la noche y por la sombra de la torre.
¡Al borde del llanto, por el amor de Dios! ¿Por qué iba a llorar después de todo ese tiempo?
Sin embargo, cuando Lanzani le soltó la mano para hablar con el guardia, se sintió perdida y el escozor se intensificó.
«Deja de lloriquear», se reprendió.
Escuchó el murmullo ronco de Lanzani y la respuesta del guardia. El intercambio no duró mucho. Lanzani regresó a su lado, la cogió de la mano y sonrió muy seguro de sí mismo.
—Es veneciano —dijo—. En cuanto se ha dado cuenta de que estoy con una mujer hermosa, ha accedido sin más.
Supuso que el hecho de que hablara italiano como un nativo había influido mucho más a la hora de persuadir al guardia que la vena romántica de este. Además de que un par de monedas obraban milagros, incluso entre los supuestamente rígidos e incorruptibles austríacos.
—Hay otro guardia en lo alto —le advirtió Lali—. Ese seguro que será austríaco.
—Su trabajo es estar alerta ante posibles revueltas, incendios, invasiones y cosas parecidas —le recordó Lanzani—. Tal vez nos registre en busca de armas. ¿Te importaría que te registrara?
—Si es joven y apuesto...
—Bueno, pronto lo averiguaremos. ¿Quieres que echemos una carrera hasta lo alto?
—Qué típico de un hombre sugerir eso —protestó Lali—. Tú llevas pantalones y yo tengo que cargar con las faldas, las enaguas y el corsé.
Cuando el guardia les abrió la puerta, Lanzani se inclinó hacia ella para susurrarle al oído:
—Siempre podemos quitarnos la ropa.
Una poderosa y electrizante sensación le recorrió la espalda.
Se detuvo en seco.
Lanzani se echó a reír y tiró de ella para llevarla al interior.
Y, como tonta que era, se dejó arrastrar porque hacía una noche preciosa y el campanario era un lugar prohibido, y porque la última vez que subió fue a plena luz del día y estaba rodeada de turistas.
... y porque él la había cogido de la mano y quería ir a donde él la llevara. «Solo es lujuria», se dijo, y cuanto antes se librara de ese demonio, mejor.
Faltaba poco más de una hora para el amanecer, y la luna y las estrellas, aunque preciosas en el cielo, no iluminaban el interior de la torre, si bien Peter distinguía perfectamente las ventanas arqueadas. Debería haberle pedido al guardia un farol o una antorcha, pero ni necesitaba más luz ni la quería. Nunca le había costado abrirse paso en la oscuridad, y en esa torre solo había un camino: hacia arriba por la suave pendiente de la rampa en forma de caracol.
Siempre estaba más cómodo en la oscuridad. Y esa noche llevaba a Lali de la mano y escuchaba el suave frufrú de sus faldas mientras caminaba a su lado. En ciertos momentos sentía su roce en las piernas. Y olía el sutil e incitante perfume a jazmín y a ella.
—¿Lo llevas en la ropa? —le preguntó—. Me refiero al perfume. Me parece que es jazmín, pero tiene algo más que no logro identificar.
—Caridad pone bolsitas en mi armario, entre los vestidos, la ropa interior, los guantes y los pañuelos —respondió—. Verás, es que no basta con vestir elegantemente. Una gran prostituta debe tener un olor inconfundible.
—¿Eres una gran prostituta? —repuso él, negándose a pensar en las imágenes de su dormitorio con la ropa esparcida por el suelo y esos tarros tan femeninos con sus tapones y sus etiquetas doradas. Pero, sobre todo, se negó a pensar en su ropa interior, y tampoco quiso recordar el indecente sucedáneo de salto de cama con el que la había visto—. En ese caso, ocultas al resto de tus amantes de maravilla, porque de momento solo he contado dos... Bueno, tres si me incluyo.
—No te incluyas —replicó ella—. Porque eres una aberración.
—Muy bien. Pero en Italia las damas casadas más respetables pueden tener dos amantes e incluso un par de aberraciones.
—No soy italiana —señaló—. Soy inglesa y divorciada.
—Allá donde fueres, haz lo que vieres —le aconsejó—. Siento decirte que eres un desastre como puta tanto en Italia como en cualquier otro país del continente.
—No seas tonto —lo reprendió—. Soy una puta magnífica. Tengo joyas que lo demuestran.
—Una magnífica mujer de negocios, desde luego que sí —reconoció.
—He aprendido de la mejor —dijo ella—. En París. De Fanchon Noirot.
Lo oyó silbar por lo bajo.
—He oído hablar de ella. Debe de tener unos sesenta años.
—Sesenta y cinco... Y disfruta de una lujosa jubilación con un amante devoto. Una de las pocas rameras que no ha acabado mal.
Lanzani se detuvo de repente.
—¡Por Dios, Esposito! —exclamó él—. Ya veo que lo tienes todo bien pensado.
—Podrás leerlo todo en mis memorias —le aseguró—. Tengo pensado escribirlas cuando cumpla los cuarenta, antes de que todos los implicados estén muertos o sean demasiado mayores para avergonzarse... o para echarse unas buenas risas, depende del caso.
—¿Me incluirás en ellas?
—Seguramente no —contestó—. Pienso olvidarte mañana mismo.
—En ese caso, será mejor que aproveche al máximo el momento —repuso él. Le apretó la mano con fuerza y reanudó la marcha por la rampa.
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeLun Nov 21, 2011 7:37 am

CAPÍTULO 09


En cuanto la noche con su oscuro manto cubre el cielo (y cuanto más oscuro, mejor), la hora más aborrecida por los maridos, que no por los amantes, comienza, y el pudor se zafa de sus grilletes. La alegría revolotea traviesa por doquier, riéndose con todos los galanes que la cortejan.

LORD BYRON
Beppo


Parecía un gato, pensaba Lali. Aunque caminaban sumidos en una impenetrable oscuridad, Lanzani no dudó en ningún momento ni se tropezó.
«No tiene ni un pelo de torpe...», se dijo.
Su mente cayó en la cuenta de algo, pero la imagen fue tan débil como la luz de una luciérnaga y no logró retenerla.
Sin embargo, la dejó inquieta y comprendió antes de llegar al campanario, demasiado tarde ya, que estaba completamente a solas con un hombre al que no conocía en absoluto. Recordó, demasiado tarde ya, que un hombre había intentado matarla unos cuantos días antes... y que otro hombre, poseedor de un título legítimo y de importantes amistades en el gobierno británico, había ordenado que registraran su casa unas semanas atrás. Recordó, demasiado tarde ya, lo mucho que le había sorprendido la fuerza del hombre que la acompañaba. Un hombre capaz de alzarla en brazos y lanzarla al vacío por una de las ventanas.
Se le aceleró el corazón. Se dijo que no debía ser ridícula. No debía permitir que las pamplinas y la preocupación de Magny hicieran mella en ella.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué se te ha metido en la cabeza subir al Campanile en plena noche?
—Se me ha antojado ver Venecia a la luz de las estrellas con una preciosa mujer al lado —respondió él.
—Había mujeres muy guapas en el corrillo de la condesa de Monet —le recordó—. Rocio es preciosa. Podías haber sido más rápido y correr tras ella cuando se fue.
Lanzani suspiró.
—Lo sé. El problema es que tú eres la única que me interesa y, por algún motivo descabellado, eres la única con la que quiero subir al campanario de la torre. Raro, ¿verdad?
—Ni mucho menos —respondió—. Te has encaprichado de mí. Es el pan nuestro de cada día.
Lali se echó a reír... y se tropezó, por lo que se tambaleó hacia delante. Ella gritó e intentó zafarse de la mano que la sujetaba para no acabar también en el suelo, pero él recuperó el equilibrio con rapidez y le indicó que guardara silencio.
—Se me había olvidado que aquí había una escalera —admitió.
El ruido que habían hecho alertó al vigilante. La pequeña figura, rodeada por la oscuridad, surgió con un farolillo del lugar donde había estado oculta y exigió saber quién había entrado en la torre.
Lanzani lo convenció con la misma facilidad con la que había convencido al guardia de la puerta. Le dijo algo, el hombre contestó, y de ese modo siguieron intercambiando comentarios como si fueran viejos amigos. Le mostró la entrada que su compañero le había dado y dejó caer una moneda en la mano de su más reciente amigo. El vigilante los guió por un nuevo tramo de escalera mientras charlaba afablemente, les abrió la puerta de la galería superior y regresó para seguir durmiendo.
—No me he encaprichado de ti —dijo Lanzani mientras la conducía hasta el balcón de piedra.
«Tal vez tú no lo estés, pero yo sí», reconoció ella para sus adentros.
—Deja de hablar —le ordenó Lali.
No quería hablar. No quería pensar. Quería dejar la mente en blanco y limitarse a disfrutar del momento y de la vista de un lugar mágico.
El cielo comenzaba a clarear, pero las estrellas todavía eran visibles. A los pies de la torre, la ciudad era un lugar mágico salpicado de lucecitas parpadeantes. Caminó por el balcón, hipnotizada ante la panorámica que se extendía a sus pies y sobre su cabeza. La laguna también brillaba al reflejar la débil luz de las estrellas y de las embarcaciones, y tal vez también la del sol, aunque todavía no había asomado por el horizonte.
—Así ven los dioses el mundo —dijo Lali con voz queda—. A sus ojos somos como hormiguitas diminutas.
La gente que caminaba por la plaza eran motitas diminutas moviéndose entre las luces y las sombras. Buscó el laberinto de los canales, pero desde aquella altura quedaba oculto por las cúpulas, las torres y los palacios. Sabía que las montañas nevadas también estaban allí delante, pero la oscuridad las ocultaba. Supuso que irían apareciendo poco a poco, a medida que el sol ascendiera desde el horizonte, siempre y cuando el día fuera tan despejado como lo había sido la noche.
Sin embargo, no fueron las cumbres nevadas que se alzaban en tierra firme lo que la cautivó, sino la laguna, las islas diseminadas en su brillante superficie y las barcas que surcaban sus aguas, hacendosas desde antes de que rayara el alba.
Inspiró el olor del mar.
—Así debe de ser el cielo —dijo. Y en ese momento notó una opresión en la garganta, se le llenaron los ojos de lágrimas y, para su bochorno, se echó a llorar.
Peter no era de los hombres que se asustaban por las lágrimas de una mujer. Tenía tantas hermanas, tías, sobrinas y primas que había olvidado su número.
Claro que eran hermanas, tías, sobrinas y primas.
Se apartó de la pared en la que estaba apoyado para acercarse a ella.
—Per carità —dijo—. ¡Por el amor de Dios! ¿A qué viene esto?
Ella apoyó la cabeza en su pecho y siguió llorando, no de forma silenciosa sino con enormes sollozos entrecortados que delataban un gran sufrimiento.
A Peter se le desbocó el corazón.
—Vamos, Esposito, no te lo tomes tan a pecho —dijo con fingida ligereza—. Sé que el amor que sientes por mí es casi insoportable, pero...
Lali tragó saliva y acto seguido rompió a llorar a moco tendido.
—Te suplico que no te tires por el balcón —prosiguió él, estrechándola con más fuerza entre sus brazos—. No lo merezco.
Ella alzó la cabeza para mirarlo. Las lágrimas brillaban en sus pestañas. Una de ellas se deslizó por un lado de su nariz.
—De verdad, no lo merezco —reiteró.
—Cretino —replicó ella con la voz ronca—. Ojalá fuera lo bastante fuerte para tirarte por la barandilla.
Cualquiera diría que la palabra «cretino» era un apelativo cariñoso, a juzgar por el alivio que Peter sintió, tan dulce y fresco como la brisa procedente del agua.
—Necesito un pañuelo —la oyó decir con la misma voz, ronca por el llanto—. ¿O prefieres que me suene la nariz con tu corbata?
—No —contestó él—. Haría cualquier cosa por ti, cara mia, pero la corbata es sagrada para un hombre.
La soltó para buscar su pañuelo. Cuando por fin lo encontró, en el bolsillo del frac, ella ya había sacado el suyo. Un trocito minúsculo de lino rodeado por metros y metros de encaje.
La observó enjugarse los ojos inútilmente con esa ridiculez y luego sonarse la nariz con delicadeza.
Volvió a guardarse el pañuelo.
—Conque ibas a sonarte la nariz con mi corbata... ¿De verdad crees que me he encaprichado de ti? En fin, permíteme que te explique una cosa, ¡oh, Diosa de la Belleza, Pérfida Ramera, Reina del Nilo...! Y cualquier título más que creas apropiado para tu pers...
—Eres un hombre —lo interrumpió—. ¿Qué sabrás tú? Nada de nada. —Alzó una mano enguantada, un gesto desdeñoso digno de una reina, y se alejó.
—Un mutis. Las mujeres se pasan la vida protagonizando mutis dramáticos. —La siguió, cantando los versos de Fígaro—: Donne, donne, eterni dei, chi v'arriva a indovinar?
«Mujeres, mujeres... ¡Ay, dioses eternos! ¿Quién las entiende?»
Sin perder pie, ella respondió, aunque no con la voz de soprano que correspondía al papel de Rosina, sino en un grave contralto:
—Ah, tu solo, amor, tu se, che mi devi consolar.
«Ah, solo tú, amor, solo tú eres capaz de consolarme.»
A Peter le dio un vuelco el corazón. Y otro más mientras la seguía.
—Eso es, ¿te das cuenta? —inquirió Peter—. Ahí está el problema. Tenemos demasiadas cosas en común. Conoces a Rossini. Conoces a Byron. O al menos, conoces las mismas partes de sus obras que yo.
—Medio mundo conoce esas partes de la obra de Byron —replicó ella—. Medio mundo se sabe de memoria El barbero de Sevilla. Sigue buscando justificaciones, Lanzani. Sigue intentando explicar por qué no puedes mantenerte alejado de mí. Te ocurre lo mismo que a Pablo. Te has encaprichado de mí. La diferencia estriba en que él es lo bastante hombre para admitirlo.
No estoy encaprichado de ella. Conocía muy bien ese sentimiento. En su díscola juventud se había encaprichado de un sinfín de mujeres inadecuadas.
—¡Es lujuria, tonta! —exclamó él—. Lo que Pablo siente es el deseo normal de un hombre joven y saludable por una mujer hermosa. En su caso es más intenso de lo normal porque lo han tenido encerrado en el aula de palacio durante demasiado tiempo. Lo que ves en él es solo el efecto de haber pasado años deseando un buen meneo.
—¿Un meneo? —repitió ella entre carcajadas, con esa risa tan pérfida que le ponía el vello de punta... entre otras cosas—. Te refieres a un buen revolcón, ¿no? Eres ridículo, Lanzani, ¿lo sabías? Me traes al campanario del Campanile en una noche estrellada. Era romántico. Tan romántico que me he echado a llorar. Posiblemente me ponga a soltar tonterías ahora mismo... porque tengo el corazón destrozado. Por la lástima. Eres un alcornoque sin remedio. —Siguió avanzando mientras observaba la panorámica.
Peter apretó los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en las palmas. Bajó la vista y extendió los dedos muy despacio. ¿Qué le pasaba? No tenía razón alguna para estar tan alterado, se dijo. Ninguna. Ella estaba en lo cierto. La idea era que la situación fuese romántica. La idea era engatusarla, ganarse su confianza. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo. Estaba haciendo su trabajo.
Sin embargo, las cosas no iban como deberían ir.
Por enésima vez.
¡Se había tropezado! Y él jamás se tropezaba.
Estaba perdiendo facultades. Se estaba volviendo torpe y lento... y no era de extrañar. Estaba cansado y asqueado, y hacía meses que debería haber vuelto a casa. Estaba exhausto. Agotado.
Pero no encaprichado.
—Sé lo que quieres —prosiguió ella—. Quieres decir la última palabra. Vas listo, querido. No he llegado hasta tan lejos ni he conseguido todo lo que he conseguido permitiendo que los hombres digan la última palabra.
Eso posiblemente incluyera a Rinaldi, pensó Peter. ¿Serían las cartas su forma de garantizar que era ella quien tenía la última palabra en lo referente a su ex marido? ¿Sería esa la razón de su empecinada renuencia a admitir que las tenía en su poder?
No quería preguntar, aunque pareciera lo más acertado. No quería pensar en Rinaldi y en las puñeteras cartas.
Se acercó a ella, que se había detenido ante uno de los arcos.
Estaba contemplando la plaza de San Marcos.
Miró por encima de su hombro para ver lo que ella veía. No solo la plaza cuadrada, sino también la ciudad que la rodeaba. Las cúpulas doradas que brillaban tenuemente a la luz del alba. Y más allá, las islas de la laguna diseminadas sobre la reluciente superficie del agua.
Sintió una extraña opresión en el corazón. No había ido a Venecia por propia voluntad. Para él era una ciudad en declive, un lugar melancólico. Sin embargo, mirando por encima de su hombro en ese momento y viéndola a través de sus ojos, los ojos de una mujer que había encontrado refugio en esa ciudad, percibió su encanto.
—No soy un alcornoque —protestó.
Colocó las manos en la balaustrada, a ambos lados de las suyas, atrapándola entre sus brazos. Aspiró su perfume mezclado con el olor de Venecia, con el de las piedras antiguas que los rodeaban y con el olor metálico de las grandes campanas que tenían encima. Inclinó la cabeza y posó los labios justo en ese lugar tan especial situado tras el lóbulo de la oreja.
La notó estremecerse justo antes de que se agachara para pasar bajo uno de sus brazos y alejarse entre carcajadas.
El incitante sonido reverberó en el campanario.
—Eres una pícara incorregible —la acusó.
—Igual que tú.
Se acercó a ella y volvió a abrazarla.
—Estoy harto de jueguecitos.
Y no debería estarlo. Tenía un trabajo que hacer, y esos jueguecitos formaban parte del mismo. Sin embargo, con ella entre sus brazos, con el susurro de la seda, el olor a jazmín y el suave roce de sus curvas y su piel, se negaba a pensar en el trabajo.
El simple roce de sus labios bastó para que la pasión, que jamás había conseguido extinguir, corriera por sus venas y le derritiera la razón. El sentido común y la voz que lo guiaba lo abandonaron, dejándolo a la deriva en un mar de deseo.
—Yo no —replicó ella, apartándose.
Se alejó bailoteando y tarareando una melodía. Peter la siguió y el tarareo dio paso a una canción cuya letra conocía muy bien. Tal como ella había dicho, ¿quién no la conocía? Era un aria de El barbero de Sevilla, «Una voce poco fa», escrita para una soprano, pero que sonaba mucho más seductora con su tono de voz grave.
—¿Dócil? —preguntó—. ¿Respetuosa? ¿Obediente? ¿Tú?
—Dolce, amorosa —cantó ella.
—¿Dulce y amorosa? Creo que no.
—Ma se mi toccano dov'è il mio debole, sarò una vipera, sarò.
«Pero si me llevan la contraria, puedo convertirme en una víbora.»
—Eso se parece más a la realidad —señaló—. Sí señor, una víbora. —Recordó la serpiente tatuada que llevaba en el omóplato derecho—. Eso explicaría la... —Se mordió la lengua a tiempo.
Había visto el tatuaje una sola vez, en La Fenice, cuando se disfrazó de criado. El salto de cama, o camisón o comoquiera que se llamara esa prenda escandalosa con la que lo había recibido en su palazzo, lo ocultaba.
«Torpe, torpe», se dijo.
Pero ella no pareció reparar en el error. Tal vez no lo hubiera escuchado. Seguía tarareando a cierta distancia de él, moviéndose de arco en arco.
—Cara —la llamó.
Ella alzó una mano.
—No me llames así. Nada de apelativos cariñosos. Ni siquiera en broma.
—Esposito.
—Eso tampoco.
—Lali —dijo, y se puso colorado... como si fuera un niño que acabara de cometer una travesura vergonzosa. ¿Cuándo fue la última vez que se había ruborizado? Sin embargo, su nombre parecía encajar en sus labios tan bien como encajaban sus manos y sus cuerpos—. Mala pécora...
La oyó reír bajito, pero dejó de hacerlo al inclinarse sobre la barandilla para contemplar el paisaje.
Se acercó de nuevo a ella y volvió a atraparla entre sus brazos del mismo modo que lo había hecho antes.
—Empecemos de nuevo —dijo.
Ella negó con la cabeza.
La besó en el cuello. Sintió su estremecimiento justo antes de que intentara escapar nuevamente, pero entonces le dio un mordisco en el cuello y ella se detuvo.
Le dio un delicado mordisco en la oreja y ella volvió a estremecerse.
Deslizó la lengua por su cuello hasta llegar al hombro. La besó, y cuando notó su estremecimiento, le dio otro mordisco.
—¡Oh! —exclamó con un hilo de voz—. Eres una bestia.
—Tu bestia —apostilló al tiempo que le bajaba el corpiño para besar la piel que iba descubriendo hasta dejar una lluvia de besos en la parte superior del brazo.
Saboreó el fresco aire nocturno en su piel. Aspiró el olor a jazmín mezclado con el de la salada brisa de la laguna y con esas sutiles notas que todavía no había podido identificar. Tal vez solo fuera su propio olor. La mezcla se le subió a la cabeza, saturó su mundo y se convirtió en un mar donde estaba dispuesto a ahogarse. Todo lo que la rodeaba seducía a un hombre hasta llevarlo a la destrucción.
Debería ser inmune a sus encantos, pero no lo era.
En ese momento no quería serlo.
La deseaba, simple y llanamente.
Deslizó las manos sobre el corpiño del vestido. Ansiaba sentir su piel en las palmas de las manos. Ansiaba volver a sentir la suave curva de sus pechos. A pesar de la ofuscación que lo invadía, parte del sentido común seguía presente, al menos para recordarle dónde se encontraban: en un rincón del campanario, protegidos por una de las columnas. Sin embargo, era un lugar público y el horizonte ya clareaba. Le alzó el chal y se lo colocó en torno a los hombros a modo de cortina mientras le desataba las cintas del corpiño para desnudar sus pechos, tan cálidos, suaves y delicados. Los tomó cada uno con una mano y ella se removió, frotando el trasero contra su entrepierna.
Volvió a morderle el cuello con suavidad para que permaneciera quieta y comenzó a alzarle las faldas y las enaguas.
—Eres una niña mala —le susurró al oído—. Una niña muy mala.
—Sí —reconoció—. Desde luego.
Era una niña muy mala y le encantaba serlo, la verdad.
Ojalá pudiera... pero no. Era una tontería ponerse sentimental y desear que el pasado fuera distinto. Desear un nuevo comienzo, partiendo desde cero. No podía dejarse llevar por esos anhelos en ese momento tan mágico y pasional.
Abrió los ojos. A sus pies se extendía Venecia como un joyero volcado cuyas joyas se hubieran diseminado por doquier. Las luces tan delicadas como las de las luciérnagas; los destellos de las cúpulas doradas; las barcas moviéndose sobre la reluciente superficie del agua... Se dejó embriagar por el olor del mar y por el aroma del hombre que tenía detrás. Oyó el frufrú de la seda cuando le alzó las faldas. Una niña buena lo detendría, pero ella no era una niña buena y no quería serlo. Era mala, muy mala, y temblaba de deseo y de impaciencia mientras esas manos le acariciaban los muslos, el trasero desnudo y, por fin, la entrepierna.
Ya no podía fingir que estaba jugando al gato y al ratón. Ya no podía fingir que estaba jugando a nada. La verdad era demasiado obvia. No podía ocultar la evidencia del deseo a esas manos que la exploraban. Porque estaba preparada mucho antes de que la tocara. Se había alejado de él bailoteando, sí, pero había sido un intento para disimular la desesperación... el enamoramiento.
Porque ella no era un hombre. Y, a diferencia de él, sabía muy bien cuál era el problema que la aquejaba.
Pero no quería pensar en eso. No en ese momento.
Era una diosa que contemplaba el mundo desde las alturas y que en ese momento tenía todo lo que quería: sus caricias, sus besos, el roce juguetón de sus dientes, tan pícaro y tan sutil. Y sus manos; esas manos largas que la acariciaban con tanta destreza. En cuanto sus dedos rozaron el lugar más sensible, se le aflojaron las rodillas. De no haber sido por la balaustrada en la que se apoyaba, se habría caído al suelo del campanario.
El deseo era tan intenso que resultaba doloroso. Un dolor palpitante en las entrañas. Se removió para frotarse contra esa mano, pero no era suficiente.
«Por favor. Sigue, por favor», rogó en silencio.
No pensaba suplicarle en voz alta, pero él lo entendió. Oyó el frufrú de la ropa de él cuando empezó a desnudarse. Al instante lo notó pegado a ella y jadeó. Era grande, ardiente y sintió una punzada de temor. Un temor absurdo, como si fuera una niña.
Notó que le colocaba una mano en la espalda para inclinarla hacia delante con delicadeza de modo que su cuerpo adoptara el ángulo correcto. Sus dedos se deslizaron sobre esa zona tan húmeda y preparada. La tocó, la separó y la penetró. El súbito movimiento le arrancó un jadeo que acabó convertido en un suspiro. El placer la invadió y se convirtió en una marea de emociones, como la impactante obertura de La Gazza Ladra.
«¡Sí, sí, sí!», exclamó en su cabeza.
Parecía llevar toda la vida esperando ese momento.
Sintió el roce de sus labios en el cuello mientras comenzaba a moverse en su interior. Cuando volvió la cabeza, él lo entendió y la besó. Fue un beso largo, apasionado y rebosante de una extraña ternura que la afectó enormemente. Sin embargo, el ansia por llegar al clímax era mucho más intensa, y Lali comenzó a moverse, acoplándose al ritmo que él había impuesto mientras las sensaciones se apoderaban de ella. Unas sensaciones enloquecedoras y desconocidas. El corazón parecía estar a punto de estallarle en el pecho, tan pictórico estaba y tan rápido latía. Intentó encontrar el camino de vuelta, retomar el control, ese control que le era tan preciado, pero no atinó a hacer nada.
Ya era demasiado tarde para pensar en el control. Llevaba deseando a ese hombre desde que lo conoció, y lo único que ansiaba en ese momento era hacerlo suyo. Lo único que podía hacer era poseerlo en ese instante y aferrarse a la idea de que era suyo, solo suyo. Se entregó a la locura, a la delirante felicidad y siguió moviéndose mientras él la penetraba con un ritmo frenético que acabó provocando una intensa explosión.
El mundo pareció agitarse bajo sus pies y tardó un instante en comprender que la vibración y el ensordecedor sonido eran el tañido de las campanas. Lo oyó reír al mismo tiempo que sus enormes manos le tapaban los oídos. Francesca estalló en carcajadas sin poder evitarlo. Cuando abrió los ojos y miró hacia el horizonte, descubrió el brillo rojizo del sol naciente.
Sintió el cálido roce de su aliento en la oreja.
—Dime, vipera mia —le dijo él con voz ronca—, ¿te parece lo bastante romántico?
Para Peter era demasiado romántico. Demasiado romántico y ridículo. El repicar de las campanas cuando llegaron al clímax, la salida del sol por el horizonte...
Sin embargo, mientras flotaba en el dorado mar de la satisfacción, solo atinó a reírse y a ayudarla a arreglarse la ropa. Le bajó las enaguas y le colocó las faldas en su sitio. Y siguió riéndose cuando en mitad del proceso ella le ordenó que se subiera los pantalones.
Al mirar hacia abajo comprobó que comenzaba a excitarse de nuevo. Pensó en Inglaterra, se subió los calzoncillos y los pantalones, se colocó los faldones de la camisa y se concentró en abrocharse la bragueta.
—Por Dios, eres una arpía irresistible.
—No sabía que fuera capaz de obrar milagros —repuso Lali—. Teniendo en cuenta tu edad, es sorprendente que te hayas recuperado tan rápido.
—¿¡Mi edad!? Y Magny, ¿qué?
—¿Qué pasa con él? —preguntó a su vez, al tiempo que se ajustaba el corpiño.
—Podría ser mi abuelo.
—No es para tanto —repuso ella, y frunció el ceño mientras se miraba el escote—. ¿Están igual? Llevo mi corsé preferido, pero para que quede bien tengo que ponerme las tetas exactamente igual o...
—Están espléndidas. Tú eres espléndida. Pero no estoy enamorado.
Se acercó a él con una sonrisa en los labios. Alzó una mano para darle unos golpecitos en una mejilla.
—Caro mio, si te quedas más tranquilo pensando así, no seré tan cruel para desilusionarte. Y menos ahora. Ha sido maravilloso, increíblemente romántico y deliciosamente escandaloso. Una combinación perfecta... y una experiencia que tardaré en olvidar. Grazie tante, amore mio. Pero ya va siendo hora de despedirnos.
Se dio la vuelta y se alejó con rapidez.
¿Muchas gracias? ¿Adiós?
Tardó en reaccionar, por culpa del estado poscoital en el que se encontraba su mente. Estupefacto, la observó alejarse un momento antes de seguirla.
—Lo tuyo es increíble, Esposito.
—No me llames así —le advirtió al tiempo que comenzaba a bajar la escalera.
—Lali...
—No me sigas. Ya ha amanecido y no querrás que toda Venecia te vea seguirme como un perrito con la lengua fuera.
«¿Un perrito con la lengua fuera?», se preguntó.
Se detuvo en seco.
—Pero yo no...
—Ha sido muy divertido, pero ya hemos terminado —lo interrumpió, sin volver siquiera la cabeza; alzó una mano y repitió ese exasperante gesto de despedida—. Addio.

Tres capitulos...no os podeis quejar eeee!!!
GRACIAS por leer, la nove.
Espero que os gusten estos tres caps y que comenteis.
Muchos besos.
Ione
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Vero_me
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeLun Nov 21, 2011 10:34 am

[b]wooowww vale, demasiada información......me he quedado sin palabras......dame un minuto.........jajaja......no en serio que acaba de pasar? por que le dice adiós después del momento que han pasado juntos y con todo lo que ella a sentido??? me da que Peter se va a enfurecer un poquito, un poquito mucho. Como puede irse tan tranquila? no lo entiendo.
No se que pensar de Magny me tiene un poco confusa
No quiero ni pensar en lo que le tiene preparado Eugenia
Me da miedo la reacción de Peter de ahora en adelante, no creo que la vaya a tratar demasiado bien, ahora que por fin habían estado juntos.....lo estropean...como siempre.

Nenaaaaaa me encanta, es una historia en la que no puedes predecir lo que va a ocurrir, lo confieso me tienes enganchadísima con lo nove
y te mereces un premio por estos 3 capitulazos que nos has regalado

Cariñeteeeeeee yo siempre quiero mas!!!!!!!!jajajaj
Un besote GRACIAS GRACIAS GRACIAS!!!!!!!!!
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MensajeTema: Re: La Cortesana   La Cortesana Icon_minitimeJue Nov 24, 2011 5:57 am

CAPÍTULO 10



¡Ay, amor! Cuan perfecto es tu arte místico, que fortalece a los débiles,
y que pisotea a los fuertes.
Cuan ilusos son los más sabios mortales,
que se ¡han dejado engañar por tus encantos...
LORD BYRON
Don Juan, Canto I

Si no se contaba con una buena mano de cartas para ganar la partida, lo mejor era tirarse un farol.
Lali se marchó haciendo una reverencia desdeñosa y una sonrisa más desdeñosa aún que desapareció en cuanto comenzó a bajar la rampa.
Temía que la siguiera.
Temía que no lo hiciera.
Se obligó a acelerar el paso porque estaba muy tentada de quedarse, de descubrir si la seguiría o no. Si lo hiciera, estaría muy tentada de dejar que la alcanzase.
Juegos, juegos muy absurdos. Cualquiera la tomaría por una jovencita recién salida del aula a la espera de que su enamorado la persiguiera.
Aunque no era una jovencita recién salida del aula cuando su matrimonio comenzó a hacer aguas —o el sueño que tenía del matrimonio al menos—, había esperado que Mateo Talarico la persiguiera y la alejara de los brazos del hombre con el que había buscado consuelo. Había esperado que se pusiera celoso, hacerle daño de la misma manera que él se lo había hecho a ella.
Pero Mateo no sintió celos ni dolor alguno.
Se quedó asqueado.
«¡Puta asquerosa! Tienes la misma moral que tu padre. Con razón fue tan espléndido con la dote. Temía no librarse de ti a tiempo, antes de que el mundo descubriera lo que eres de verdad.»
Le escocieron los ojos y le ardieron las mejillas. Pero por dentro se quedó helada como un cadáver, justo antes de que la vergüenza la asaltara y el corazón se le desbocara como le sucedió aquel día, aquel espantoso día en el que vio cómo todo el amor de su marido se transformaba en odio.
La luz se filtraba por las ventanas del Campanile, pero no era capaz de ver más allá de su rabia y su miseria. Tropezó. Apoyó los brazos en la pared para recuperar el equilibrio.
—Idiota —murmuró Lali—. ¿Por qué no te rompes el cuello de paso? Así darás a Rinaldi un motivo que celebrar.
Eso era lo que sucedía cuando se daba rienda suelta a los sentimientos, se dijo. Las emociones se hacían con el control. Se empezaba a llorar por el pasado. El marido al que había querido con locura la había llamado ramera, puta y cosas mucho peores.
Muy bien. Se había convertido en una puta. En una puta magnífica.
Nada de lloriqueos en ese momento. Había hecho un mutis magistral. No lo estropearía con inseguridades ni con esperas. No lo estropearía con viejas penas ni sufrimientos.
Bajó la rampa a toda prisa, lo más rápido que le permitieron las faldas, las enaguas y el corsé.
Cuando salió del campanario a la plaza, aminoró el paso lo suficiente para conservar su dignidad. A primera hora de la mañana la plaza era un lugar muy bullicioso.
Pasó junto al Palacio Ducal de camino al embarcadero, donde esperaba su góndola.
Uliva, que estaba despierto, despertó a Dumini, que no lo estaba. Siempre que sus gondoleros tenían que esperarla mucho tiempo, se echaban siestas por turnos, de modo que uno siempre estuviera alerta.
—Llevadme a casa de la signorina Igarzabal —ordenó.
Peter la observó desde lo alto del campanario. A pesar de lo que le había dicho, a pesar de lo enfadado que estuviera, debería haberla seguido aunque solo fuera para asegurarse de que llegaba bien a casa.
No servía de nada recordarse que había muy pocas posibilidades de que alguien la atacara a esa hora del día. El lugar era un hervidero de vendedores y gente que tenía que ganarse el pan y no podían quedarse en la cama hasta el mediodía. Junto con las diligentes hormiguitas estaban los que regresaban a casa tambaleantes tras una noche y una madrugada de disipación.
«Improbable» no era lo mismo que «imposible». Si alguien la atacaba, ¿qué les diría a sus superiores?
«Lo siento, pero hirió mis sentimientos. Y luego me sacó de mis casillas. No me atreví a seguirla porque cabía la posibilidad de que la estrangulara... y de que luego arrojase su voluptuoso e inerte cuerpo por la ventana más próxima.»
—Qué idiota eres —murmuró—. ¡Eres tonto de remate!
Lo había echado todo a perder. Se suponía que debía lograr que ella le persiguiera Sin embargo, había cedido a un impulso... No, era peor que eso: había cedido a la insistencia de esa cabecita que tenía entre las piernas. Sí, había hecho con Lali lo que deseaba hacer y lo que ella deseaba que hiciera. Aunque era evidente que no deseaba nada más, de modo que ya no le servía de nada.
«Ciao, cretino. Me voy a volver loco a un conde francés. Y a un príncipe de Gilenia. Y tal vez a unos cuantos rusos y a unos cuantos bávaros, y a lo mejor me meriendo a un gondolero.»
—¿Y yo qué soy? —masculló—. ¿Un entremés?
Bajó los escalones y la rampa hecho una furia, salió del Campanile y tomó el mismo camino que ella. Durante todo el trayecto no dejó de maldecirse por lo bajo en italiano, en inglés y, de vez en cuando, en francés, alemán, ruso y griego para variar un poco.
Cuando llegó a su góndola, Zeggio le informó de que habían visto a la signora y de que esta había ordenado a sus gondoleros que la llevasen a casa de su arruga.
«Perfecto», pensó. Rocio y ella podrían comparar notas. Entre risas.
—¿Señor?
Levantó la vista.
García y Zeggio volvieron a mirarse con esa expresión tan rara.
—¿Adonde, signore? —preguntó Zeggio.
Subió a la góndola.
—A San Lázaro —respondió—. Al monasterio. Y esta vez voy a ingresar en él.
Era demasiado temprano para que los seres humanos estuvieran en pie, pero Lali estaba demasiado desesperada para pararse a pensar en eso.
La asaltaron las dudas cuando llegó a casa de Rocio y vio la enorme y conocida góndola amarrada en el embarcadero. Sin embargo, antes de que pudiera ordenar a Uliva que la llevara de vuelta a casa, un caballero subió a bordo de la góndola y la embarcación se puso en movimiento.
La góndola pasó junto a ella al cabo de un instante. Se obligó a saludar con despreocupación. El hombre que había dentro se ruborizó profusamente pero se quitó el sombrero con principesco aplomo. El sol matutino arrancaba destellos dorados al cabello rubio de Pablo.
Poco después Lali entraba en el vestidor de Rocio. Su amiga estaba sentada a una mesita junto a la chimenea, removiendo su café con una cucharilla. Al verla entrar, su expresión ensimismada desapareció.
—Bueno, ya veo que te has divertido—le dijo al entrar—. Su Alteza salía justo cuando yo llegaba.
Rocio se encogió de hombros.
—Lo obligué a comprar un condón. Tenía que enseñarle cómo se usaba. —Rocio ordenó que le sirvieran café y la instó a sentarse y a desayunar algo.
Nada más sentarse, Lali estalló en lágrimas.
Rocio se levantó de un brinco de su silla para abrazarla.
—¡Ay, Dios! ¿Qué pasa? ¿No querías estar con Lanzani?
Lali sacó el pañuelo humedecido y lo miró. Apenas era un trozo de encaje que solo servía como adorno. ¿Por qué no había aceptado el de Lanzani cuando se lo ofreció? Podría haberlo cogido y haberlo guardado como un recuerdo.
La idea le arrancó una nueva andanada de sollozos.
Rocio le puso una servilleta en la mano.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué pasa? Nunca lloras. ¿Estás embarazada?
—N-n-no. —Se enjugó las lágrimas y se sonó la nariz con la servilleta de lino.
—No puedes estar llorando por el príncipe —dijo Rocio—. Por favor, dime que no es por eso. Creí que querías irte con el otro. Parecía que...
—¿Por eso te hiciste la ofendida y te fuiste de ese modo? ¿Qué habría pasado si en vez del príncipe te hubiera seguido Lanzani?
—¿Por qué iba a hacerlo? No fue él quien hirió mis delicadísimos sentimientos. Fue Pablo quien me llamó «niña» y quien estaba obligado a seguirme. Además, cuando dejé que me alcanzara, se disculpó. Al principio lo escuché con desdén y enfado, pero poco a poco dejé que me ablandase, y luego empecé a decirle cositas dulces. Y luego... Bueno, tú ya sabes cómo se hace.
—Al parecer, no tan bien como otros —repuso Lali—. Lanzani estaba seguro de que querías que Pablo te siguiera y por eso decidió ayudarte. Bueno, Lanzani y tú os ayudasteis mutuamente.
Rocio volvió a sentarse.
—Pero sabías que yo quería a Pablo —dijo su amiga—. Y yo sé que tú no lo quieres. Tú quieres a Lanzani.
—¡Pero es un don nadie!
—¿Qué tiene de malo tomar a un don nadie por amante de vez en cuando? —preguntó Rocio—. Sobre todo a este. No es el camarero de la cafetería ni el apuesto pescador ni el florista. Es el hijo de un aristócrata inglés. Su madre forma parte de una antigua familia italiana de gran renombre. Todo el mundo los conoce.
—Pero en Inglaterra es solo un hijo menor —protestó—. Los hijos menores carecen de fortuna... de propiedades. Lanzani no puede comprarme las joyas que sacarán a Rinaldi de sus casillas.
El café llegó en ese momento.
Después de que los criados se retirasen, Rocio la obligó a comerse medio bizcocho y a tomar un poco de café.
—Entiendo la vendetta —observó Rocio—. De estar en tu lugar, habría matado a ese marido tan bruto. O mejor, habría hecho que alguien se lo llevara a un sitio donde moriría lenta y dolorosamente. Pero tu forma de vengarte es mucho más imaginativa y muchísimo más placentera para ti. En este momento, sin embargo, no te produce placer. Es una tontería hacerte daño a ti misma para conseguir hacer daño a un hombre que está muy lejos en una isla fría e insignificante. Si quieres a Lanzani, acuéstate con él... ¡y al cuerno con lord Rinaldi!
Bebió un buen sorbo de café.
—Ya me he acostado con él —dijo.
Rocio esbozó una sonrisa deslumbrante.
—Vaya, vaya. ¿Ha estado bien?
—Lo hicimos en el Campanile de San Marcos —añadió.
—En el campanario —dijo Rocio en voz baja—. ¡Ah!
En circunstancias normales le habría descrito la experiencia con pelos y señales. Pero en esa ocasión no sabía qué decir. No encontraba las palabras adecuadas para describir lo que había sucedido. La magia. La avalancha de emociones que la hicieron sentir como solo lo conseguía la música. Pero de una forma muchísimo más intensa.
—Fue muy romántico —dijo a la postre.
—Ah, claro.
—Y absurdo. Pero romántico. —Le habló de las campanas y del amanecer.
—Sí. Te hace reír —dijo Rocio.
—También me hace llorar. Me hace... —Titubeó. Pero siempre se lo había contado todo a Rocio—. Cuando estoy con él, recuerdo la mujer que fui en el pasado. Lo recuerdo todo. —Se llevó la mano al pecho, sobre el corazón—. Los sentimientos... Son demasiado fuertes. No sé qué hacer. Lloro. Me enfado. Siento un nudo en el estómago, se me rompe el corazón. Quiero apoyar la cabeza en su pecho y... y quiero que él me abrace y me acune y me diga que me entiende... y quiero confiar en él. —Tragó saliva—. ¿No es una locura? Lo conocí hace cinco días.
—Pero te ha salvado la vida —señaló su amiga—. Así lo conociste... cuando arriesgó la vida para salvar la tuya. ¿Se te ocurre otra cosa capaz de inspirar más sentimientos que eso? ¿Qué mejor manera de que un hombre se gane la confianza de una mujer? ¿Qué mejor manera de que alguien, hombre o mujer, demuestre cosas que las palabras son incapaces de demostrar?
—Magny no confía en él —dijo.
—Magny es muy listo —repuso Rocio—. Pero no lo sabe todo.
—No, cierto —reconoció—. Pero no dejo de pensar que ve las cosas con mucha más claridad que yo.
El criado volvió a entrar para decirles que uno de los sirvientes de la signora Esposito acababa de llegar. Dijo que lamentaba interrumpirlas, pero que el asunto era de suma urgencia.
Peter Lanzani se había tranquilizado lo bastante para comprender que necesitaba bañarse, cambiarse de ropa y desayunar, así que tenía que volver a Ca' Munetti. También necesitaba dormir, pero eso podía hacerlo en la góndola de camino a San Lázaro.
Estaba terminando de desayunar cuando García entró con el ceño fruncido.
—Señor —dijo el recién llegado—, ha sucedido un imprevisto.
—¿Monjas? —preguntó Lali sin dar crédito—. ¿Estás seguro? —insistió al tiempo que echaba un vistazo por el Puttinferno.
En esa ocasión no necesitó que Magny le indicara las señales. Los intrusos también habían intentado ser cuidadosos, pero no eran tan buenos como los que habían registrado la villa de Mira.
Sus criados se habían percatado de que había varias cosas fuera de lugar. Y no tardaron en relacionarlo con la súbita indisposición que los asaltó a todos la noche anterior, unas horas después de cenar con tres monjas.
—Llegaron poco después de que usted se fuera al teatro —dijo Arnaldo—. Nos dijeron que venían de Chipre. Que estaban perdidas. Que llevaban horas vagando. Que tenían poco dinero. Que estaban hambrientas. —Se encogió de hombros—. ¿Qué podía hacer? Eran monjas. ¿Cómo iba a echarlas? Y por eso compartimos nuestra cena.
Poco después, todos los que compartieron la cena, todos los criados que residían en el palazzo, sufrieron una indisposición.
—Al principio se apresuraron a ayudarnos —añadió Arnaldo—. Hasta ahí lo recuerdo. Y pensé: «¿Por qué las monjas no están enfermas?». Pero empezó a darme vueltas la cabeza y tuve que echarme un rato. Me dormí. Me desperté hace un rato y ya se habían ido. No tardé mucho en descubrir que les había pasado lo mismo a todos los criados. No había nadie que pudiera vigilar la casa. Y pronto nos dimos cuenta de que alguien la había registrado. ¿Quién si no esas monjas? Creemos que no falta nada de valor, pero no estamos seguros. Por eso envié a varios criados a buscarla. ¿Quiere que mande a alguien para informar al gobernador de lo que ha pasado?
—¡No! —Lo último que le hacía falta era que el gobernador austríaco metiera las narices en ese asunto—. Avisa al conde de Magny.
Arnaldo intentó librarse de Peter.
—La signora no recibe visitas hoy.
Peter no estaba de un humor demasiado paciente ni tampoco estaba para pensar con claridad. Arnaldo no era un mayordomo que intentaba hacer su trabajo, sino un obstáculo en su camino. Lo que quería hacer era quitar dicho obstáculo de en medio y tirarlo a un lado.
Se dijo que no debía comportarse como un idiota. Se recordó que ya hacía mucho que había aprendido que siempre había un momento y un lugar para la violencia. Sabía perfectamente que no era ni el momento ni el lugar. Estaba furioso porque no se le había pasado por la cabeza prever esa posibilidad: que alguien se atreviera no solo a intentarlo, sino que consiguiera invadir la casa de Lali pese a lo bien protegida que estaba. Arnaldo no tenía la culpa.
Por eso le agradeció su devoción por la dama con un italiano muy perfecto y diplomático... y a continuación pasó por su lado y entró en el salón más recargado de toda Italia. Y esa descripción se quedaba corta.
—Gracias a Dios que todos los putti siguen aquí —dijo—. Al enterarme de que había pasado algo, temí que todos los niños hubieran extendido sus alitas y se hubieran ido volando.
La vio dar un paso hacia él y por un instante creyó que se arrojaría a sus brazos.
Pero Lali se detuvo en seco, se puso más tiesa que un palo y dijo:
—Hoy no recibo visitas.
—Tengo entendido que has recibido la visita de unos ladrones.
Eso la dejó boquiabierta.
—Los rumores corren como la pólvora a través del canal —observó—. Mi gondolero se enteró por uno de los mercaderes, que a su vez se enteró por tu cocinera. —Echó un vistazo a su alrededor—. Nada de aficionados, desde luego. —Por supuesto que no lo eran. Unos aficionados no habrían conseguido entrar—. ¿Qué te ha hecho sospechar?
—Fueron los criados quienes sospecharon —contestó—. Yo he llegado hace poco. Aunque no es de tu incumbencia.
Arnaldo, que había entrado tras él, dijo:
—Vimos que algunos objetos y algunos muebles no estaban en su sitio habitual, signore.
Esposito levantó las manos.
—¿Es que todo el mundo te hace caso?
—Es por mi encanto —dijo—. Resulta irresistible.
Se apartó de él y se dejó caer en una silla. Hizo unas señas a Arnaldo con la mano.
—Vamos. Cuéntaselo todo.
En un veneciano tan rápido que apenas fue capaz de seguir, y con considerables detalles, Arnaldo hizo lo que le pedía su señora.
—¿Monjas? —preguntó Peter. Sintió una presión muy incómoda en el pecho—. ¿De Chipre?
Sabía que Venecia había sido en el pasado el corazón de un vasto imperio comercial. La gente seguía llegando a la ciudad desde cualquier rincón del mundo, pese a los malos tiempos que corrían. Los armenios tenían su propia iglesia. Al igual que los griegos. Y los judíos poseían varias sinagogas.
Unas monjas de Chipre no llamarían la atención.
El problema era que estaba al tanto de que unas supuestas monjas chipriotas habían sido las responsables de varios robos muy espectaculares en el sur de Italia durante el año anterior. Uno de esos robos lo llevó a Roma y provocó su encuentro con Eugenia Suarez, la cabecilla de la operación... loca por las esmeraldas. De no ser por esa locura y por la indiscreción que conllevaba, que la llevó a lucir las joyas en público, en lugares de mala muerte, pero en público, habrían desaparecido para siempre.
Sin embargo, se suponía que Eugenia estaba en prisión. Su banda se había desintegrado. ¿Sería el trabajo de un imitador? ¿Una coincidencia?
Arnaldo debió de percatarse de su expresión desconcertada, ya que respondió en italiano.
—Todo el mundo conoce ese acento. En Venecia se oye casi a diario.
Peter recordó el deje extranjero en el habla de Eugenia Suarez. Había nacido en Chipre.
Cualquiera podía aducir una procedencia chipriota. Pero el acento era muy particular, al menos para Arnaldo.
Las posibilidades de que se tratase de una coincidencia o del trabajo de un imitador se reducían por momentos.
Alguien podía haber liberado a Eugenia. La habían encarcelado en Roma, y los Estados Pontificios eran famosos por su corrupción. Cualquier amigo poderoso con dinero podría haber acordado su liberación.
Mientras su mente intentaba ordenar los detalles y analizarlos para llegar a una conclusión lógica, mantuvo un semblante tranquilo y relajado.
—¿Y tus joyas? —preguntó a Lali—. Supongo que ya no están.
Lo miró y parpadeó varias veces.
—¿Mis joyas dices?
—Eso es lo que Piero dijo que buscaban cuando te asaltaron —le recordó Peter. Dudaba mucho que esa historia fuera verdad, ya que tanto la lógica como el instinto le decían que había mucho más de lo que Piero le había contado. Comenzaba a ver un patrón de comportamiento. Y no era agradable—. Parece que tus joyas se han hecho famosas entre los ladrones.
Lali saltó de la silla y salió de la estancia a la carrera.
Peter la siguió.
Los aposentos de Lali no habían sufrido un registro tan cuidadoso como el resto de las habitaciones. La escena le provocó un escalofrío. Los colchones estaban casi en el suelo. Las baratijas del tocador, desparramadas, y algunas incluso se habían caído.
No se parecía en nada a lo sucedido en Mira. En aquella ocasión, los intrusos apenas habían dejado rastro de su paso.
Lo que veía era... inquietante.
Caridad estaba en el vano de la puerta del vestidor. Llorando.
Jamás había visto a su doncella derramar una sola lágrima. Ni se le había pasado por la cabeza que esa mujer tan altiva e independiente fuera capaz de llorar.
—¿Caridad? —dijo; se acercó a ella y le pasó un brazo por los hombros—. ¿Estás bien?
—¡Ay, madame! —La doncella se volvió y apoyó la frente en su hombro antes de deshacerse en lágrimas.
—No pasa nada —le dijo Lali—. Todo el mundo se sintió mal, pero nadie ha sufrido daño alguno.
Caridad levantó la cabeza, se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y soltó en un furioso francés:
—Es una infamia. Asquerosos ladrones. Atreverse a tocar sus preciosos vestidos, sus joyas...
—¿Han desaparecido? —preguntó una voz masculina a su espalda.
Por un instante y anonadada al ver a Caridad llorando, Lali se había olvidado de que Lanzani estaba allí.
Llorosa o no, Caridad no le hizo caso, de la misma manera que nunca hacía caso a los hombres que había en la vida de su señora.
—Lo han tirado todo por los suelos —explicó la doncella—. Han volcado su joyero. —Señaló con la cabeza el interior del vestidor.
Todo estaba en el suelo. Incluidas las joyas.
—Muy interesante —dijo Lanzani. Su voz sonaba mucho más cerca que antes. De hecho, estaba mirando el vestidor por encima de la cabeza de Caridad—. No se han llevado las joyas. ¿Qué buscaban? ¿Las memorias que me has mencionado? ¿Ya has empezado a escribirlas?
Aquello no tenía nada que ver con las memorias que dudaba mucho que algún día llegara a escribir. Y tampoco tenía nada que ver con un simple robo. Los ladrones habituales no dejaban joyas valiosas tiradas en el suelo. Quienesquiera que fuesen buscaban algo muchísimo más valioso: las cartas.
Lali meneó la cabeza y habló con indiferencia a pesar de que el corazón le latía desbocado.
—Tal vez no le caigo bien a alguien. Tal vez es una broma.
—Una broma muy complicada —replicó él—. Disfrazarse de monjas y envenenar a tus criados...
—Es muy raro que no se hayan llevado las joyas —reconoció Lali—. A lo mejor eran monjas de verdad. ¿Quién si no podría contenerse hasta el punto de prescindir de mis perlas y de mis zafiros?
Las joyas estaban allí, desparramadas entre sus vestidos, enaguas, corsés, camisolas, guantes y medias.
Como si se burlaran de ella. Y bien que se había burlado ella de Rinaldi cada vez que le mandaba informes de sus joyas, de sus conquistas. Y él se había burlado de ella con sus logros, con sus conquistas. Un juego, aunque quizá no demasiado maduro.
Que se había convertido en algo muy serio y feo.
—Tal vez las monjas lo han hecho a modo de aviso para que me aparte del mal camino —dijo—. O a lo mejor querían decirme que todo esto es vanidad o cualquier otra tontería santurrona.
—Sus cartas —dijo la doncella al tiempo que entraba en el vestidor—. La caja donde las guardaba está aquí, en el suelo, pero no veo cartas, ningún papel, madame.
Era imposible, se dijo Peter. Si hubiera guardado las cartas que incriminaban a Rinaldi en un lugar tan evidente, los hombres de Quentin las habrían encontrado cuando registraron sus distintas residencias.
Habían registrado los lugares más evidentes y los que no lo eran tanto. Varios agentes habían tenido acceso a todos los bancos de los que era cliienta. En las cámaras habían encontrado joyas —depositadas como seguro para ese día al que las rameras debían enfrentarse a medida que envejecían—, además de su testamento y varios documentos legales y financieros, pero no las cartas.
De haber sido tan sencillo abrir un escritorio portátil, buscar bolsillos ocultos en su ropa y en las cortinas o compartimientos secretos en los muebles y demás parafernalia, no habrían necesitado su intervención.
Sin embargo, la oyó contener el aliento y se percató de lo mucho que le costaba mantener la compostura. Lali sabía que estaba en peligro. Lo difícil era conseguir que lo admitiese.
—Esto es cada vez más absurdo —la oyó decir—. Es imposible saber qué ha desaparecido y qué no con este caos. Llama a las criadas para que te ayuden a poner todo esto en orden, Caridad. Luego puedes hacer una lista de lo que falta, si es que falta algo. Tramaran lo que tramasen esas monjas tan traviesas, me sorprendería mucho que se hubieran ido sin llevarse una sola joya.
La doncella se marchó para cumplir sus órdenes.
—Tal vez alguien cree que has comenzado a escribir tus memorias—aventuró Peter.
—Eso no tiene sentido —dijo ella. Se dio media vuelta y echó a andar hacia la cama—. Llevo dedicándome a esto menos de cinco años. Mis relaciones no son un secreto. Al contrario. Además de ser una puta magnífica, me encanta lucirme. Nada de puertas traseras ni de escaleras de servicio. Quien quiera saber los nombres de mis amantes puede encontrarlos en los folletines. En cuestión de quince o veinte años, tal vez resulte vergonzoso para los participantes. Pero ahora mismo es más probable que consideren una relación con Lali Esposito como un galardón. Verás, aunque tú no me aprecias como es debido, otros sí lo hacen.
—Te aprecio —dijo—. Creí que te lo había demostrado hace poco. En el Campanile. ¿O ya sé te ha olvidado?
Sus ojos verdes lo fulminaron.
—Lanzani, eres un zoquete insoportable.
—Lo sé —admitió—. No debería haber dejado que huyeras.
En ese momento los ojos de ella se ensombrecieron y Peter creyó volver a ver a esa muchacha capaz de creer, capaz de confiar en alguien. Pero desapareció al instante.
—No huí —lo corrigió—. Había terminado contigo, así que me fui.
—Pues yo no he terminado —repuso él.
—Pues a mí no me importa —le aseguró ella.
«¿Cómo conseguir que te importe?», quería preguntarle Peter.
—A mí sí —replicó—. Me preocupo por ti. Hace unos días alguien intentó matarte.
—Para robarme —puntualizó ella.
—Hace unos días te asaltaron—corrigió con voz paciente—. Y anoche saquearon tu casa.
—Registraron —matizó ella—. De momento, parece que lo único que falta es mi correspondencia. —Esbozó una sonrisa tensa—. Y será una lectura muy entretenida para quienquiera que las tenga.
—¿Cartas de amor?
—En absoluto —contestó ella—. Son de mi marido.
La puerta del dormitorio se abrió de par en par y Magny entró en tromba, seguido de cerca por una Caridad que no dejaba de protestar.
—Madame, le he dicho que estaba ocupada —dijo la doncella.
—Allez-vous en —ordenó Magny a Caridad.
La aludida ni lo miró siquiera.
—Sigue con lo que estabas haciendo, por favor —terció ella—. Sé que quieres ponerlo todo en orden.
Con la barbilla en alto, Caridad pasó junto al conde y entró en el vestidor.
—Tus criados son sumamente insolentes —dijo Magny.
—Mis criados son leales —lo corrigió Esposito.
—Si no querías verme, ¿para qué demonios me has mandado llamar? —quiso saber el conde al tiempo que la fulminaba con la mirada.
—Por supuesto que quería verte —le aseguró ella—. Pero no quiero que des órdenes a mis criados. Ahí está el problema. Ese ha sido siempre el problema. No debería olvidarlo. ¿En qué demonios estaba pensando para querer tu consejo?
—Eso mismo me pregunto yo. Tienes a monsieur Lanzani para... —Magny hizo un gesto para restarle importancia—. Para hacer lo que sea que haya venido a hacer.
—No estoy seguro de poder hacer algo —replicó Peter—. Por alguna extraña razón, parece que un grupo de monjas se ha llevado las cartas, en absoluto de amor, de su marido.
—¿Cartas? —repitió Magny—. Pero... —Dejó la frase en el aire y se acercó a la puerta del vestidor, desde donde miró a la doncella con cara de pocos amigos. Caridad le dio la espalda y continuó doblando ropa.
El conde se apartó de la puerta.
—He visto más que suficiente, Lali. Vas a dejar esta casa y a venirte conmigo.
—Ya lo hemos intentado —protestó ella—. Dos veces.
Y en ambas ocasiones, fue desastroso.
—No me extraña nada —apostilló Peter.
Magny lo fulminó con la mirada.
Y él no le hizo ningún caso.
—Vente a vivir conmigo, entonces —dijo Peter.
El conde lo miró sin dar crédito. Igual que ella.
Y por un instante le pareció que los dos tenían la misma expresión. Pero en ese momento el fantasma volvió a asomarse a los ojos de Lali.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque me preocupo por ti —respondió—. Y porque mi casa está mucho más cerca, justo al otro lado del canal.
Y porque... —Se detuvo—. Porque estoy enamorado.
—Voy a vomitar —dijo Magny antes de levantar las manos y salir de la habitación.
Lali lo vio marcharse.
—No es un hombre muy romántico —lo disculpó ella.
—Yo tampoco —le aseguró Peter—. Si se me hubiera ocurrido un motivo menos nauseabundo, lo habría usado. Pero la verdad es que quería ganarle la partida.
—Como mucha gente —aseguró ella—. Incluida yo.
—En mi caso, parece que todo se debe a los celos.
La vio volverse y acercarse al tocador, donde enderezó un tarro volcado.
—¿Comprendes que es una tontería estar celoso? No pertenezco a ningún hombre. Ese es el problema de vivir con uno. Cuando una mujer se va a vivir bajo el techo de un hombre, él cree que es una más de sus posesiones. Yo no soy la posesión de nadie.
—Muy bien —convino Peter—. Podemos discutir las condiciones, si eso es lo que quieres.
—No hay condiciones que valgan —replicó ella—. Porque no voy a vivir contigo.
—Entonces me vendré yo aquí —sentenció.
En ese momento ella dejó los frascos y los tarros, cosa que era tarea de Caridad, y se volvió para mirarlo. Colocó las manos en el tocador para apoyarse en él. Le sonrió.
—Ni hablar.
—Madame. Caridad salió del vestidor con un estuche forrado de terciopelo en las manos—. Las esmeraldas han desaparecido.

Perdon por la tardanza!!
Tuve una semana medio complicada
Espero que os guste el cap y comenten plissss
Un beso grande a todas.
Ione.
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